Élites desaprensivas, desconfianza mutua y diagnósticos equivocados
Enero 24, 2024

Llama la atención que, en su mayor parte, tanto a las élites político-académicas, tecnocráticas y comunicacionales de derechas como a las de izquierdas, parece no gustarles el país que tienen. Sin embargo, los malestares de las élites de uno y otro lado tienen motivos y razones diametralmente opuestos entre sí para justificar su insatisfacción. ¿Resultado? Unas élites mutuamente hostiles que, además, se sienten alienadas de la sociedad que están llamadas a guiar y a la cual deben proporcionar gobernabilidad.

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Las derechas ven una sociedad a su alrededor -incluso, un mundo más allá de nuestras fronteras- sumida en una crisis moral, cultural; con una presencia deteriorada y apenas marginal de una iglesia católica arrinconada por un secularismo rampante,  y con la eclosión de ideas amenazantes que provienen de la ciencia y tecnología, de intelectuales y artistas posmodernos y de la crítica corrosiva difundida por “el espíritu que siempre niega”, como Mefistófeles se presenta a sí mismo en el Fausto de Goethe.

Sobre todo, contemplan con profunda desazón cómo allá abajo en la ciudad, lejos de sus colegios, claustros y recintos amurallados, se extiende la “gran crisis”, ya no de naturaleza económico-financiera sino, directa (y dolorosamente) cultural. Pérdida de autoridad en la familia y en las instituciones jerárquicas; disolución de la autoridad docente; desaparición del aura de las profesiones, incluso de aquellas más respetadas antiguamente (abogados y médicos), siendo el caso Hermosilla el baldón más insigne.

Estas élites viven envueltas pues dentro de un clima de pánico moral, reacción social que se provoca frente a amenazas (reales o imaginadas) de parte de “demonios populares” -como ocurre con Peso Pluma– generando miedos colectivos y contagiosos. En ese caso, bajo el supuesto que el cantante mexicano favorecería a través de la TV y las redes sociales la narcocultura, conductas desviadas entre los jóvenes y la circulación de negativos modelos de vida y comportamiento. Volveremos sobre esto más adelante.

Por doquier, dichas élites perciben un avance irresistible de la violencia en todas sus formas, desde su ambigua aceptación por las élites de izquierdas hasta las fatales manifestaciones del crimen organizado. En la memoria de los grupos de “alta sociedad” reverberan aún los males que con el estallido social del 18-O habrían escapado de la Caja de Pandora, dejando tras de sí sólo una débil esperanza.

Ven al Leviatán estatal sobrepasado, mal administrado, enredado en querellas inútiles, carcomido desde dentro por el clientelismo y la corrupción. Siente que ha perdido el control sobre territorios, barrios, espacios de la niñez, adolescencia y juventud, plazas públicas, vecindarios y estadios, mientras las cárceles se hallan desbordadas, el flujo inmigratorio informal no se detiene y se extiende la amenaza del desgobierno.

También el estancamiento de la economía les preocupa vivamente. Una economía estrangulada y detenida por la permisología, los reglamentos y las regulaciones; por la constante intromisión del Estado en los mercados, la falta de productividad y el débil apoyo a los emprendedores e innovadores; por el continuo riesgo de una reforma tributaria o un pacto fiscal, y por el avance de la ola medioambiental que crea una barrera natural frente a la industria y el capitalismo.

Otro foco de las de las denuncias y críticas de estas élites son los servicios públicos de salud y educación, atrapados, acusan ellas, en una maraña de largas colas, ineficiencias de gestión y creciente irrupción de microviolencias en hospitales escuelas, con la consiguiente difusión de un clima de frustración.

De la moderna democracia liberal-social, las élites de derechas nunca se han sentido íntimamente parte. Desconfían de la expansión de derechos (sociales) y la libertad de elegir -sobre todo en el plano moral- y rechazan la idea de “democratizar” el acceso a instituciones selectivas y meritocráticas que funcionan sobre la base de una ética del esfuerzo personal y familiar.

