Frente Amplio: renunciar a la esperanza
Agosto 23, 2023

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Hace rato que se ha vuelto evidente, tanto en Chile (ver aquí y aquí) como a nivel internacional, que las izquierdas han sido severamente sacudidas, fragmentadas, puestas a la defensiva y empiezan a quedar a la zaga de la historia, cuando todavía ayer se proclamaban -y eran vistas como- fuerzas de vanguardia.

Efectivamente, desde el colapso de la URSS, la gran revolución capitalista china iniciada por Deng Xiaoping, la transformación (capitalista igualmente) de Europa Central y del Este, y del hecho que, según un reciente informe, sólo uno de los 27 países de la Unión Europea puede calificarse hoy como de izquierda (España) y otros cuatro como de centroizquierda (Alemania, Eslovenia, Malta y Portugal), todo lleva a pensar que ese mundo de pensamiento, ideologías y representación político-cultural de izquierdas viene desmoronándose, pierde sus referentes históricos y carece (hasta ahora) de propuestas con posibilidad de alcanzar vigencia de cara al futuro.

A la par, los gobiernos que en América Latina se proclaman a sí mismos de izquierdas se distribuyen entre regímenes autocráticos-populistas impresentables (Cuba, Nicaragua, Venezuela), de centroizquierda estatista tradicional (Argentina, Brasil, México) o de las (autodenominadas) nuevas izquierdas (Bolivia, Chile, Colombia, Honduras y República Dominicana). Estos últimos, que podía esperarse fuesen portadores de futuro, sin embargo experimentan serias dificultades de gobernabilidad, sin haber podido constituirse (hasta ahora) en auténticas alternativas, con capacidad de ofrecer proyectos viables de desarrollo para sus respectivos países.

Más allá de estas agrupaciones y sus etiquetas, siempre fluidas y cambiantes, el hecho es que nos encontramos actualmente en la región con “un tipo de izquierda casi por cada país y en cada gobierno”, según comentaba el diario El País en marzo pasado. Aquí nos interesa estudiar el tipo chileno de nueva izquierda, su auge y caída.

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Efectivamente, también entre nosotros las izquierdas atraviesan por el mismo ciclo de profundos desarreglos, con sus varias vertientes de estatismo tradicional (estilo PC), un socialismo democrático cuya renovación se estancó hace ya una década o más (PS, PPD y otras vertientes de centro izquierda con origen en el PDC y el PR) y un dinámico espectro de nueva izquierda. Este último es nuestro objeto de atención.

Emerge con identidad propia bajo la forma de un Frente Amplio (FA) a inicios del año 2017, integrado por catorce partidos y movimientos políticos: Revolución Democrática, Partido Humanista, Partido Liberal de Chile, Partido Ecologista Verde, Movimiento Político Socialismo y Libertad (SOL), Movimiento Democrático Progresista, Movimiento Democrático Popular (MDP), Poder Ciudadano, Izquierda Libertaria, Izquierda Autónoma, Movimiento Autonomista, Nueva Democracia, Partido Igualdad y Partido Pirata.

Ese mismo año, según muestra la breve historia electoral del Frente, este participa exitosamente en la elección presidencial, obteniendo su candidata un 20% de los votos. A su turno, en las elecciones de diputados, senadores y consejeros regionales del año 2017, el Frente Amplio obtiene una participación de 16%, 11% y 12%, respectivamente, situándose como la principal fuerza política emergente del país.

Tras aquel primer año de intensas mediciones electorales, en 2018 el Frente Amplio experimenta una serie de fusiones, agregaciones y reordenaciones internas, quedando constituido básicamente en torno a tres ejes: Revolución Democrática (RD), Convergencia Social (CS) -con sus respectivos líderes, Giorgio Jackson y Gabriel Boric- y Comunes, junto a otros grupos con menor figuración.

Al siguiente año, a propósito del estallido social de 18-O de 2019 -con su doble cara de una revuelta social violenta y el despliegue de una sucesión de protestas masivas- el FA enfrenta la encrucijada entre prolongar el desborde institucional o buscar encauzarlo institucionalmente. Al final se impone esta última salida de la crisis que se materializa a través del Acuerdo Nacional del 15-N. Este fue suscrito por la mayoría de las fuerzas políticas de derecha, de centro y de izquierda, incluido el FA representado por RD y por Boric a título personal, mas sin la concurrencia de los demás grupos del Frente Amplio, ni del PC, ni de otras colectividades de ultraizquierda.

