Lucha ideológica, convicciones y responsabilidades
Marzo 6, 2024

Lucha ideológica, convicciones y responsabilidades

Hoy existe un gran signo de interrogación respecto de la ideología del FA y, por ende, sobre qué bases cognitivas daría la batalla de las ideas que reclama el diputado.

Las disputas en torno a las declaraciones de un diputado oficialista, perteneciente al mismo partido del Presidente Boric, acusándolo a él y a su gobierno por no dar batalla ideológica al adversario (la oposición de derechas), crearon una típica tormenta mediática de verano. Intensa, pasajera y fútil (de poco aprecio e importancia). Pero igualmente reveladora del momento político en que nos encontramos. Explorar esta ambigüedad en el camino entre lo nimio y lo revelador es el objetivo del presente artículo.

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En primer lugar, la perturbación atmosférica producida revela la especial sensibilidad que existe en la escena medial posmoderna respecto del discurso político. De inmediato un acto discursivo -declaración, entrevista, rumor o tuit- reverbera a través de los diferentes medios y se transmite de boca en boca a través de las redes sociales. La clase ilustrada interesada en la conversación pública sobre este tipo de actos se agita y reacciona; le gusta, no le gusta. Acoge o rechaza. La ola se mueve con las opiniones y crea una espiral discursiva que se alimenta a sí misma. Los representantes del pueblo escuchan y se sienten estimulados a participar. Las autoridades entran al ruedo y toman posiciones. Es la tormenta perfecta.

Procedamos pues a reconstituir la escena; cómo se originó la ola, cómo se enroscó sobre sí misma, cómo la espuma de los relatos voló sobre la cresta de la ola y cómo esta cayó con el consabido alboroto y luego se retiró dejando tras de sí una estela de columnas de opinión, reacciones, análisis, entrevistas, comentarios e interpretaciones.

Un diputado oficialista planteó en una entrevista la siguiente acusación: “El gobierno ha cometido un error en estos dos años (…): en su afán de acuerdos, que son necesarios para mejorar la vida de los chilenos (…), en la búsqueda de acuerdos, ha parecido que lo que empuja este gobierno no es la justicia social, sino el acuerdo mismo”. Después, llamó directamente al gobierno a asumir “un rol político en la disputa de intereses e ideológica que se está dando, que asuma un liderazgo (…). Pensar que eso quedó en el pasado es un absurdo”.

Como podía esperarse, e imaginar que era el efecto buscado por el diputado, esta intervención desató la pequeña tormenta que aquí nos ocupa. Voces a favor y, sobre todo, en contra. Revuelo dentro de los partidos de gobierno. Intercambio de salvas en las redes sociales. Y la reacción lapidaria de la jefa política del gabinete, la ministra del Interior. Nosotros, dijo ella, “desde el Ejecutivo tenemos una convicción y una experiencia respecto a que el avance de logros sociales depende ciertamente de marcar los objetivos, pero de construir acuerdos para hacerlos viables. Los testimonios no son avances sociales si no se logran transformar en acuerdos democráticos (…). Se pueden lograr acuerdos y buscar mayorías sin renunciar a marcar los puntos. Eso es lo que debiera buscar siempre una fuerza política democrática: construir acuerdos sin renunciar a sus convicciones”.

Sorprendentemente, en menos de 24 horas, y ya obtenido el efecto de atraer la atención de los medios, el diputado dio un brusco giro. Según relata un diario electrónico: “El diputado Gonzalo Winter, representante de Convergencia Social, salió al paso tras la incendiaria jornada que protagonizó ayer luego de arremeter contra la gestión del Gobierno y el rol de los partidos políticos de izquierda en estos casi dos años de la administración Gabriel Boric. Si bien aseguró estar “bastante orgulloso de la entrevista” que dio en el Programa 32 Minutos, aclaró qué es lo que quería decir luego de que el Ejecutivo y sus pares oficialistas se desmarcaran y criticaran sus dichos”.

¿Y qué quería decir, entonces, el diputado?

He aquí la respuesta: “Lo que quise decir es todo lo contrario: que el Gobierno está luchando por la justicia social y que tenemos que hacer un esfuerzo mayor los partidos oficialistas para transmitirle a la ciudadanía (…) que el Gobierno está luchando por la justicia social”.

Lo que partió con truenos y relámpagos terminó en un leve aguacero. Es necesario, concluía el diputado oficialista, “hacer un esfuerzo mayor (…) para transmitirle a la ciudadanía (…) que el Gobierno está luchando por la justicia social”.

