Desenlace constitucional: seguirá en duda la gobernabilidad democrática
Noviembre 1, 2023

 

Los problemas que afectan a la democracia contemporánea, y su persistente retroceso en el mapa mundial de los regímenes políticos, ha dado lugar a una disputa de interpretaciones.

Por un lado, se atribuye la decadencia de las democracias liberales a cambios en la opinión pública, la que estaría perdiendo confianza en las instituciones democráticas, el poder del voto, los partidos y el Parlamento, al mismo tiempo que incrementando su preferencia por líderes populistas, regímenes iliberales y autoritarios y líderes carismáticos y rupturistas.

Por otro lado, aunque más en sordina, se explica la erosión de la democracia por los desarreglos, la polarización y la inefectividad de las élites, en particular aquellas que dirigen la esfera política.

Por mi parte, desde hace tiempo vengo subrayando los déficits de nuestra propia élite política -a todo lo ancho del arco ideológico- como la causa principal de la crisis de  gobernabilidad de la sociedad chilena y el deterioro de la confianza en la democracia (la primera vez en 2015 y luego, en tiempos más recientes, aquí).

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El proceso constitucional en curso, inaugurado hace cuatro años bajo condiciones de cuasi-colapso del gobierno y del Estado de derecho, es sin duda la mejor demostración del fracaso de estas élites. La Convención Constitucional de 2021-2022 representó un verdadero juicio político a las élites chilenas de los últimos 30 años. A la vez, escenificó la emergencia fugaz de una nueva élite popular, de izquierdas, de inspiración octubrista e ideología que mezclaba elementos comunistas, socialistas, comunitarios, de pueblos originales, decoloniales, feministas, ecológicos, de derechos sociales universales, latinoamericano-populistas y del buen vivir. Todo esto entreverado con elementos de crítica radical (destituyente) del capitalismo neoliberal, la globalización, el Estado securitario, la estética burguesa, la normalidad cotidiana, las Fuerzas Armadas y de Orden, los procesos industriales, el extractivismo, y las jerarquías y asimetrías sociales de cualquier naturaleza.

Esa verdadera eclosión de lenguajes y símbolos, de visiones de mundo y nuevas estéticas, de romanticismo revolucionario y poder popular emergente tuvo, sin duda, sus días de gloria en torno al 18-O; en la hora de los hornos sólo se ha de ver la luz, escribió José Martí y repitió ante las Naciones Unidas el Che Guevara,

Mirado desde el punto de vista que aquí interesa, aquel acontecimiento constituyente fue una reacción antidemocracia-liberal, anti-moderna, anti-burguesa, anti-comercial y contraria al conjunto de las fuerzas políticas establecidas. A su interior, incluso el FA y el PC, y para qué decir la centroizquierda socialdemócrata y socialcristiana, quedaron subordinadas a las listas del pueblo y optaron por someterse al ideario y a la fraseología de la izquierda extrema o ultraizquierda.

Al punto que este sector sencillamente dejó fuera de la mesa de discusión, negociación y decisión a las derechas, considerando que ellas habían sido barridas por el viento de la historia.  No solamente fue un error. Fue, además, una momentánea ceguera sociológica; creer que en Chile habían desaparecido el sentimiento nacional, el pueblo conservador, el trasfondo moral evangélico, las tradiciones locales. Y, sobre todo, los poderes fácticos.

En breve, las izquierdas -con pocas excepciones- imaginaron que con la nueva subjetividad que supuestamente había eclosionado con el estallido social, el país estaba (¡por fin!) maduro y demandaba el comienzo de una real ruptura democrática. A diferencia de la transición democrática que Chile había vivido a la salida de la dictadura, este nuevo proceso cambiaría el rumbo, el paradigma y la trayectoria de la sociedad.