Esta circunstancia provocó la renuncia al Frente Amplio del Partido Humanista, Ecologista, Igualdad, Pirata, el Movimiento Democrático Popular y parte de Izquierda Libertaria, liderada por el alcalde de Valparaíso Jorge Sharp. Posteriormente, a fines de 2020, también el Partido Liberal de Chile acordó retirarse del Frente.

A continuación, sin embargo, en preparación para las elecciones de convencionales constituyentes, gobernadores regionales y concejales municipales de abril de 2021, el FA suscribe un pacto (AD, Apruebo Dignidad) con la coalición Chile Digno, Verde y Soberano, que agrupaba al Partido Comunista (PC), su socio dominante, con el Partido Federación Regionalista Verde Social y Acción Humanista, con el fin de conformar listas únicas de candidatos. Esta alianza, que perdura hasta hoy, reunió pues en un mismo cuerpo (AD) dos almas aparentemente ajenas entre sí; la de una nueva izquierda que buscaba encarnar una propuesta remozada, antiburocrática, postsoviética y liberal (en sentido posmoderno) y la de la vieja izquierda engastada precisamente en las antípodas.

Como sea, en aquellas elecciones el Frente Amplio obtuvo un importante respaldo de los votantes sorprendiendo por su buena performance. Según señaló un académico investigador, “entre las muchas sorpresas de la jornada electoral del 15 y 16 de mayo estuvo la robusta e inesperada performance electoral del Frente Amplio. Su alianza con el Partido Comunista en el pacto Apruebo Dignidad, le permitió alcanzar un significativo número de convencionales: 17 sobre un total de los 27 constituyentes electos por el pacto. Por su parte, el triunfo del dirigente social Rodrigo Mundaca en la Gobernación de Valparaíso y el paso a segunda vuelta de la dirigenta Karina Oliva en la Región Metropolitana, junto a los 132 cargos obtenidos en la elección de concejales y la docena de victorias a nivel alcaldicio -en comunas tan populosas como Estación Central, San Miguel, Maipú, Quilpué, Melipilla, Ñuñoa, Casablanca y Til Til-, dieron cuenta de un trabajo subterráneo de expansión territorial que terminó instalando a un numeroso contingente de cuadros intermedios en los gobiernos locales”.

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El ciclo electoral ascendente del Frente Amplio durante 2021 se cierra, primero, con la designación de su precandidato presidencial, Gabriel Boric, que -con un 60% de los votos- se impone en la elección primaria de AD al candidato comunista, el alcalde Daniel Jadue.

Convertido en candidato oficial de AD en las elecciones presidenciales, Boric obtiene un 26% del total de los sufragios, situándose en el segundo lugar de las preferencias y pasa a la segunda vuelta electoral. En esta, realizada el 19 de diciembre del mismo año, obtiene la primera mayoría con un 56% de la votación. Desde el 11 de marzo de 2022, entonces, el representante del FA (militante del partido CS), preside el gobierno de la República contando con el apoyo inicial de su propia coalición (AD) a la que posteriormente se agregará, en un segundo anillo, el Socialismo Democrático, integrado por el Partido Socialista de Chile, el Partido por la Democracia y el Partido Radical.

El rápido ascenso al poder del Frente Amplio, junto con el PC y sus satélites, y el apoyo del Socialismo Democrático, creó en el imaginario del sector, e incluso en medios de comunicación fuera de Chile, la idea (y alimentó la esperanza) de que aquí había aparecido una alternativa de auténtica renovación de las izquierdas en América Latina y más allá.

“Nuevo gobierno de Boric en Chile: un laboratorio de cambio social” titulaba Open Democracy, una plataforma medial internacional el 22 de marzo de 2022. El famoso periodista Jon Lee Anderson encabezada su artículo en el New Yorker con la siguiente pregunta: Can Chile’s young president reimagine the Latin American left? El diario El País encabezaba la información del triunfo del candidato del FA con “Boric gana las elecciones de Chile e impulsa una nueva izquierda en América Latina”.