Resulta natural que en una escena política medial posmoderna, con una alta rotación noticiosa, ausencia de discursos ideológicos fuertes (volveré sobre esto), personalización de los “actores”, sin grandes batallas ideológicas a la mano, ni ideologías relativamente estructuradas, se termine reduciendo los problemas -y los desaguisados- a cuestiones comunicacionales.

Se tiene la sensación, en efecto, que la comunicación es todo. Horas dedicadas a la pantalla de televisión, a la radio, a X y al WhatsApp, a los diarios electrónicos (y, cada vez menos, de papel), a Instagram y Tik Tok, al seguimiento de los influencers y a la continua circulación de toneladas de información. La población vive sumergida en una constante circulación de significados e interpretaciones en torno a los cuales se decantan y reconfiguran sentidos y opiniones.

Pero volvamos a lo nuestro. La idea misma de que los problemas políticos son habitualmente creados por los medios de comunicación del adversario, tan propia de esta escena, tiene su correlato en que las fallas o errores propios serían producto de déficits comunicacionales; esto es, del hecho que no se transmite bien el mensaje (de justicia, en este caso), según afirmaba el diputado oficialista en su retractación.

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En segundo lugar, y por lo que llevamos dicho, la escena medial es determinante, también, para entender el comportamiento de los actores que protagonizan la política y sus discursos.

Se habrán percatado ustedes la frecuencia con que estos actores -oficialistas y opositores, pero sobre todo de la generación nacida con el internet- utilizan el término “visibilizar” para casi cualquier efecto, o bien, reclaman que ellos o diversos grupos minoritarios e identidades subalternas se hallan “invisibilizados”.

Daría para otro artículo complementario indagar sobre el uso -igualmente frecuente- de la noción de “perspectiva” en el vocabulario de este mismo segmento ideológico-idiomático. Recuérdese al respecto la última incursión del propio Presidente Boric en este idiolecto, cuando en Chiloé se refirió a su “compromiso de habilitar 12 caletas pesqueras a lo largo de Chile con perspectiva de género, dos de ellas en la comuna de Ancud, las caletas de Pupelde y Quetalmahue”. Seguramente hasta hoy las y los pescadores de estas caletas se preguntan de qué se trataba aquello.

De cualquier forma, el auge máximo del “perspectivismo” se alcanzó, claro está, durante la Convención Constitucional. Allí abundaron las perspectivas no sólo de género, feminista y no sexista sino, además, fueron invocadas perspectivas interculturales, ecológica, de los territorios, regional, junto a los “enfoques” de cuidado, niñez y adolescencia, de culturas, patrimonio y artes, ecosistémico, de derechos humanos, inclusión, plurinacional y de descentralización.

Tanta importancia adquirió esta mirada de perspectivas y enfoques que se llegó a dedicar un artículo especial (nº 90) del Reglamento General de la Convención para efectos de garantizar la “transversalización” de los enfoques en todo el proceso de la discusión constituyente, haciéndose cargo de “posibles duplicaciones, divergencias o ausencias en relación con los enfoques definidos”.

En este dominio ideológico lingüístico, términos como perspectiva y enfoque representan un particular punto de vista, un ángulo, desde el cual observar y hablar de ciertos fenómenos, introduciendo un quiebre con la visión convencional, dominante, domesticada propia de las élites o la clase hegemónica. Pero, ojo, el propósito de este desplazamiento de la mirada va más allá, pues forma parte de un cambio cultural de magnitud mayor.

Efectivamente, las imágenes mandan en el escenario actual, la cultura de masas y la sociedad del espectáculo. El ojo y la mirada, la cultura visual, los “imaginarios” invaden el medio ambiente en que nos movemos. Según expresa una pareja de académicos,  “caracterizamos la ideología de la cultura visual como ‘pedagogía del espectáculo’, en el sentido de que las imágenes nos enseñan qué y cómo ver y pensar y, al hacerlo, median en las formas en que interactuamos unos con otros como seres sociales”. Y otro famoso autor, intérprete de este mundo y sus formas, escribe “en una sociedad dominada por la producción y el consumo de imágenes, ninguna parte de la vida puede permanecer inmune a la invasión del espectáculo”.

Estas son las coordenadas dentro de las cuales se desenvuelve una cultura visual donde lo visible opera como atributo central y la invisibilidad constituye la peor forma de exclusión. A su vez, esta cultura envuelve íntegramente a la esfera política chilena, especialmente a la actual generación directiva de ella.

