P. Mishra: una visión crítica de la guerra cultural en tornaba Gaza
Diciembre 2, 2023

Logo el PaísIsrael en Gaza: el último episodio del colonialismo brutal y racista

El Estado judío, al fin y al cabo, persigue a gente de piel oscura: solo podrá alcanzar la paz si hace posible la promesa de la descolonización

En Europa y Norteamérica ha estallado una feroz guerra de ideas y de memoria simultánea al asalto de Israel a Gaza. Animadores, deportistas y artistas, así como periodistas y ejecutivos, se han visto envueltos en lo que parece un choque de culturas, si no de civilizaciones. Las consecuencias han afectado a diversas instituciones: no sólo a la Universidad de Harvard, Hollywood, el Bayern de Múnich y la revista ArtForum, cuyo director fue despedido por publicar una carta, sino también a la cuenta de Instagram de Kylie Jenner, que perdió casi un millón de seguidores tras anunciar su apoyo a Israel.

En este nuevo Kulturkampf (combate cultural), el relato dominante en Occidente, por el que la Shoah concede una legitimidad moral ilimitada a Israel, se enfrenta hoy a otro relato mucho más atractivo desde el punto de vista moral y emocional, tanto dentro como fuera de Occidente: de qué forma, después de siglos de supremacía blanca, llegó la descolonización, el proceso aun en curso de liberación de la gran mayoría de la población mundial del dominio político, económico y cultural de Occidente.

Un mes después de su guerra contra Gaza, los impopulares dirigentes de extrema derecha de Israel se esfuerzan por ganarse la lealtad de los ciudadanos israelíes y de los judíos y simpatizantes de Israel en todo el mundo. Comparan a Hamás con los nazis; los diplomáticos israelíes llevan estrellas amarillas en las Naciones Unidas. Estos intentos de invocar crímenes europeos sin precedentes contra los judíos pueden influir en una generación occidental nacida no mucho después de 1945. Muchos ciudadanos blancos occidentales de cierta edad respaldan la identidad elegida por Israel como país porque, con su riqueza y su fortaleza, representa la redención de las víctimas judías del Holocausto. Alemania considera la seguridad de Israel nada menos que como una “razón de Estado”, lo que hace que los políticos y periodistas alemanes sean hostiles a cualquier expresión de sentimiento propalestino.

Pero ahora parece devastadoramente claro que el relato de la Shoah sigue siendo persuasivo sólo para una pequeña y menguante minoría, y ahora se enfrenta a una narrativa rival de victimismo histórico mucho más poderosa. La mayoría de la población de los países no occidentales y de las poblaciones inmigrantes de ascendencia asiática y africana nunca estuvo muy informada sobre la enormidad y el horror de los crímenes nazis. No estaban en condiciones de asumir la carga de la culpa europea por la Shoah y reconocer a Israel como una necesidad moral. En su propio relato histórico, el único Estado judío del mundo es otra empresa colonialista brutal y racista, que impone el apartheid y la masacre periódica a los palestinos mientras disfruta del apoyo de políticos y periodistas de los países occidentales de mayoría blanca.

Tampoco se trata de una percepción totalmente nueva provocada por figuras de la ultraderecha israelí que hoy invocan abiertamente la Biblia para justificar la masacre de civiles palestinos. Entre las comunidades que el pensador afroamericano W.E.B. Du Bois llamó “los pueblos más oscuros”, el argumento contra Israel siempre fue: ¿por qué los palestinos deben ser desposeídos y castigados por unos crímenes de los que solo fueron cómplices los europeos? Ya en 1945, tres años antes de que naciera el Estado de Israel, George Orwell señaló que “la cuestión de Palestina es en parte una cuestión de color”, en la que “un nacionalista indio, por ejemplo, probablemente se pondría del lado de los árabes”. De hecho, Mahatma Gandhi escribió en 1938 que, aunque preferiría que los árabes utilizaran métodos no violentos, no podía criticar, dado el apoyo británico a los colonos sionistas, “la resistencia árabe con todo en contra”.

A pesar de su acérrima enemistad, a finales de 1947, los nuevos Estados de India y Pakistán votaron en Naciones Unidas, junto con casi todos los países asiáticos, contra la partición de Palestina y la creación de un Estado judío. A medida que la descolonización cobró velocidad, casi todos los países asiáticos y africanos se negaron a establecer relaciones diplomáticas con el nuevo Estado. Los activistas afroamericanos por los derechos civiles, como Martin Luther King, Jr., Malcolm X, James Baldwin y Muhammad Ali, o los líderes antiapartheid como Nelson Mandela, siempre vieron a los palestinos como espíritus afines. El propio Israel no dejó que la “cuestión de color” se desvaneciera apoyando a Francia contra los anticolonialistas argelinos, ocupando Cisjordania en 1967 y desarrollando estrechas relaciones con el régimen del apartheid en Sudáfrica.