En suma, como en esos días dirá J.P. Luna, reputado analista académico: “La llegada de Gabriel Boric y del Frente Amplio chileno al gobierno se ha transformado en la esperanza del nuevo progresismo latinoamericano, e incluso global. Se trata, sin duda, de una nueva izquierda, y no sólo en términos de recambio generacional: es feminista, promueve el multiculturalismo, combina una fuerte conciencia ambiental con la preocupación clásica por la equidad y la incorporación social de los sectores subalternos, y ha venido afirmando su fuerte compromiso democrático y con los derechos humanos, incluso en referencia a procesos ‘sensibles’ para las izquierdas como los de Cuba, Nicaragua y Venezuela”. Era la promesa de una cara nueva, la mejor, en el mundo de las izquierdas.

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Desde entonces han transcurrido casi dos años, la mitad del período de la administración Boric. Más allá de la retórica medial y de la simbología de la promesa, la pregunta que cabe hacerse a esta altura es, por consiguiente: ¿en qué consistió la propuesta del Frente Amplio? Y, enseguida, ¿representó un aporte a la renovación del pensamiento de las izquierdas?

Sin duda, fue una propuesta rica en significados: generacional, lo cual le otorgaba cierta frescura, un tono de novedad y la ventaja de no estar a la sombra de las viejas (y malas prácticas) de la política tradicional y no contaminada por una larga connivencia con el establishment; frenteamplista, que significaba, como vimos, la apuesta por una nueva izquierda, postguerra fría, libre de dogmas, sensible a los temas y los desafíos del siglo XXI; una izquierda originada en la movilización estudiantil protestataria, en sintonía pues con los malestares de la gente, rupturista, no de salón ni burocrática, no transaccional sino transformadora, de colectivos horizontales, antiautoritaria y alejada por igual del molde clasista-soviético-centralizado y de cualquier anarquismo encendidamente destructivo.

Se trataba, además, de una izquierda discursivamente refundacional, portadora de «nuevos paradigmas», con una ideología puesta al día, cuyo lenguaje se plasmó prontamente en la Convención Constitucional: aquel de un Estado social y democrático de derecho plurinacional, intercultural, plurilingüe, regional y ecológico y de una democracia solidaria, inclusiva, paritaria que reconoce como valores intrínsecos e irrenunciables la dignidad, la libertad, la igualdad sustantiva de los seres humanos y su relación indisoluble con la naturaleza.

Que, consecuentemente enarbolaba una pretensión de superioridad moral no sólo respecto de los últimos 30 años (aquellos de la Concertación), sino también respecto de las generaciones anteriores (del siglo XX, aquel de sus padres y abuelos) y de la historia larga de la nación con su acumulación de abusos, acosos, expoliaciones, explotaciones, obliteraciones y dominaciones, según quedó plasmado dramáticamente en los discursos de los convencionales en los días inaugurales de la Convención, donde la expresión de las identidades dañadas alcanzó su auge.

Esta propuesta de varias piezas ensambladas -cuya semántica e ideología quedaron retratadas en las discusiones, borradores y el texto votado por la Convención Constitucional con la activa participación del FA y el PC,  junto con una  versión más pragmática reflejada en un programa de gobierno dirigido a captar el voto más moderado de las izquierdas socialdemócratas y del electorado de centro- apuntaba efectivamente a levantarse como la plataforma de una nueva izquierda nacional pero con la secreta esperanza de alcanzar resonancia latinoamericana.

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Los elementos constitutivos de esa propuesta son básicamente tres.

Primero, una clara ruptura teórica con el marxismo-leninismo y su deriva hacia un discurso burocratizado, internacional, de guerra fría, partido-vanguardia del proletariado, Estado total y espíritu productivista (estajanovismo), estética del realismo socialista y control cultural por parte de los “ingenieros del alma”, según interpeló Stalin a los artistas del régimen.

En realidad, toda esa cultura revolucionaria que precede a la generación del FA aparece completamente ajena a las preocupaciones de éste. Su propia cultura revolucionaria, más corta, leve y menos dramática, es posterior a todo aquello que alimentó los debates de la izquierda del siglo XX: bolcheviques versus mencheviques, leninismo-trotskyismo-maoísmo, planificación central y abolición de los mercados, humanismo y terrorismo, socialismos reales e imperialismo soviético, equilibrio nuclear entre ideologías excluyentes, etcétera.