Cada cual busca allí desesperadamente estar presente, hacerse ver y oír, quejarse y ser compadecido, competir por la “cuña” del día y así hacerse de un lugar -por modesto que sea- en la escena comunicacional administrada por los medios de comunicacióny, en lo posible, llegar a ver su propia imagen, y mostrarla, circulando en las pantallas de la TV, estampada en los diarios electrónicos y de papel, reproducida por las redes sociales y en la blogósfera. Algunos hablan ya de un “giro narcisista”, de una “política de la auto-exposición” y de las “plataformas” de representación del sí mismo que ocupan cada vez un lugar más importante de la esfera pública.

Como sabemos, porque se ha dicho cien veces, la sociedad del espectáculo es esencialmente performativa; esto es, vive de la performance de sus miembros más influyentes en cualquier campo, pero sobre todo en el de la política. Allí cada agente debe desempeñarse en la escena (producir su performance, hacer su acto discursivo) para obtener visibilidad -en contacto directo con el público espectador- que está en la base de la influencia en esta esfera de la sociedad.

Son precisamente las personas como actores y actrices quienes nos interesan aquí para entender el momento de la política mediática y la competencia por la visibilidad y la atención de los medios.

Un bien conocido y apreciado sociólogo (al menos por mi generación), Erving Goffman escribe por ahí: “En su calidad de actuantes, los individuos se preocuparán por mantener la impresión de que actúan de conformidad con las numerosas normas por las cuales son juzgados ellos y sus productos. Debido a que estas normas son tan numerosas y tan profundas, los individuos que desempeñan el papel de actuantes hacen más hincapié que el que podríamos imaginar en un mundo moral. Pero, qua actuantes, los individuos no están preocupados por el problema moral de cumplir con esas normas sino con el problema amoral de construir la impresión convincente de que satisfacen dichas normas” (p.267).

En un mundo así, de actores, actrices, performances y reconocimientos de nuestras identidades y roles, como decíamos, la falta de visibilidad supone no estar presente en el escenario; significa des-aparecer de la escena. Dicho en el (a veces difícil) lenguaje de una intelectual -entre las más citadas en torno a este tópico, Judith Butler– “la performatividad es un proceso que implica la configuración de nuestra actuación en maneras que no siempre comprendemos del todo, y actuando en formas políticamente consecuentes. La performatividad tiene completamente que ver con “quién” puede ser producido como un sujeto reconocible, un sujeto que está viviendo, cuya vida vale la pena proteger y cuya vida, cuando se pierde, vale la pena añorar. [Por el contrario,] la vida precaria caracteriza a aquellas vidas que no están cualificadas como reconocibles, legibles o dignas de despertar sentimiento. Y de esta forma, la precariedad es la rúbrica que une a las mujeres, los queers, los transexuales, los pobres y las personas sin Estado” (p. 335). Lo mismo vale para la persona del político o la política que se halla invisibilizada.

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Para efectos de este análisis, conviene situar ahora, en esta tercera sección, el episodio comunicacionaldel diputado oficialista dentro de las coordenadas recién descritas de la escena comunicacional y la cultura visual.

Como vimos, tal episodio discursivo tuvo un dramático inicio y luego un giro igualmente dramático (en el sentido de los “actuantes” goffmanianos), donde el diputado explicó que su intención primera había sido justamente la contraria de la que se leyó; o sea, hacer una autocrítica de su propio sector (FA) por no insistir en la lucha ideológica necesaria para transformar el sentido común de la sociedad, tarea en la cual cabía al gobierno Boric asimismo un papel decisivo.

En su segunda, extensa, entrevista de alta visibilidad el día domingo pasado, el diputado resumió por tanto así su punto de vista: “Yo hago la autocrítica y creo que en el segundo tiempo del gobierno los partidos oficialistas tenemos que ir a dar la disputa de las ideas y el gobierno también tiene que asumir un rol en la disputa de las ideas, porque si no va a perder todo”.

Si las palabras dichas originalmente por el diputado oficialista -en sí gravitantes pues venían del corazón de la coalición que apoya a Boric, de su propio partido y de alguien que se comenta públicamente es un amigo personal del Presidente- pudieron cambiar de sentido tan rápidamente es porque su propósito inicial se había cumplido. Cual era, el causar una tormenta mediática, producir visibilidad y atraer la atención del público a un acto discursivo que venía a instalar un nuevo asunto -el de la batalla ideológica o de las ideas- en la agenda pública.

El diputado, en definitiva, no hizo algo distinto de lo que hacen cotidianamente los actuantes de la esfera política dirigencial; producir visibilidad y, así, disminuir el peor riesgo. Esto es, el de la irrelevancia personal y de grupo. Este es el rendimiento específico esperado de, y por, quienes “habitan” el campo político contemporáneo.

