50 años: un trance histórico
Septiembre 6, 2023

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El 11 de septiembre de 1973 está próximo; arribará entre nosotros el próximo día lunes, 50 años después, envuelto en memorias e imaginarios, en relatos y emociones. Y, habremos de ver todavía, con cuánta agitación y disturbios en las calles.

Según acaba de resumir The Economist, los hechos de aquel día rápidamente adquirieron un significado totémico y aún reverberan en el presente. Más adelante explica: “Dos cosas convirtieron a Allende en un mártir de la democracia y en un ícono mundial de la izquierda. Una fue la brutalidad del golpe y sus secuelas. […] El segundo fue el desafiante discurso final de Allende a la nación, retransmitido desde La Moneda a las 9:10 de la mañana”.

Aquel en que el Presidente, a punto de ingresar en la historia por la puerta del 11-S, dice:

“Colocado en un trance histórico, pagaré con mi vida la lealtad al pueblo. Les digo que tengo la certeza de que la semilla que hemos entregado a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente. Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos. […] Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal a la Patria”.

Según escribe Daniel Mansuy en su reciente libro, este discurso “contiene palabras que habrían de calar profundamente en nuestra conciencia colectiva. La intervención es relativamente breve, pero en ella el Mandatario condensa -con extraordinario talento- un instante crucial de su vida y de nuestra historia. Si se quiere, el mejor Allende es (con distancia) el de las últimas horas. […] Deja así una huella profunda que tiene mucho que ver con nosotros. De algún modo -tal es la tesis del libro- no hemos salido de un embrollo cuyos términos fueran formulados ese martes 11 de septiembre”. Y agrega Mansuy más adelante: “Deja también un mensaje de resonancia religiosa para sus partidarios: siempre queda la esperanza, siempre cabe esperar. Aún en el momento más sombrío hay un triunfo que el adversario no podrá arrebatarnos”.

Pero volvamos al Economist. El lenguaje abiertamente religioso que emplea aquel liberal, secularizado y positivista medio de comunicación británico viene al caso, qué duda cabe. Un mismo pathos (capacidad de transmitir una emoción) resuena en el texto de Mansuy.

Pues el momento del pasado al que uno y otro se refieren, me parece a mí, con sus secuelas de profunda inhumanidad -los escombros de la historia de los que habla Benjamin-, requiere mucho más que consideraciones sociológicas, politológicas o polemológicas. Aquel expresa hechos, en efecto, tan insondables, trágicos, reveladores, dolorosos, los que son mejor comprendidos y expresados por poetas (Zurita) y novelistas (Dorfman) a veces, o bien por ensayos teológico-políticos, o por los lenguajes del arte y la filosofía de la historia.

En una ocasión, Jeffrey Alexander, reconocido sociólogo norteamericano, notaba que su colega filósofo Charles Taylor echaba de menos un relato más denso y trascendente, algo así como “la narrativa divina y teleológica que proporciona la religión”, en medio del gélido ambiente científico-técnico de la modernidad secular. Confieso que yo también he sentido en estos días que carecemos de una perspectiva tal frente a los hechos de vida y muerte que salen a nuestro encuentros del 11-S. Efectivamente, fue un momento en que la historia desbordó a las ciencias -pienso la persecución, la tortura y la radicalidad del mal- y requiere, por  eso mismo, lenguajes semi-trascendentes para comprender los hechos y asumir responsabilidad sobre ellos.

Mansuy reconoce igualmente esa clave al citar las palabras de Allende: “Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”. Concluye de ellas que, con sus dichos, el Presidente derrocado dejó una suerte de condenación histórica: “Si las Fuerzas Armadas han decidido derrocarlo, habrán de cargar -según el Mandatario- con una elevada responsabilidad moral: haber quebrantado las instituciones y traicionado su juramento”. De allí, justamente, la importancia de la entrevista y el libro del general (r) y ex comandante en jefe del Ejército Ricardo Martínez en que reflexiona públicamente sobre esa responsabilidad.