Toda esta construccion, un verdadero delirio ideológico -confusión mental caracterizada por alucinaciones, reiteración de pensamientos absurdos e incoherencia, según la RAE- se vino abajo estrepitosamente el 4-S, cuando más de dos de cada tres chilenas y chilenos rechazaron la propuesta de la Convención Constitucional, apoyada además por el gobierno, el FA y el PC, y una parte significativa del Socialismo Democrático.

De esta manera, las élites de izquierda, viejas y nuevas, reformistas y extremas, del gobierno y la Convención, acabaron la primera fase del proceso constituyente arrinconadas, desprestigiadas y fuertemente golpeadas.

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En cambio, las derechas -con sus cuatro figuras partidarias- salieron fortalecidas el 4-S. Desde ese momento, mantienen el control de la agenda comunicacional, del proceso parlamentario y de la opinión encuestada, amén de haber consolidado su ventaja electoral.

Por el contrario, la idea de que la opinión pública había mudado geológicamente hacia las izquierdas en torno al 18-O, no pasaba de ser un invento de encuestadores, opinólogos y catedráticos (estamento al que también yo pertenezco) equivocados. Al contrario, su brújula había girado visiblemente hacia las prioridades de la seguridad, la salud y la previsión. Se mantenía crítica frente al gobierno, impaciente frente al discurso woke de las izquierdas y apegada a las exigencias de orden, protección y apoyo material.

Dentro del frente de las derechas, fue el Partido Republicano -su expresión más conservadora, gremialista, algo nacionalista, católica y de mercados desregulados, todo esto en la tradición del pensamiento de Jaime Guzmán- el que asumió el mando del sector. No sin astucia impuso su diseño político-constitucional, securitario, valórico y polarizante a Chile Vamos (UDI-RN-Evópoli), imprimiendo así su propio sello y estrategia al conjunto.

De modo que también aquí fue una élite parcialmente renovada, alejada ideológicamente del tronco del piñerismo, generacionalmente de recambio, la que después del 18-O condujo la reconstrucción de la derecha. En efecto, detectó acertadamente algunas tendencias de fondo en el estado de ánimo, emociones y anhelos de las masas, golpeadas por la pandemia, confundidas frente a un gobierno y a una izquierda radicalizada en sus lenguajes y propuestas, y agobiada por la inseguridad y la incertidumbre económica.

En vez de comprometerse a fondo en el terreno de la lucha ideológica en que la Convención Constitucional planteaba el conflicto con la derecha, los republicanos tradujeron ese clivaje en términos de guerra cultural entre tradición y revolución, orden y anarquía, autoridad y desorden, izquierda woke y derecha del sentido común. Y como una reacción contra la ineficacia del gobierno Boric, su lejanía respecto de los sentimientos y necesidades de la gente y su acompañamiento de esa suerte de carnaval constitucional en que acusaban -no sin cierta razón- había devenido la Convención Constitucional.

Al final, la derecha -conducida por republicanos- acertó con esa definición del campo de batalla. Dejó que las izquierdas, incluso su parte moderada, quedaran aisladas tras la propuesta refundacional y maximalista de la Convención, al tiempo que invitaba a compartir su rechazo a todas las agrupaciones y personalidades de centro. Al final, este bloque se expandió hasta congregar a casi las dos terceras partes de los participantes en el plebiscito del 4-S.

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Desde ese momento, además, la derecha en su conjunto quedó a cargo de la segunda fase del proceso constitucional, respecto del cual los republicanos se mostraron inicialmente contrarios. El diseño de esta fase, por laberíntico que pareció al comienzo, sin embargo resultó favorable a los intereses políticos de la derecha, como quedó patente posteriormente. Al frente encontró escasa resistencia. Un gobierno confundido y consumido por la continua administración de crisis. Y unas izquierdas puestas a la defensiva y cruzadas por diferencias intestinas.

Esa victoria republicana-derechas le entregó a este sector, asimismo, la responsabilidad sobre el resultado de la segunda fase a través de su mayoría en el Consejo Constitucional y del texto que será sometido a plebiscito el 17 de diciembre próximo.