Digamos así: la cultura dirigencial de la generación del Frente Amplio es una cultura auténticamente post moderna (si acaso se acepta este oximoron, pues nada puede ser auténtico en dicha cultura que vive de citas y collages, de parodias e inventos, de realidad artificial y artificios de la inteligencia).

El propio Boric representa bien el giro posmoderno de la cultura revolucionaria. Efectivamente, sus marcadores intelectuales son los de un autoproclamado rebelde camusiano que, en diversos momentos, invoca o aparece asociado (en abigarrado collage) a los nombres de García Lineras, neomarxista-indigenista boliviano cuyas propias preferencias intelectuales, se dice, son Antonio Negri, Michael Hardt, Immanuel Wallerstein, David Harvey, Ernesto Laclau, Samir Amin, Boaventura de Sousa Santos, Enrique Dussel y Slavoj Žižek; Iñigo Errejón y Pablo Iglesias de Podemos, partido español  (hoy en descenso) «hermano» del FA; Manuel Castells, sociólogo español de la sociedad de la información; María Mazucato, economista de moda del Estado emprendedor y misional.

Es un grupo no muy grande y variopinto, pues el FA realistamente -en su cúpula- no parece tener sus propios ‘intelectuales orgánicos’ ni contar con referentes destacados en el mundo de las ideas. En parte esto se debe a su corta existencia pero, seguramente también, a su deseo de cortar amarras con la intelectualidad de las generaciones de izquierdas pasadas; sus padres simbólicos, a los que busca más bien eliminar.

Consultado Boric en una oportunidad sobre qué lecturas marcaron su interés por el servicio público, respondió: “La experiencia revolucionaria en Chile (documentos del MIR), textos de Gramsci y todo lo que he leído sobre Historia de Chile”. Su biografía registra regularmente, además, la influencia formativa del sociólogo de la UCH Carlos Ruiz, designado a veces como ideólogo o intelectual público del FA.

Con todo, es más probable que la principal base formativa de su Weltanschaung provenga, más bien, de poetas y literatos, de cuentos, crónicas y novelas, que es el universo de donde espontánea y a veces preparadamente emergen sus citas (Lihn, Mistral, Huidobro, Cardenal, Stella Díaz, Elvira Hernández).

Ariel Dorfman llega más lejos en su interpretación del filón lector y la visión política de Boric: “El disidente que ingresó al Palacio Presidencial en marzo del 2022 estaba decidido a llevar a cabo un programa político utópico e iconoclasta, impulsado por las recientes insurgencias ecológicas, feministas y LGBTI, así como por las luchas históricas de los trabajadores y los pueblos originarios. Pero también fue influenciado por una literatura polémica y profética creada por poetas y narradores marginales y subversivos (Pedro Lemebel, Germán Carrasco, Diamela Eltit, Elicura Chihuailaf, Griselda Núñez, Roberto Bolaño, Alejandro Zambra), para quienes el verso de Enrique Lihn de que ‘sobre Chile pesa una lápida’ (y que Boric declamó en las aulas del Congreso) personifica al país represor y atávico contra el que se rebelan”. Esta, en verdad, parece más posiblemente ser la ‘educación sentimental’ y el trasfondo cultural de su inserción en el mundo: “por allí pasa el hombre entre bosques de símbolos”.

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Segundo, un planteamiento de ruptura democrática que provenía de la doble inspiración del 18-O y el 15-N, y que hacía posible transitar -bajo la conducción del FA, se postulaba- desde un reformismo neoliberal y conservador, soft, continuista, de «tercera vía» socialdemócrata propio de la Concertación (que en este discurso incluía las dos administraciones de Piñera -o sea, los 30 años- hacia una suerte de reformismo revolucionario (otro oxímoron). Este, por el contrario, concibe cambios de paradigma en todos los frentes claves de la sociedad: bases constitucionales, matriz productiva, forma del Estado, régimen político, provisión de bienes públicos, derechos avanzados, igualdad de género, integración plurinacional, vinculación con la naturaleza y emancipación epistemológica.