A nadie le puede extrañar que, mientras Alemania prohibía las manifestaciones propalestinas a partir del 7 de octubre, el Ministerio de Asuntos Exteriores sudafricano criticara a Israel por “la ocupación ilegal de tierras palestinas, la continua expansión de los asentamientos, la profanación de la mezquita de Al Aqsa y los Santos Lugares cristianos y la opresión incesante del pueblo palestino”. Ni que el famoso futbolista franco-argelino Karim Benzema o el escritor afroamericano Ta-Nahisi Coates apoyen abiertamente a los palestinos.

La historia es siempre un choque entre relatos en los que las personas aspiran a reconocerse. Nuestro relato preferido sobre el pasado nos orienta hacia el mundo tal como es, nos ofrece un lugar y una identidad y explica a grandes rasgos nuestras sensaciones de posibilidad. El relato de la descolonización es cada día más seductor porque su ideal de justicia y dignidad para los pueblos no blancos sigue sin hacerse realidad, ni en Estados Unidos y Europa ni en los rincones más remotos de Asia y África. Prueba de su éxito es que los gobiernos represivos de Arabia Saudí y Turquía, hasta anteayer ansiosos por hacer negocios con Israel, no han tenido más remedio que volver a unirse a la causa de los palestinos.

El año pasado, el presidente ruso Vladímir Putin denunció ampliamente las depredaciones históricas de Occidente en India, China y otras partes de Asia y África, y presentó (absurdamente) a Rusia como líder de una alianza anticolonial mundial contra un Occidente “racista” y “neocolonial”. China también ha adoptado una oportunista postura antioccidental. Tanto Putin como Xi Jinping reconocen hasta qué punto, en los últimos años, las calamitosamente fracasadas guerras occidentales en Afganistán, Irak, Libia y Yemen y el “apartheid en cuestión de vacunas” ejercido por los países ricos de Occidente durante la covid-19 han reducido la credibilidad moral de Occidente. El hecho de que Occidente ofrezca una generosa hospitalidad a los refugiados ucranios mientras construye muros y vallas, y soborna a déspotas, para mantener alejadas a las víctimas de piel más oscura de sus propias guerras, es una confirmación más de su hipocresía.

La gran narrativa de la descolonización deriva de la experiencia histórica de impotencia y humillación que ha vivido gran parte de la población mundial. En comparación, el relato emanado de la Shoah parece mucho más endeble: al fin y al cabo, Israel es la principal potencia militar de Oriente Medio y cuenta con sólidos apoyos entre los países más ricos y poderosos del mundo. El otro gran punto débil del relato con el que Israel intenta legitimarse es que la conmemoración de la Shoah es un acontecimiento relativamente reciente y limitado a una zona geográfica. Como argumentó Tony Judt en Postguerra, la Shoah no pasó a ser un relato fundacional de Europa hasta después de la creación de la UE que le permitió invalidar varios relatos nacionales enfrentados y poco fiables.

Después de 1945, todo el mundo sabía que el régimen nazi alemán y sus colaboradores europeos habían asesinado a seis millones de judíos, pero durante muchos años tuvo escasa resonancia política e intelectual. Es bien sabido que Si esto es un hombre, de Primo Levi, el libro de memorias más impresionante de todos los que se han escrito sobre la vida en un campo de concentración nazi, se encontró con el rechazo de Natalia Ginzburg, que entonces trabajaba en la editorial izquierdista Einaudi. No empezó a ser un libro muy leído en Italia hasta finales de la década de 1950; y no tuvo verdadera difusión en Estados Unidos hasta veinte años después.

Por supuesto, muchos pueblos europeos tenían buenos motivos para no pensar en la Shoah: no solo los alemanes, que al principio se centraron en su propio trauma, causado por los bombardeos y la ocupación por parte de las potencias aliadas y su expulsión en masa de Europa del este. Francia, Polonia, Austria y los Países Bajos, que habían estado muy dispuestos a cooperar con los nazis, prefirieron construir su propia identidad nacional sobre la base de su “resistencia” a Hitler.

No obstante, mucho después del final de la guerra seguía habiendo demasiadas realidades incómodas. Alemania tenía a dos antiguos nazis como canciller y presidente. El presidente francés François Mitterrand había trabajado en el aparato del régimen de Vichy. En 1992, el presidente de Austria, el país que con más firmeza defiende hoy a Israel, era Kurt Waldheim, a pesar de las pruebas que demostraban que había participado en las atrocidades nazis. (España es una excepción a esta dialéctica europea de olvidar a conveniencia y conmemorar de forma obsesiva la Shoah, puesto que estuvo aislada por la Guerra Civil y más tarde absorta en el franquismo y la transición a la democracia. Y junto a Irlanda, otra excepción, es el país europeo que más simpatiza con los palestinos).