Gruesamente, en el Consejo la derecha debió optar entre aceptar el texto elaborado por la Comisión Experta (con miembros repartidos por mitades entre derechas e izquierdas), limitándose a introducirle ajustes menores y de forma. O bien, reelaborar dicho texto, incorporando enunciados decisivos que expresaran la visión de mundo y elementos de política pública en materias morales y del modelo de desarrollo del país propias de la derecha hegemonizada por republicanos.

La primera opción tenía asegurado el apoyo de todas las fuerzas -desde la UDI al PC, incluyendo al gobierno Boric- como se volvió evidente desde el instante mismo en que se dio a conocer el texto acordado por los expertos. Pero no contó con la conformidad de republicanos que, en cambio, aspiraban a una Constitución que se acomodara a sus propias ideas y del resto de las fuerzas de derecha.

Efectivamente, republicanos, contando con mayoría en el Consejo Constitucional, decidieron tempranamente imprimir al texto su propia impronta conservadora, de seguridad y libre mercado, con suficientes señas de identidad que posteriormente hicieran posible a la derecha recorrer el país a favor del texto.

Es lo que está ocurriendo, precisamente, en estos días. Igual como antes había ocurrido con el texto impuesto por la mayoría de las izquierdas en la Convención. Sólo que ahora el mismo diseño se ejecutaba con más estilo, mejores formas, con guantes de gamuza y un sentido burgués más civilizado de la política. El resultado era equivalente, sin embargo: los que no pensaban como la mayoría fueron elegantemente excluidos de la mesa de decisiones y sus reclamos (de arrepentidos a veces) desoídos. 

Según ratificó en una entrevista en Radio Duna la principal figura republicana del proceso constitucional, Luis Silva, quien acostumbra a transparentar lo que piensa realmente, esta “no es una Constitución de los Republicanos, no es una Constitución en la que se estén jugando los principios de Republicanos, sino que (una) en la que nos estamos jugando un proyecto de país”. Tal es, exactamente, la última ratio de este texto; consagrar un proyecto de país, igual como la Constitución de 1980 fue el proyecto de país de Jaime Guzmán, la UDI y la dictadura cívico-militar.

A continuación, precisó: “Entendiendo que una Constitución nunca va a satisfacer a todo el arco político, ciertamente esta es una Constitución que está más cómoda desde la centroderecha hacia la derecha, que desde la centroderecha hacia la izquierda”. En efecto, la derecha ha salido desde todos lados -de Sichel a Matthei, de Evópoli a la UDI- a reclamar este texto como propio y a proclamar su comodidad con él.

En fin, a juicio del consejero republicano Silva, el hecho de que el texto propuesto exprese una melodía grata a los oídos de la derecha es una característica “evidente y simplemente refleja lo que fue la votación del 7 de mayo”, día de la elección de los consejeros constitucionales, donde Republicanos y la derecha en su conjunto, obtuvieron un aplastante triunfo electoral (64% y el Partido de la Gente 5%). Retomando el mismo argumento hecho por la izquierda extrema en tiempos de la Convención, el consejero Silva explica: “No hay que olvidar que la configuración del Consejo Constitucional responde a un mandato electoral. Simplemente tratamos de reflejar con responsabilidad lo que la ciudadanía nos encomendó”.

Previamente, José Antonio Kast, jefe de los Republicanos afirmaba: “La propuesta de Constitución elaborada por el Consejo es un buen proyecto para Chile, mejor que la Constitución vigente, y representa una oportunidad inmejorable para volver a reencauzarnos hacia el desarrollo”. Y, adelantando la estrategia de su partido para el próximo plebiscito, definía también el rol que debía jugar al oficialismo en su esquema (y hacia allá vamos): “La izquierda ya hizo un planteamiento y fue rechazado ampliamente el 4 de septiembre. Si alguien cree que la izquierda, a través de un pacto político, va a votar a favor de este proyecto modernizador, que da estabilidad política, que da seguridad y certeza jurídica, está muy equivocado. Es imposible que el PC y el FA voten a favor de este texto”.