Sobre todo, han concluido que la democracia liberal, también en Chile, experimenta el síndrome de Huntington, consistente en una crónica sobrecarga de demandas dirigidas al Estado que, por un lado, se ve forzado a extender sus funciones y coberturas y, por el otro, debilita la legitimidad de las cargas impositivas. A este propósito, Huntington cita unas frases de John Adams, segundo Presidente de los EE.UU. de América: “La democracia nunca dura mucho. Pronto se gasta, se agota y se autodestruye. Nunca hubo una democracia que no se suicidara”.

Finalmente, la élite político-comunicacional de las derechas ha pasado los dos últimos años en una guerra de trincheras con el oficialismo, en la cual se vio favorecida por el rechazo del proyecto constitucional octubrista y, enseguida, por la mayoría de votos que le entregó el control de la segunda fase del proceso constitucional.

A esa altura, el bloque de las derechas aparecía anticipadamente casi como inevitable sucesor del gobierno Boric. A este le fue creando un clima desoladoramente negativo: de una generación fracasada, con ideales grandilocuentes pero una moral oportunista; con un Presidente poco creíble por sus constantes giros tácticos; un gabinete inefectivo y, peor, ingenuo, junto a equipos técnicos faltos no sólo de experiencia sino, sobre todo, de unas mínimas capacidades de gestión política. Rodeado, además, por una débil y a ratos contradictoria alianza de fuerzas repartidas en dos coaliciones, uno de cuyos eslabones, el del FA, eje estructurante inicial del gobierno, se ha revelado como el más débil.

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A su turno las élites de las izquierdas, con más o menos matices, sienten (y resienten) tener que vivir en una sociedad de enormes desigualdades, altamente segmentada e inequitativa, sujeta a un oscuro juego de poderes explotativos, extractivos y abusivos de clase, etnia y género.

La acumulación de todo tipo de capitales en una minoría -capital económico, social, escolar, cultural y político, pero también de oportunidades, prestigio y consumo- sería el principal motivo de los desequilibrios de la sociedad chilena, condenada vivir siempre al filo del abismo, o “bajo el volcán”.

Todo ese entramado de asimetrías sería producto, en el fondo, de un tipo o modelo capitalista de desarrollo entregado al libre juego de las fuerzas del mercado, ultracompetitivo y que convierte todo lo que toca en mercancía. Aquí nació el neoliberalismo y aquí debió morir el 18-O de 2019. Tal fue la línea de la esperanza del octubrismo.

En particular, el capitalismo neoliberal chileno habría creado un “nuevo pueblo”, extendidamente pequeñoburgués en sus deseos adquisitivos y de consumo, pero de una heterogénea (des)composición que fragmenta sus solidaridades, borra su conciencia de clase y precariza sus mundos existenciales.

Un pueblo que sólo minoritariamente se reconoce en partidos y, cuando ello ocurre, puede identificarse tanto con soluciones autoritarias o prefascistas de derechas, como con los históricos o nuevos partidos de la izquierda. Pero que, en general, se movería más bien entre un apoliticismo individual-conformista o la acción colectiva -más o menos esporádica- integrada a movimientos sociales, listas del pueblo, grupos de protesta y otras expresiones eventuales de la calle.

Sin duda, su momento cúlmine -casi revolucionario, redentor y liberador- se habría producido el 18-O de 2019, con ocasión del estallido social. Ahí habría exhibido, si no la totalidad de su fuerza, al menos su potencial de poder, poniendo en jaque al “sistema” (del capital, el Estado, el patriarcado, el supremacismo étnico, la ideología religiosa-conservadora, etc.) y arrancándole el derecho a otorgarse una nueva Constitución “desde abajo”.

Al salir derrotada tras aquella fase ascendente de un nuevo tipo de sujeto popular, con su miríada de demandas de locales a universales, materiales e intangibles, de salvación secular y redención de todas las expoliaciones, vuelve a imponerse la normalidad (de la dominación). Sólo que ofuscada esta vez  por la pandemia del Covid-19 y por el largo encierro que había debilitado física, moral y políticamente a la sociedad civil, dando paso -según el imaginario extremo de las izquierdas destituyentes– a la reinstauración del orden oligárquico, portaliano, securitario y hobbesiano.

Ahora el neoliberalismo andaba otra vez suelto por las calles, pero reforzado, si se quiere, luego del 4-S de 2022 cuando el plebiscito enterró la épica constitucional del octubrismo, devolviendo la iniciativa política a una derecha nacional-conservadora-católica-de-mercados, temporalmente hegemonizada por el Partido Republicano.