Efectivamente, la idea de una ruptura democrática estuvo especialmente presente en los días del estallido social. Según exponía en ese momento un análisis proveniente de la órbita de Convergencia Social, el partido de Boric, “tal ruptura democrática no es un mero instante de violencia política popular, sino una red compleja de irrupciones que van desde lo reivindicativo hasta el control comunal de la fuerza productiva general de la sociedad. De allí entonces que la actual rebelión del pueblo chileno haya evidenciado que el peor quiebre de nuestra Democracia, ocurrido entre 1973 y 1990, no se puede superar mediante una mera transición gradual sin ruptura democrática efectiva. Solo tal ruptura democrática puede acabar con los cerrojos institucionales diseñados para perpetuar el modelo neoliberal actualmente impugnado”.

De suyo, la fórmula de una ruptura democrática, según muestra un estudio dedicado a este concepto, se popularizó en España entre 1974 y 1976, pero su connotación recorrería toda la historia del antifranquismo. Inicialmente sintetizaba la intención de liquidar la dictadura y abrir paso a un proceso constituyente. Pero, en el sentido que aquí interesa, constituye una reapropiación crítica, generacional, protestataria y post transicional hecha en España por el movimiento/partido Podemos a mediados de la década pasada, de donde luego será importada, recibida y reinterpretada en clave (utópica) por el proceso chileno posterior al estallido. Aquí servía para unir una dialéctica destituyente (el espíritu octubrista del 18-O) con el propósito constituyente (posterior al Acuerdo del 15-N, el espíritu noviembrista) que debía dar paso a una ruptura con la (semi) democracia, la transición y los 30 años de la Concertación, según el discurso del FA (y del PC) de esos días.

Con todo, la ruptura según la entendía el Frente Amplio se separaba nítidamente de la tradición revolucionaria bolchevique y se levantaba como un nuevo paradigma que operaría desde dentro del marco institucional. Pero no para contemporizar con él, como habría hecho la Concertación, sino para radicalizarlo y subvertirlo por la vía de un doble poder afirmado en la legitimidad del voto popular y una convención constituyente, por un lado, y, por el otro, por la movilización en las calles y el ejercicio de la democracia radical.

Aquel, puede decirse, fue el momento de máxima expansión del imaginario rupturista de la nueva izquierda que, en línea con las palabras del Presidente Allende, pensó estar a las puertas tras las cuales se abrían las grandes alamedas por donde pasaría el hombre libre para construir una sociedad mejor.

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Tercero, más en concreto, en cuanto a la perspectiva programática que acompañaría a esa refundación de la sociedad, o sea, la economía política del proyecto transformacional donde debían converger la nueva Constitución, el recién instaurado gobierno Boric y las grandes alamedas, el discurso oficial guardaba un resonante silencio. En efecto, como acaba de reconocer el ministro de Hacienda, “es cierto que en el programa de Gobierno se hablaba muy poco de crecimiento, prácticamente nada, se hablaba muy poco de inversión, de productividad, prácticamente no se trataban temas ligados al sector financiero, pero hoy día en todos esos temas se ha ido desarrollando agenda”.

Ese silencio se explica porque en el FA, al igual que en el resto de AD y en la ultraizquierda, como mostraron las deliberaciones de la Convención Constitucional, las preocupaciones de economía política tenían que ver, ante todo y exclusivamente, con las externalidades negativas del crecimiento, los daños medio ambientales, el extractivismo minero-industrial, la sumisión del trabajo al capital, la concentración de la riqueza, la masificación de las desigualdades y los desequilibrios y amenazas del capitalismo a nivel global.

Según informaba una nota de febrero de 2022 que daba cuenta de las deliberaciones de la Comisión de Medio Ambiente y Modelo Económico de la Convención Constitucional, “en ella se han aprobado propuestas que incluyen el rechazo a la economía de mercado en general, a los tratados de libre comercio, la anulación de concesiones, la estatización de la minería, la inclusión de bienes naturales comunes sin derecho a propiedad, la soberanía alimentaria para consumo interno, la derogación del Código de Aguas y el retiro del CIADI, entre otros”.

Al mismo tiempo, aquella Constitución refundacional consagraba un Estado social de amplísimos derechos cuyo costo fiscal total anual fue calculado en un rango de entre 8,9% (escenario bajo) y 14,2% del PIB (escenario alto), cifra incremental al gasto fiscal actual, correspondiente a una situación en régimen bajo el supuesto de una aplicación completa de la propuesta de nueva Constitución. Se confirmaba así que “no hay almuerzo gratis”.