Un campo de identidades ideológicas precarias y que, por lo mismo, reclama, exige, impone casi, estar en un modo de performance permanente. Dicho en la jerga de las y los pensadores, cumplir con su misión de “seres performativos”. O sea, gesticular con la palabra; actuar para producirse uno mismo como un sujeto reconocible; llamar la atención, por tanto, de manera usualmente provocativa para, por esta vía, interrumpir la indiferencia, la invisibilidad y el peligro de caer bajo la rúbrica de la precariedad de la que habla Butler.

En cuanto a la batalla ideológica o lucha de las ideas, el asunto de fondo puesto en la agenda de las izquierdas por el diputado “borichista” (como él mismo se declara), cabe partir por lo más elemental. Para dar esas batallas -que son de encrucijadas y no de islas (posesiones, comodidades) según dice el Quijote al terrenal Sancho- hay que tenerlas primero; ideas e ideologías para salir a persuadir a las masas y conquistar mentes y corazones, crear un nuevo sentido común, según acota por ahí gramscianamente el diputado.

En efecto, no basta con tener el deseo, o con actos discursivos, o con relatos sobre ideales, ni siquiera con tener un programa, como el FA tuvo por seis meses -lleno de intenciones superiores y una intensa retórica transformadora, refundacional incluso- pero que luego del trastazo del 4-S debió sepultar. Y dar paso así a una acelerada transformación discursiva conducida por el propio Presiente Boric, en un esfuerzo por asumir una “perspectiva” o “enfoque” de democracia social, equilibrios económicos macro, seguridad ciudadana y de políticas focalizadas orientadas a mitigar los daños de la pandemia, la sequía y los incendios.

Hoy existe, por lo mismo, un gran signo de interrogación respecto de la ideología del FA y, por ende, sobre qué bases cognitivas daría la batalla de las ideas que reclama el diputado.

No hay claridad alguna sobre el grado de aceptación que en sus filas tienen (o no) las ideas que ha ido asumiendo el Presidente Boric en el ejercicio de su cargo. Tampoco del grado de asimilación que entre sus dirigentes, técnicos e intelectuales se ha producido (o no) de un auténtico ideario socialdemócrata durante el último período.

Igualmente, se desconoce qué ideas defendidas por el FA durante el octubre chileno (de 2019), provenientes de tradiciones ajenas a una izquierda democrática contemporánea, han sido abandonadas y en virtud dé qué argumentos evaluativos y juicios críticos.

En la misma línea, se ignora cuánto ha avanzado el proceso de revisión de la perspectiva del FA sobre la renovación socialista de los años 1980, sobre la transición pacífica a la democracia y sobre la acción de los gobiernos de la Concertación.

En suma, no se sabe si en el seno del FA y entre sus cuadros dirigentes está operando una auténtica revisión/renovación de su pensamiento que lo acerque al reformismo democrático y lo aleje, por ende, del octubrismo y de las visiones de un PC que aún no entra en una fase de pensamiento postsoviético, para compartir las ideas que impulsa la coalición del Socialismo Democrático (SD).

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Efectivamente, la tormenta medial -además de poner en evidencia la levedad del discurso político y el comportamiento performativo de los actores (actuantes) que protagonizan una parte significativa de la política de izquierdas- abre una serie de interrogantes referidas a algunos imaginarios, visiones y percepciones que posee la nueva generación de izquierda gobernante.

Por lo pronto, la noción misma de política que estos actuantes tienen en la cabeza. Sobre todo, en cuanto a la relación entre ideas, ideales, acuerdos y gobernabilidad.

La cantidad de enredos creados por el diputado oficialista con su declaración inicial y su reversión posterior reflejan bien la confusión que reina en el Frente Amplio (FA) respecto de las responsabilidades de la política y la ética de las convicciones. Esta es una cuestión que persigue al gobierno y su coalición original (FA+PC) desde el primer día.

De hecho, el FA se hizo cargo del gobierno con elevadas promesas retóricas: transformar a la sociedad chilena, refundar el régimen político-constitucional y modificar imaginativamente el modelo de desarrollo del país. En pocas palabras, sustituir un paradigma capitalista neoliberal agotado (y, según el frentamplismo, muerto y enterrado el 18-O con el estallido social) por otro con nuevas ideas, ideales, valores y aspiraciones generados a partir de una moral superior.

La propuesta de la Convención Constitucional elaborada y aprobada -“hegemonizada”, se decía en esos días- por las neo-izquierdas radicales, populares y emancipadas de los 20 años de gobierno de la Concertación, resumía y daba expresión refundacional y máxima a los ideales y anhelos de la joven dirigencia de izquierdas reunidas en el FA.