En cambio, las izquierdas -más allá de sus diferencias y matices- quedaban empantanadas a cargo de un gobierno que había prometido una renovación generacional de la política, un nuevo modelo de desarrollo y servir como canal de expresión de todos los malestares y demandas de la calle. Pero que, tras la fallida aventura del octubrismo constitucional, se quedaba sin misión, sin programa y sin promesa.

Al frente suyo se levantaba ahora, como una muralla de poderes fácticos, el gran empresariado, los medios de prensa, los centros intelectuales tachados de reaccionarios y la tupida red de fake news, desinformación y hostigamiento a la cual el gobierno Boric suele achacar -a veces con razón- los males que lo aquejan pero que, en su mayor parte, se deben a fallas de su propia gestión.

Por su lado, en los peores momentos de su aislamiento, sectores radicalizados de las izquierdas reviven la memoria -tras 50 años- de la tragedia de Allende, proclamando el riesgo de una nueva involución fascista y la sospecha (no necesariamente falsa) de que las fuerzas en favor de un cambio refundacional están derrotadas de antemano por la historia.

En suma, la élite de izquierdas ve frente a sí a una sociedad condenada a vivir bajo el peso de la noche (el mito del fantasma portaliano), donde sólo en “la hora de los hornos”, del fuego purificador, se ilumina por un instante el cielo prometido. La revuelta de octubre jugó ese papel y por eso se prolonga como un mito. No hay que descartar que esta memoria octubrista, que opera como una fuente regeneradora tras las derrotas, subsista por largos años y acompañe a nuevas generaciones de izquierdas.

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Dicho en breve, tenemos unas élites desafectas respecto del país al que idealmente deberían orientar y servir compitiendo lealmente entre ellas para producir el necesario proceso de renovación y circulación de los grupos dirigentes en la esfera política.

Según afirma el pensador alemán J. Habermas, deberíamos por tanto “aprender finalmente a entendernos no como una nación compuesta por miembros de una misma comunidad étnica, sino como una nación de ciudadanos. Y en la diversidad de sus distintas formas culturales esos ciudadanos sólo pueden apelar a la Constitución como única base común a todos” (Más allá del Estado Nacional, 1998, p.117).

Precisamente lo que nuestras élites de uno y otro lado -primero de izquierda radicalizada, luego de una derecha ultramontana- fueron incapaces de ofrecer al país, tropezando doblemente con al mismo error histórico. ¿Mera ceguera y empecinamiento o deseo de imponer, vía la carta constitucional, una visión de mundo particular, en vez de la Constitución como única base común a todos?

Sin duda hay muchos y variados elementos que intervinieron para malograr nuestro “momento constitucional”. Particularmente incidente fueron las pretensiones hegemónicas ya bien de refundar la sociedad desde sus bases, imaginando ingenuamente una revolución de papel (élites de izquierdas); o bien, de salvar a una patria amenazada desde todos lados por el riesgo de disolución, reafirmando el papel del orden y las jerarquías (élites de derecha).

Dicho en otras palabras, lo que en mayor parte llevó al fracaso de los intentos constitucionales fueron los diagnósticos relativos a la sociedad chilena que cultivan los cuadros dirigentes políticos, académicos y comunicacionales, de izquierdas y derechas.

Ambas alas de la escena política, antes que pensar en términos republicanos e instaurar las virtudes de la ley, las instituciones y el bien común, prefirieron conjurar sus propios temores, prejuicios e insatisfacciones con el actual orden de cosas (moderno-capitalista, tecno-global, inestable e incierto) e imponer su visión de comunidad imaginada al conjunto de la nación.

Faltos del más elemental realismo y de cualquiera aspiración a fundar una república cimentada en el patriotismo constitucional, los dos principales bloques terminaron, cada uno, repudiados por el voto popular. En vez de “ir directamente a la verdad efectiva de las cosas antes que a la simple imaginación de las mismas”, según reclama Maquiavelo, optaron por quedarse en el reino de lo imaginario. Allí podían reescribir la arquitectura institucional del país sin considerar el peso de la historia, la dependencia de la trayectoria (path dependence) que rige todos los aspectos de la sociedad, el entramado de intereses e ideales que subyacen a su ordenamiento y la diversidad de expresiones que, crecientemente, son vividas como legítimas diferencias culturales.