Curiosamente, la élite del FA, aquella que llegó a instalarse con las más altas responsabilidades en la administración del gobierno, mostró tempranamente tener una visión puramente retórica del capitalismo y de la gestión del Estado, sin haber podido explicitar siquiera una rudimentaria estrategia de desarrollo para el país. Según resumía a comienzos del presente año un académico economista y administrador público, “todo parece indicar, por lo tanto, que el gobierno no cuenta con un modelo de desarrollo mejor que aquel que denostaron (sic). Al respecto, su dirección hasta ahora en materia económica es la de lineamientos generales (los de la economía verde, feminismo, fomento productivo, diversificación de la matriz productiva), que no ayudarán a revertir el escenario de pesimismo de los chilenos y chilenas”. La opinión pública encuestada concuerda. Según la más reciente encuesta del CEP (Nº 89, junio-julio 2023), un 60% de la población considera que la actual situación económica del país es mala o muy mala; un 34% estima que no es ni buena ni mala y solo un 6% considera que es buena o muy buena.

En el intertanto, la administración real de la hacienda pública y de la política fiscal ha estado en manos de un equipo heredero de las mejores tradiciones conceptuales, político-técnicas y de manejo de crisis de la Concertación, a cargo de una figura que representa el ideal de macromanagement de las finanzas públicas de esa cultura ocde-concertacionista y del reformismo socialdemócrata de tercera vía.

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En breve, resulta fácil ahora concluir que la propuesta frenteamplista que aquí hemos examinado ha venido desmoronándose gradual pero sistemáticamente desde el momento mismo de su acceso al gobierno en marzo de 2022.

De entrada quedó claro que no había un plan estratégico para los cuatro años de gobierno y que los socios principales de la coalición oficialista -FA y PC- tenían dispares diagnósticos, sensibilidades, ideologías y propósitos. El gabinete fallaba por el eje (ministerio del Interior) y se podía anticipar que el equipo político inicial no estaba en condiciones de hacer frente a un contexto hostil: tensiones en la coalición, inexperiencia de los altos cargos del gobierno, minoría oficialista en el Congreso, sociedad civil crispada, mala situación económica, violencia in crescendo en La Araucanía, criminalidad en aumento, una Convención Constitucional que contaba con el beneplácito y apoyo explícito del gobierno y del Presidente Boric, pero que se manejaba a sí misma como caja de resonancia de un constitucionalismo octubrista.

Al contrario, también desde el primer día del gobierno, el Presidente aparece con mayor conciencia de los límites de su poder y de la administración estatal del cambio, además de experimentar un temprano y rápido descenso de su popularidad en los sondeos de opinión. Por lo mismo, busca reducir el tono octubrista y subrayar los elementos noviembristas de su gobierno, sin perjuicio de ceder -a veces incluso con entusiasmo- a una suerte de ambiguo coqueteo con la simbología octubrista tan cara al FA y el PC. Su ministro de Hacienda se encarga, a la vez, de asegurar que bajo su responsabilidad en el cargo no hay espacio para iniciativas populistas y aplica un programa de austeridad fiscal. Se da así la paradoja que el manejo de la economía, en un tiempo muy turbulento, sea definitivamente el “principal logro del gobierno de Boric”, según señaló Javier Sajuria, académico de la Queen Mary University of London a la BBC Mundo al cumplirse el primer año de gobierno

El primer revés serio que experimenta el gobierno se produce, en efecto, en la esfera propiamente política de la gobernabilidad. El día 4-S la ciudadanía, convocada a aprobar o rechazar el texto de una nueva Constitución que alteraba radicalmente las bases de la organización de la nación y el Estado, primer paso hacia la ruptura democrática se pronuncia en contra por una contundente mayoría. Y propina así una derrota mayor al gobierno del FA.