En Estados Unidos, donde Israel cuenta con el apoyo de una extraña mezcla de evangelistas apocalípticos cristianos y demócratas laicos, la mayor parte de la población tuvo su primer atisbo de las atrocidades cometidas en Europa gracias a una sensiblera serie de televisión emitida a finales de los años setenta, Holocausto. Incluso en Israel, la Shoah solo se empezó a conocer fuera de la pequeña comunidad de supervivientes después del juicio de Adolf Eichmann, en 1961. Saul Friedlander, el principal historiador de la Shoah, recuerda en sus memorias que los académicos desdeñaban el tema y lo dejaron en manos del Centro de conmemoración y documentación Yad Vashem. El país se había construido alimentándose de mitos sobre el heroísmo judío y las historias de impotencia y rendición ante el exterminio no formaban parte de esa imagen.

En décadas recientes, el miedo a perder lo que Israel ha robado a los palestinos y el odio y la venganza de los desposeídos han hecho que sus habitantes hayan recurrido cada vez con más fuerza al relato de la Shoah. El imperativo de la seguridad nacional frente al odio y la venganza de los desposeídos prevalece sobre todo: no solo sobre la flagrante corrupción financiera y sexual de casi todos sus grandes dirigentes, desde Shimon Peres y Ariel Sharon hasta Moshe Katsav, Ehud Olmert y Benjamin Netanyahu, sino también sobre las alianzas cada vez más estrechas de Israel con partidos y movimientos de extrema derecha e incluso antisemitas de distintos países, desde Hungría hasta Estados Unidos.

Friedlander se fue de Israel, en parte, porque no soportaba que la Shoah se utilizara “como pretexto para tratar con dureza a los palestinos”. Muchos otros supervivientes y testigos de la Shoah han advertido sin cesar sobre el declive de Israel, que ha pasado de encarnar la virtud moral a ser una potencia colonialista despiadada. En 1982, mientras el ejército israelí supervisaba las matanzas en varios campos de refugiados palestinos en Líbano, Primo Levi advirtió: “Israel está cayendo rápidamente en el aislamiento total. … Debemos ahogar el impulso de solidaridad emocional con Israel para razonar con frialdad sobre los errores de la actual clase dirigente israelí. Deshacernos de esa clase dirigente”.

No debe caber duda de que la solidaridad occidental con Israel se debilitará a medida que el régimen de fanáticos religiosos de Netanyahu mate a más niños en Gaza al tiempo que invoca el Antiguo Testamento y el terrorismo vuelva a estallar en las calles occidentales y a envenenar la coexistencia racial y religiosa en unas sociedades irreversiblemente diversas. Entonces, el relato de la Shoah tendrá menos partidarios. La generación joven que está incorporándose a la vida intelectual y política en todo el mundo ya ha empezado a juzgar a Israel por sus acciones y no por su misión histórica de redención judía. Y China y Rusia están cada vez más cerca de la victoria en su guerra de propaganda global, que presenta a los países occidentales ante el resto del mundo como brutos racistas e hipócritas.

Resulta trágico que el primer Estado judío, creado para la seguridad de los judíos, se encuentra hoy en el lado equivocado de la “cuestión del color” y, en consecuencia, más aislado e inseguro que nunca. Desde luego, ni intensificar la persecución de la gente de piel oscura dentro de sus fronteras ni establecer alianzas con los supremacistas blancos en el extranjero contribuye a asegurar el futuro de Israel. Porque el acontecimiento fundamental de nuestra era sigue siendo la derrota del colonialismo occidental, acompañada de una reafirmación política e intelectual cada vez mayor en pueblos explotados, marginados y silenciados durante mucho tiempo por regímenes racistas.

Quizá hoy sea imposible de imaginar, pero Israel solo podrá garantizar la paz y la estabilidad si hace realidad la promesa de la descolonización: si desmantela los últimos puestos avanzados del colonialismo racista en Cisjordania y Gaza, y facilita el desarrollo de un Estado palestino en el que deje de ser posible para las organizaciones nihilistas aprovecharse de la miseria y la desesperación.

La alternativa es demasiado desoladora: Israel insistiendo en presentarse como víctima incluso mientras comete un genocidio con la ayuda de las armas y el dinero estadounidenses, mientras judíos y musulmanes de todo el mundo quedan a merced de prejuicios asesinos.

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