Así, las derechas buscan, ante todo, conjurar el pánico moral provocado por el ascenso de la plebe, la desintegración de las comunidades de base tradicional, la pérdida de las jerarquías estructurante de clase y status, la anomia y la multiplicación de conductas desviadas, sobre todo el narcotráfico y el crimen organizado.

¿En qué consisten los pánicos morales?

Según el creador de esta terminología, el sociólogo británico Stanley Cohen a inicios de los años 1970, son “una condición, episodio, persona o grupo, que se define como una amenaza para los intereses y los valores de la sociedad; su naturaleza se presenta de forma estilizada y estereotipada por los mass media; se construyen barricadas morales por parte de editores, arzobispos, políticos y otras personas de pensamiento conservador”. Tiempo después, otro sociólogo británico, Stuart Hall, dio una proyección más política a los pánicos morales, al sostener que son “una de las formas principales que adopta la conciencia ideológica, mediante la cual se gana el apoyo de la ‘minoría silenciosa’ para adoptar medidas cada vez más coercitivas por parte del Estado, proporcionando legitimidad a formas excepcionales de ejercer el control”.

Esenciales son aquí los medios de comunicación y las redes sociales, no sólo en la difusión sino en la propia construcción del pánico moral. Según señalan Pecourt y Resina (2021), en la actualidad dicha construcción sigue la misma lógica que la de los pánicos morales clásicos identificados por Cohen. Entre otros (y cito a la letra): i) identificación de un comportamiento que se considera una amenaza para la sociedad; ii) dramatización de los medios de dicho comportamiento; iii) aparición de la indignación pública; iv) puesta en escena de políticos y otras autoridades que exigen una disculpa y apartar al sujeto afectado de la visibilidad mediática; v) petición de cambios legislativos para evitar esos comportamientos; vi) rápida disolución de la controversia pública. El caso reciente de Peso Pluma es un ejemplo ilustrativo de este fenómeno sociológico-político.

Al final, lo que más directamente emerge de estos estados de pánico moral -o su apoteosis, que fue el estallido social del 18-O de 2019- es el clamor por restaurar al Estado como Leviatán fortificado; fortalecer sus dispositivos de orden y seguridad; acentuar su monopolio de la violencia legítima y ensanchar su capacidad de decidir los estados de excepción.

Por su lado, las izquierdas, espantadas con lo que ven como un riesgo inminente de ultra derechización del país y de completa reversión del potencial revolucionario del 18-O de 2019, despliegan una renovada batería defensiva, esgrimiendo la violencia estructural existente en la sociedad chilena -y en la sociedad capitalista a nivel global- como factor explicativo fundamental de sus estrategias de cambio social.

La idea de la violencia estructural, llamada a veces también “sistémica”, posee una tradición en la disciplina de la sociología, que arranca en su actual uso con Johan Galtung quien enseñó en la FLACSO Chile a mediados de los años 1960. Según un resumen de su posición frente a este asunto, hay violencia directa que puede ser física, verbal o psicológica, siendo su manifestación más habitual. Enseguida, la violencia estructural consiste en “la violencia intrínseca a los sistemas sociales, políticos y económicos, mismos que gobiernan las sociedades, los Estados y el mundo. Su relación con la violencia directa es proporcional a la parte del iceberg que se encuentra sumergida en el agua”. Y luego existe la violencia cultural que busca justificar o legitimar la violencia directa o estructural en el ámbito simbólico de la sociedad.

La violencia estructural se conjuga en varios planos.

En el plano social se levanta como reacción frente a la violencia propia de las situaciones de subordinación, explotación y precarización de la vida. “Se trata de una forma de resistir a las formas estructurales y, por tanto, cotidianas, de violencia”, escribe un teórico en la materia. “Es un tipo de violencia que actúa en ‘acción directa’, pero contra las formas de violencia institucionalizadas” (R. Karmy Bolton, 2022).

Desde el lado del feminismo, se dice, esta violencia “se venía viviendo de forma íntima, cotidiana y muchas veces violenta, en el espacio privado. Es una violencia que tiene un carácter estructural y que se expresa en las formas de precarización de la vida de las mujeres, en el alto valor de los planes de salud, en el escaso monto de la jubilación a la que acceden las mujeres, en la violencia de género al interior de las casas, etc.”.