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En vísperas del nuevo 11-S, si bien el mito, el mártir, el alcance totémico y el trance histórico mencionados por The Economist aún se hallan presentes, sin embargo comparecen desprovistos del sentido heroico, la dignidad, lo épico, la gravitas y la solemnidad de aquel momento.

Más bien, son recuperados discursivamente en medio del barullo de los 50 años, un sorprendente espectáculo político-cultural donde la puesta en escena revive el pasado sin drama ni respeto algunos. Por un lado, en efecto, el oficialismo busca aplastar a las derechas bajo la lápida de la brutalidad y el horror que siguieron al golpe de Estado, exaltando su autoría o complicidad pasiva. Por el otro lado, la oposición procura justificar los crímenes de la dictadura como una reacción inevitable frente a la amenaza de la Unidad Popular y como el costo de una revolución económica de libre mercado que habría puesto a Chile en la senda del desarrollo.

Todo esto en un ambiente crispado, enervado, cacofónico y eléctrico que, sin embargo, no agita a la sociedad civil sino que afecta a la esfera político-mediática. Aquella donde se instala, precisamente, el espectáculo de los 50 años con su programación, despliegue de eventos, marchas y recordatorios, galerías y museos, grafitis e instalaciones, performance y webinars, likes y dislikes, reportajes y crónicas, debates y entrevistas.

El diseño de este gran espectáculo público está claramente expresado en la plataforma oficial del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio bajo la consigna de “Democracia es Memoria y Futuro”. Posee cinco grandes secciones: (i) Cartelera de actividades, con toda la programación nacional e internacional; (ii) Sube tu actividad, donde las personas e instituciones puede incorporar sus acciones; (iii) Cartas para el futuro, iniciativa impulsada por el Ministerio de las Culturas y el Ministerio de Educación en la que se invita a la ciudadanía a escribir un breve texto exponiendo las heridas y el aprendizaje histórico que dejó este periodo; (iv) Audiovisuales, colección de películas y documentales relacionados con el Golpe de Estado y la dictadura, provenientes de instituciones y plataformas como la Cineteca Nacional, el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos y OndaMedia; y (v) Noticias, donde se da cuenta de los hitos y novedades de la conmemoración.

De este modo la plataforma oficial de los 50 años, a través de su  sitio web, se presenta como un gran colector de iniciativas, buscando reunir “toda la información asociada a las actividades organizadas por el Gobierno, instituciones públicas y privadas, además de la sociedad civil, en categorías como exposiciones, presentaciones artísticas, exhibición de películas, velatones, seminarios, coloquios, conversatorios y homenajes. Además, contiene links vinculados directamente a películas, series, documentales y más de 280 contenidos audiovisuales registrados a la fecha, además de información sobre exposiciones, presentaciones artísticas, velatones, seminarios, conversatorios y homenajes”.

Este dispositivo-espectacular más que desplegar una representación del drama del pasado, representa en realidad un gran montaje de tipo collage, donde se congregan la sensibilidad y los relatos del mundo cuya voz fue cancelada por el golpe hace 50 años. Forma parte, por lo mismo, de la «batalla cultural» que aún se libra en torno a la UP, el Presidente mártir y la dictadura. No es un foro abierto, plural y de múltiples perspectivas sino, más bien, un modo de producir la memoria oficial y, en lo posible, dejar fijada su verdad oficial.

En su famoso libro La Sociedad del Espectáculo (1967), el autor, Guy Debord, hace referencia a aquel “proyecto, ya formulado por Napoleón, de dirigir monárquicamente la energía de los recuerdos [que encuentra] su concreción total en una manipulación permanente del pasado no solamente en las significaciones, sino también en los hechos”. En términos más modestos, o menos imperiales si se quiere, también aquí estamos frente a un proyecto de esa índole que aspira a determinar el significado del pasado sustrayéndolo del ámbito de la deliberación y reflexión crítica.