Es decir, en vez de llamar a las izquierdas y su electorado, ni siquiera a sus expresiones más moderadas, a votar a favor del proyecto constitucional del Consejo, los llamaba, en cambio, a votar en contra. Efectivamente, a la estrategia de polarización requería alinear tras “su” propuesta a la derecha (e, idealmente, el centro) y, en contra, a las izquierdas.

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¿Acaso puede haber una evidencia más clara de que republicanos -seguidos ya sin un margen de maniobra propia por Chile Vamos- busca ahora forzar una confrontación ideológica a fondo con las debilitadas fuerzas de centro e izquierdas?

De hecho, las izquierdas y las agrupaciones de centro han sido puestas -por su propia mala conducción, incomprensión del estado de ánimo del país y la habilidad estratégico-táctica que han mostrado las derechas- en una posición de anticipada derrota.

Efectivamente, de ganar en diciembre el voto A favor, y aprobarse el texto con su proclamada melodía y letra de derechas, envuelta en una campaña polarizada de símbolos y emociones, la derrota de la izquierdaserá diez veces más resonante que la del 4-S. Será una derrota de esas que en el lenguaje de las izquierdas llamamos estratégica, histórica, hegemónica. La derecha habrá conquistado en las urnas una Constitución que las favorece y que gozará de legitimidad de origen.

La transición democrática, si se quiere, tendría un enésimo cierre; la Constitución de Pinochet, se diría, fue reemplazada por aquella de los hijos políticos de Pinochet. El gobierno y sus dos coaliciones experimentarían una nueva derrota, sin siquiera haberse percatado de cómo esto les ocurrió y cómo fueron puestas en esta posición insostenible, tras haber imaginado hace sólo cuatro años que el país estaba pronto para iniciar su refundación vía ruptura democrática.

En cambio, si la opción de las derechas no se impone en el próximo plebiscito, no habrá ganador alguno, pues las partes concurrentes saldrán todas desigualmente trasquiladas.

Es cierto, Kast y Republicanos pagarán el precio de la hubris (desmesura, orgullo, fatal imprudencia); habrán recibido lo merecido, pero seguirán en pie y parados en el mismo lugar de antes, en sintonía con la ola de fondo que recorre a parte del mundo y también a Chile fuertemente. Y acompañados simbólicamente por la Constitución de Pinochet inspirada por Guzmán y reformada por la Concertación, pero ahora ratificada indirectamente por el pueblo.

Las izquierdas no habrán ganado más que el rechazo, pues no habrán concurrido a la palestra plebiscitaria con ideas y proyectos, con una alternativa propia, con visión de mundo y de país, sino -forzadas por la polarización y por su propia confusión- con mero espíritu de negación y rechazo, desunidas, sin respuestas ni esperanzas de futuro.

Particularmente el gobierno aparecerá aún más arrinconado y a la defensiva, con su chasis de fuerzas reclamando para sí una inútil victoria. Y con Boric recordando, seguramente, las palabras atribuidas a Pirro tras la batalla: “Otra victoria como ésta y estamos perdidos”. Amén de que, en una jugada tragicómica de la historia, habrá finalmente conseguido legitimidad popular indirecta para una Constitución que -desde hace un cuarto de siglo- venimos procurando sustituir.

En su conjunto, entonces, la clase dirigente de la política, en sus expresiones de derecha, centro e izquierda, y en sus manifestaciones oficialistas y de oposición, aparecerá tras el 17-D como habiendo fracasado en el laborioso intento -de cuatro años de duración- por proporcionar una Carta Fundamental de base para la gobernabilidad del país. Pues ni con una nueva Constitución de Republicanos y la derecha, ni con la carta vigente de 1980 reformada, el país habrá accedido a una casa común.