Una vez rechazada ampliamente esa propuesta por la ciudadanía el 4-S de 2021, el gobierno de Boric se quedó sin ideas para gobernar, sin un programa posible y sin un esquema de gobernabilidad. Esto, frente a una oposición de derechas que hacía valer su poder electoral, social, mediático, económico, político y cultural afincado en las estructuras de la sociedad capitalista. Revitalizado, además, por una marea internacional anti-liberal, anti-progresista, anti-izquierdas socialdemócratas y restauradora de los principios de orden, jerarquía, seguridad y nación conservadora.

Desde ese momento y hasta hoy, como muestran las tormentosas (¿o, más bien, son atormentadas?) declaraciones del diputado del FA, dicho grupo generacional, contestatario, posmoderno y de neoizquierda alternativa, vive escindido. ¿Cómo así? Entre sus ideales y valores que considera superiores y en los cuales basa su identidad rebelde, su ética de convicciones, por un lado y, por el otro, las limitadas oportunidades existentes para hacer cambios radicales, debido al cuadro de fuerzas de la sociedad chilena actual y del mundo, el cual exige aguzar la ética de la responsabilidad.

Sólo el Presidente Boric y sus ministros del SD entendieron de inmediato, tras la apabullante derrota del 4-S, que la gobernabilidad del país imponía producir acuerdos antes que gesticular performativamente en nombre de las convicciones del corazón.

Esto es, precisamente, lo que reclama el diputado oficialista y, a su lado, probablemente, un sector importante de dirigentes y militantes del FA. Que el Presidente Boric no se limite meramente a buscar acuerdos con sus adversarios, sino que protagonice, además, la disputa ideológica necesaria para “visibilizar” las ideas y valores del FA en la sociedad civil.

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En el balance final, lo interesante es constatar que con ese supuestamente amigable llamado de atención, el diputado obtuvo un minuto largo de exposición medial y visibilidad performativa, generando una tormenta momentánea en el firmamento de la sociedad del espectáculo.

Sin embargo, no obtuvo ningún efecto concreto. Al contrario, el gobierno desahució su reclamo por intermedio de la ministra del Interior (“los testimonios no son avances sociales si no se logran transformar en acuerdos democráticos”) y el propio Presidente Boric, a la cabeza de su gabinete completo, remató: “Quiero pedirles, exigirles a todos y todas las presentes que los dos años que restan del gobierno no son para hacer promesas, son para cumplirlas”. Y luego subrayó: “Por lo tanto, son dos años de mucha gestión, dos años en los que tenemos que estar en el territorio, en el que la gente, nuestro pueblo tiene que notar las mejoras concretas que significa tener un gobierno progresista”.

Una vez más el Presidente se muestra bien por delante de su propia coalición, incluso de algunos amigos de su propio partido. Con realismo llama a asumir la responsabilidad de gobernar que, a fin de cuentas, es la base de la política y el imperativo ético primero de la gobernabilidad.

A esta altura del siglo 21, es sencillamente absurdo oponer tajantemente, como opciones excluyentes, la ética de las convicciones al ejercicio responsable de la construcción de gobernabilidad. Como se adelantó a decir la ministra Tohá, esto es justamente “lo que debiera buscar siempre una fuerza política democrática: construir acuerdos sin renunciar a sus convicciones”.

Son precisamente estos los dilemas, tensiones y luchas interiores (corazón y mente) que se plantean entre ambas éticas, sabiendo que, al final, el político debe decidir en el margen de lo posible, en medio de múltiples restricciones, para sacar adelante políticas y reformas que siempre estarán lejos del horizonte ideal.Para gobernar se necesita abandonar el “testimonialismo” ingenuo; se debe aceptar que la ética de las convicciones absolutas es un imperativo categórico que pertenece a otras esferas y campos de actividad -religión, santidad, martirio, heroísmo llevado al extremo del sacrificio personal- mas no rige en la esfera política democrática, igual como la pureza doctrinaria no puede ser el desiderátum de los gobernantes.

La primera “batalla de las ideas” que debemos librar razonada y pacíficamente, entonces, es en el propio seno de las izquierdas: sobre cómo tener ideas -y cuáles- que nos permitan ejercer las responsabilidades de gobierno en una sociedad capitalista democrática semidesarrollada. Y ahí, como dice Max Weber, “la edad no es un mérito; el mérito es el haber aprendido a mirar sin reservas las realidades de la vida y la capacidad para soportarlas y para estar interiormente a su altura” (p.148).

Académico UDP y exministro

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