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El resultado, sin embargo, ha sido encender nuevamente la «batalla cultural», volviendo a alejar un posible compromiso de todos -de un extremo a otro del espectro político- con los «mínimos civilizatorios» de una democracia liberal y un Estado social de derechos. Que era, justamente, así al menos lo entendimos muchos, lo que se pretendía inicialmente con la conmemoración de los 50 años. Llegar, por el camino de una cierta depuración emocional y mediante la deliberación sobre valores democráticos comunes, a un estadio más profundo de reconciliación; es decir, a atraer y acordar los ánimos desunidos.

De modo que lo que se deseaba alcanzar en este aniversario del 11-S tenía un contenido esencialmente moral; era, si se quiere, algo de naturaleza espiritual. Reconocer los dolores y temores mutuos. Apaciguar los odios de clase social e ideología que permanecen en la conciencia colectiva de los grupos enfrentados desde hace medio siglo. Compartir, por tanto, el pasado que nos separa, aceptándolo -más allá de las trincheras- como un pasado común, a la manera que hacen las comunidades dañadas por guerras internas o externas.

Parece de suyo evidente que nada de eso se logró. Al contrario, en vez de avanzar en esa dirección -donde un frágil sentido de la trascendencia, de lo sagrado de la vida y una comprensión del mal en la historia debían estar presentes, o asomarse al menos- nos fuimos por el lado de la confrontación cultural, el choque de identidades ideológicas, la memoria dividida y el espectáculo repetido ad nauseam de los Hawker Hunter bombardeando La Moneda.

Así, en vez de sumergirnos con delicadeza y respeto en el recuerdo de las víctimas -hombres y mujeres asesinadas, torturadas, desparecidas, violadas, quemadas, quebradas en el alma- elegimos banalizar el mal que las sacrificó. ¿O acaso no es justamente eso lo que hacemos con aquel mal -que por algo llamamos demoníaco- al ponerlo en una misma balanza con la expropiación de fundos, las tomas de fábricas, la ENU, el desquiciamiento de la economía y las amenazas revolucionarias de los profetas desarmados?

De esta manera las sociedades intensamente secularizadas rehúyen la necesidad de reflexionar sobre el mal que anida en la naturaleza humana caída, según antes podía legítimamente decirse en el lenguaje religioso. Según escribía Walter Benjamin en una carta a su amigo Gershom Scholem, “en épocas antiguas todos los caminos llevaban a Dios y a su nombre de uno u otro modo. Nosotros no somos piadosos. Permanecemos en lo profano y donde antes figuraba Dios ahora está la melancolía”.

Un sentimiento que embarga a los modernos es, efectivamente, el de esas “afecciones morales tristes”, uno de los significados de la melancolía, provocadas por el reconocimiento inexplicable del mal radical operando en la historia. Pues o bien su presencia no tiene profundidad alguna y resulta banal o bien nos coloca frente a un abismo como el descrito por Freud. Según escribe en un pasaje de El Malestar en la Cultura, “la verdad oculta tras de todo esto, que negaríamos de buen grado, es la de que el hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si se le atacara, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo. Homo homini lupus: ¿quién se atrevería a refutar este refrán, después de todas las experiencias de la vida y de la historia?”

En vez del espectáculo que tiende a la banalización, quizá los 50 años debieron haber sido un momento para guardar silencio y honrar la memoria de aquellos caídos y engullidos por el abismo. Un momento para recordar que sólo mediante reglas e instituciones, límites y sublimaciones, acuerdos y concesiones, deliberación y consentimiento, en fin, mediante la urdimbre de la cultura y la civilización, es posible impedir -como dice Freud- que el hombre se desenmascare como una “bestia salvaje que no conoce el menor respeto por los seres de su propia especie”.

En vez de esto, la plaza pública se llenó de bandas opuestas enrostrándose mutuamente los males cometidos, cada una reclamando para sí una inobjetable superioridad moral. En realidad, un espectáculo “lleno de ruido y furia, que nada significa”.

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