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Volvamos ahora a la tesis inicial sobre las dos explicaciones respecto del deterioro y retroceso de las democracias en el mundo, usando a Chile como caso de estudio. Pues cada país vive en estas materias su propio drama, trátese de Argentina con Milei o de EE.UU. con Trump, de Italia o Hungría, de Nicaragua o Turquía.

En Chile, ¿qué ha influido más en el desgaste de nuestra democracia y las dificultades crecientes de gobernabilidad? ¿Una opinión pública crecientemente volcada hacia soluciones autoritarias o populistas o el mal manejo de sus élites políticas y demás grupos que inciden en la conducción de la polis?

Por lo pronto, cabe tener en cuenta las peculiares características del reciente proceso democrático chileno. Luego de casi dos décadas de dictadura, la sociedad chilena y sus grupos políticos dirigentes, encabezados por la Concertación, recuperaron pacíficamente la democracia en 1990, poniendo fin al gobierno cívico-militar de las derechas y transitando, pacíficamente también, hacia un orden de convivencia política democrática.

Desde entonces, el país ha mantenido vitalmente ese orden democrático junto con impulsar un extraordinario desarrollo de las condiciones materiales y culturales de la población durante casi 25 años. Asimismo, aseguró durante ese período una fuerte gobernabilidad basada en acuerdos y respaldada por la opinión pública, creándose un tejido social más abierto y participativo, aunque no necesariamente más solidario y fluido.

Posteriormente -durante los siguientes casi 10 años- aquel orden democrático se mantuvo en pie, vigorosamente en realidad vistas las adversas circunstancias, en medio de severas crisis y conflictos, incluido un relativo estancamiento económico, un estallido social, la pandemia del Covid, la interrupción de la normalidad cotidiana, una continua polarización ideológica de la clase dirigente y un cuestionamiento radical de las bases constitucionales de dicho orden.

Sin embargo, desde el fin del gobierno de Bachelet I, último de la Concertación, hasta ahora, a lo largo de las dos administraciones de Piñera, el gobierno de Bachelet II con la Nueva Mayoría entremedio, y en el de Boric de una manera más intensa, la gobernabilidaddel país se ha venido debilitando, erosionando, gastando.

¿La causa?

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Sostenemos que la principal falla de gobernabilidad es causada en Chile, sociológicamente hablando (según vimos aquí y aquí) por la inefectividad de las élites políticas para crear arreglos sostenibles de gobernabilidad.

De hecho, esta idea de que la democracia y su gobernabilidad fallan más “desde arriba”, en la esfera de las élites, que “desde abajo”, por la volubilidad del electorado y las tendencias de la opinión pública hacia regímenes iliberales y populismos de derecha e izquierda, encuentra hoy creciente audiencia.

Esto, a pesar de lo incómodo que resulta destacar el papel clave de las élites antes que exaltar a las masas, al pueblo, a los grandes movimientos sociales contenciosos, a la opinión pública o a los malestares y resentimientos de los sectores aplastados y postergados de la sociedad.

De hecho, la teoría de la democracia como un método para involucrar al pueblo en la selección de las élites fue formulada por Schumpeter en contraposición con la idea de que el método democrático serviría para dejar al pueblo decidir por sí mismo las cuestiones en litigio.

Según escribió en su libro Capitalismo, socialismo y democracia (1942), en un pasaje que hoy ciertas izquierdas woke cancelarían por “impresentable”, “la democracia no significa ni puede significar que el pueblo gobierne efectivamente, en ninguno de los sentidos evidentes de las expresiones ‘pueblo’ y ‘gobernar”. La democracia significa tan sólo que el pueblo tiene la oportunidad de aceptar o rechazar los hombres que han de gobernarlo. Pero como el pueblo puede decidir esto también por medios no democráticos en absoluto, hemos tenido que estrechar nuestra definición añadiendo otro criterio identificador del método democrático, a saber: la libre competencia entre los pretendientes al liderazgo, por el voto del electorado”.