Por último, las ciencias sociales muestran similarmente interés por el estudio del fenómeno de la violencia estructural. Por ejemplo, una mesa temática convocada para discutir sobre violencias en el Chile actual, “puso énfasis en la relación entre la violencia estructural que está a la base de las desigualdades territoriales, dando cuenta de las múltiples violencias que nos habitan y afectan”. Según expresó a en esa ocasión una investigadora participante, “para pensar la dimensión espacial de la violencia, debemos atender a sus aspectos más cotidianos, que no necesariamente son medibles. Si no prestamos atención a las distintas formas de violencia, ya sea estatal, criminal, estructural, no vamos a entender nunca cómo abordarla de manera más profunda”.

En el plano político, la épica de la revuelta del 18-O gatilló múltiples formas de justificación de la violencia, como recordé en una crónica retrospectiva.

En los días inmediatos tras la revuelta, efectivamente, los fantasmas de la violencia recorrían la ciudad.

Aquí la tesis, según la expone todavía al calor del estallido social un diputado del PC, posteriormente senador de la República es que “los abusos, la desigualdad y la injusticia son estructurales, están garantizados por una forma de funcionamiento de la economía, por una lógica de negación de derechos que tiene un aval incluso constitucional”.

De hecho, la Convención Constitucional sirvió como caja de resonancia para amplificar el espíritu octubrista y sus lenguajes “estructurales”. Por ejemplo, votó una propuesta patrocinada por 47 convencionales, especialmente de Independientes por una Nueva Constitución (ex Independientes No Neutrales), el Frente Amplio y el Colectivo Socialista. En ella se declara: “La violencia se manifiesta de muchas formas en Chile: la violencia estatal expresada en las graves violaciones a los derechos humanos de las que hemos sido testigos en los últimos años, las distintas formas de violencia estructural de las que son víctimas los pueblos originarios, las mujeres, los niños, niñas y adolescentes, las disidencias sexogenéricas, las personas más vulnerables, la violencia como estrategia de acción política y la delincuencia, entre muchas otras. Todas ellas deben ser enfrentadas con la mayor decisión”.

Incluso, en un momento la Comisión de Derechos Fundamentales de la Convención aprobó un artículo relativo al despojo, desposesión y restitución territorial de los Pueblos y Naciones Indígenas (art. 28). Se establecía ahí que “el Estado reconoce la desposesión, usurpación, expoliación y despojo de las tierras, territorios y bienes naturales los pueblos y naciones indígenas a causa de la violencia estructural e histórica, por el aprovechamiento de sus costumbres o por el desconocimiento del sistema jurídico nacional, y que hayan sido confiscados, apropiados, ocupados, utilizados o dañados por razones ajenas a su voluntad”.

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De esta forma, entre pánicos morales y denuncias de violencias estructurales, las élites de derechas e izquierdas -similarmente enajenadas de la realidad de los problemas de la sociedad chilena- se hallan paralizadas por sus propios diagnósticos. Sin capacidad de imponerse unas a otros, ni de resolver la situación de empate catastrófico en que se encuentran atrapadas, recurren a la dialéctica de la política confrontacional y polarizante.

Ahí nos encontramos al iniciarse el año 2024: con unas élites desaprensivas que no muestran especiales virtudes republicanas ni patriotismo constitucional, actúan sobre la base de diagnósticos equivocados de la sociedad y se muestran incapaces de resolver los múltiples nudos sistémicos que amenazan con asfixiar a la sociedad chilena: nulo crecimiento, inversiones frenadas, salud al final de una larga cola, educación fallando en varios frentes, reforma de previsión dando vueltas en un círculo vicioso, agudización del crimen organizado, proyectos estructurales de carácter público rezagados (no sólo en la minería), presión del flujo de inmigración ilegal e irregular, expansión de los campamentos, cárceles repletas y un Estado sobrecargado huntingtonianamente de demandas.

Nuestras élites de derechas e izquierdas continúan pues caminando por una angosta cornisa y, si no corrigen la marcha, corren el riesgo de arrastrar a la sociedad entera tras de sí.

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