Con el tiempo, la idea de la gobernabilidad democrática como indisolublemente ligada al comportamiento de las élites, se ha vuelto más sofisticada y adquirido sustento empírico. Así, un libro reciente de Larry Bartels se titula sin ambigüedad Democracy Erodes from the Top (Princeton University Press, 2023). Allí sostiene, en contra de la tesis de que la democracia falla por la base, debido a “malas actitudes, elecciones apresuradas o incumplimiento de sus responsabilidades ciudadanas” por parte del pueblo y la opinión pública, que se necesita, por el contrario, una “explicación elitista de la crisis de la democracia”.

De modo similar, previamente, tras examinar la crisis de más de una docena de democracias europeas y latinoamericanas durante el siglo XX, la investigadora Nancy Bermeo, hoy en la Universidad de Oxford, había concluido que “la culpa de la desaparición de la democracia recae mayoritariamente en las élites políticas” (Ordinary People in Extraordinary Times: The Citizenry and the Breakdown of Democracy, Princeton University Press, 2003).

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Chile, me parece, comprueba esta tesis.

Transversalmente, desde 2010 en adelante, los liderazgos han estado más preocupados de administrar sus cuatro años como incumbentes que de articular el tejido de instituciones, redes, instancias, ideas y dinámicas que conforman la gobernabilidad democrática en el seno de la sociedad y el Estado.

Cada cuatrienio, un nuevo gobierno (Piñera I-BacheletII-PiñeraII-Boric), con escasa rotación del líder principal, busca implementar abultados programas de cambio, con débil priorización, sin metas claras, con reducidas capacidades de gestión, recursos limitados y unas débiles tecnoburocracias estatales, frecuentemente enredadas por el clientelismo político-partidista.

La crucial cuestión de la gobernabilidad, en tanto, sólo aparece en momentos de crisis. Igual que la atención hacia los desafíos mayores que afectan a la sociedad, cuyos retos se esquivan, postergan y acumulan. Así ocurre con el crimen organizado que se vuelve cada vez más violento, la crisis de las pensiones sin solución, las largas colas para la atención de salud, el prolongado bajo rendimiento del sistema escolar, la multiplicación de los campamentos, la tramitación interminable de las inversiones, etc.

A lo anterior se agregan crisis previsibles e imprevisibles: la violencia en la Macrozona Sur, la revuelta de octubre de 2019, el ingreso de sucesivas olas de migrantes, catástrofes naturales, grandes incendios, narcoactividad crecientemente agresiva y los quiebres institucionales como el que desencadenó el proceso constitucional en curso, al cual confluyeron diferentes de los anteriores fenómenos.

¿Qué hicieron nuestras élites políticas frente a este último reto, sucesivamente una tras la otra?

Ya lo vimos. Plantearon, la izquierda primero, la derecha ahora, una carta fundamental programática, con molde ideológico y un particular modelo de sociedad, que cada una vierte en el lenguaje de su tribu, adorna con sus símbolos preferidos y acompaña con sus fórmulas mágicas de solución.

La izquierda de la Convención Constitucional creyó plasmar su sueño con palabras colectivamente construidas. “Esta propuesta constitucional que hoy entregamos”, dijo la presidenta de la Convención al finalizar su trabajo, “está llamada a convertirse en la base del país más justo con el que todas y todos soñamos», olvidando que más de la mitad del país había sido excluida de la construcción de dicho texto. A su turno, el vicepresidente del organismo anunció que “esta propuesta (…) es el resultado de un trabajo colectivo, de millones de personas que han aportado con sus conocimientos”. No eran pues las élites de izquierda -las listas del pueblo, los escaños reservados de los pueblos originarios, la alianza FA y PC y los demás grupos allegados- las que allí proponían su programa de refundación del país, sino los millones de personas que les habían conferido supuestamente un mandato de izquierdas.

Así nacía, de espaldas al pueblo electoral y de lo que mostraba la opinión pública encuestada, el nuevo Chile. En los primeros artículos de su Constitución, proclamaba la ideología que había inspirado las discusiones de la Convención. Chile era reconocido como un Estado social y democrático de derecho, plurinacional, intercultural, regional y ecológico. Una república solidaria con una democracia inclusiva y paritaria; con dignidad, libertad, igualdad sustantiva y una relación indisoluble con la naturaleza. Los derechos humanos individuales y colectivos serían en adelante el fundamento del Estado y la guía de toda su actividad. Su deber era generar las condiciones necesarias y proveer los bienes y servicios para asegurar el igual goce de los derechos y la integración de las personas en la vida política, económica, social y cultural para su pleno desarrollo.

Las derechas del Consejo Constitucional, encabezadas por republicanos harían, a su turno, un ejercicio similar durante la segunda fase del proceso constituyente que acaba de concluir. En vez de usar su predominio en la instancia encargada de elaborar el nuevo texto para concitar un apoyo de mayorías más amplias, escogió enmarcarlo dentro de su propia visión y perspectiva ideológica. En un extenso volumen con más de 200 artículos y más de 60 disposiciones transitorias, se contiene ahora la filosofía de esta élite de derechas que se siente llamada a restaurar el orden político moral de la nación sobre bases donde se conjugan autoridad y deberes, familia y libre opción de mercado, iniciativa individual y Estado subsidiario que ahora se entiende como solidario.

Así nacería, del mandato de sus propios electores, millones de personas, según ahora la derecha para sí (igual como hacía la izquierda ayer), el Chile de la dignidad humana inviolable donde las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos, cosa que, sabemos, sólo ocurre en el terreno encantado de la retórica constitucional. Desde ese malentendido, los autores de esta otra Constitución proyectan su propia visión y perspectiva ideológica. La familia es el núcleo fundamental de la sociedad; el Estado y la sociedad deben darle protección y propender a su fortalecimiento. A su vez, en esta versión ‘liberal’, el Estado social y democrático reconoce derechos y libertades fundamentales, deberes constitucionales, y promueve el desarrollo progresivo de los derechos sociales a través de instituciones estatales y privadas, con sujeción al principio de responsabilidad fiscal. Las agrupaciones que libremente surjan entre las personas gozarán de la adecuada autonomía para cumplir sus fines específicos que no sean contrarios a la Constitución.

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Se apruebe o no este segundo texto constitucional -inspirado más en el interés de contar con una democracia protegida de sí misma y de los grupos e ideologías que (supuestamente) la amenazan desde las izquierdas- su contribución a la gobernabilidad futura de la sociedad será seguramente escasa. Identificará con el orden constitucional sólo a una parte de la sociedad, igual como hizo la Constitución de 1980 y la propuesta anterior de la Convención Constitucional de izquierdas. Pero no al conjunto de las élites políticas que -como estamos viendo en estos días- continuarán separadas por una brecha ideológica alimentada por los últimos cuatro años de debate constitucional.

Igualmente, la ingobernabilidad de nuestra democracia seguirá arrastrándose y reproduciéndose a través de la guerra político-cultural entre las élites incumbentes y contendientes en torno al control de la Carta Fundamental. En vez de ofrecer un terreno común dotado con reglas para un fair play democrático, dicha carta continuará sirviendo como el bastión o la trinchera de un sector político contra el otro.

Al mismo tiempo, la sociedad -en su base y en su intrincado, diferenciado, movible y conflictivo tejido social- seguirá padeciendo la (mala) suerte de tener unas élites incapaces de gobernarla, mientras sus problemas continúan acumulándose.

 

 

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