Dos días después, el Presidente Boric realiza forzadamente su primer cambio de gabinete; ingresan nuevos secretarios de Estado a las carteras de Interior y Seguridad Pública, Secretaría General de la Presidencia, Desarrollo Social y Familia, Energía, y Ciencias, Tecnología, Conocimiento e Innovación. A la cabeza del gabinete se incorpora la ministra Carolina Tohá, anticipando una tendencia que luego se instalará de manera permanente en el gobierno, consistente en sortear las crisis y dificultades encomendando a figuras del Socialismo Democrático los cargos más delicados y decisivos de la administración. Acaba de ocurrir nuevamente a raiz del escándalo de las fundaciones con «fines de lucro», que hasta ahora ha afectado mayormente a RD, partido eje del FA, y al principal líder del discurso de la superioridad moral de su generación.

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De ahí en adelante el gobierno ha tenido que abandonar, cada vez más ostensiblemente, su propuesta refundacional maximalista y adaptarse al hecho de ser un gobierno de administración que, al mismo tiempo, se halla en minoría en el Congreso, en la calle, en la base de la sociedad civil, en las encuestas de opinión y entre los votantes, al mismo tiempo que se consolida (momentáneamente) una mayoría de derechas bajo la hegemonía (momentánea) de su sector más radical.

Así volvió a quedar en evidencia con ocasión de la elección de consejeros constitucionales realizada el 7 de mayo pasado para elegir a los 50 integrantes del Consejo Constitucional, organismo encargado en esta etapa de redactar un nuevo borrador de carta constitucional a partir de un texto propuesto por una comisión de expertos. En dicha elección, entre los votos válidamente emitidos se impuso ampliamente (56%) el bloque de la derecha encabezado por Republicanos, su sector más radical, mientras las izquierdas y el centro progresista obtuvieron 38% y otras fuerzas el 6% restante. Sorpresivamente, los votos nulos y blancos sumaron un 21% del total de la votación, dando una masiva señal de descontento a la clase política y todas sus fracciones.

De modo que no sólo la propuesta de la nueva izquierda frenteamplista ha sido derrotada en las urnas dos veces en el último año sino que, al otro lado del espectro, se ha consolidado (momentáneamente) una mayoría de derechas, ahora hegemonizada por su agrupación más extrema.

De otro lado, el gobierno ha debido hacerse cargo de una agenda cada vez más distante de aquella que se desprendía de su propuesta inicial. Bajo la presión de los problemas reales de la población, de las derechas, de los medios de comunicación y de la opinión pública encuestada, e incluso del Socialismo Democrático dentro del propio bloque oficialista, el Presidente Boric ha liderado ese inevitable giro hacia un «realismo con renuncia». Su curva de aprendizaje, como dije hace un tiempo, ha ido en ascenso, alejándolo cada vez más de su propuesta inicial, a pesar del escepticismo de diversos sectores de la oposición y de las resistencias al interior de la propia coalición oficialista. Políticamente hablando, su discurso se despliega ahora frente a otro país, distinto de aquel que lo eligió. Y, también el gobierno que preside es diferente de aquel que asumió el 11 de marzo de 2022.

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El relato oficial que Boric comunica desde el podio del gobierno ha dejado atrás, en casi todos sus componentes centrales, la propuesta utópico-refundacional; los ecos octubristas; la tesis de la ruptura democrática; la acerba crítica a la Concertación, sus figuras y obra; la descalificación de la historia larga de la nación; la desconfianza frente al libre comercio y sus tratados; las condenaciones ingenuas del capitalismo; las encendidas diatribas frente al modelo (neoliberal) y el entusiasmo con el «otro modelo» construido sobre un régimen de lo público; el rechazo escandalizado hacia cualquier avance de la sociedad civil, el sector privado o los mercados; las pretensiones de superioridad moral; el uso de la fuerza contra la violencia terrorista o, siquiera, su designación como tal; y, finalmente, la idea que el lugar natural que debía ocupar su gobierno (y él personalmente) era lado a lado con los gobiernos de las nuevas izquierdas de América Latina.

Hoy, de hecho, resuena casi irónicamente el título con que el diario El País saludó su asunción del poder en La Moneda: “Chile abraza la nueva izquierda latinoamericana” y la bajada proclamaba: “Boric llega a la presidencia como líder de una generación que promete enterrar definitivamente el legado de la dictadura”.

En efecto, las nuevas izquierdas latinoamericanas han corrido dispares fortunas y están lejos de converger en una comunidad ideológicamente cimentada. Basta mirar a los presidentes de esta supuesta ola que (tantas veces) se ha dicho recorrería a nuestra región: Arce en Bolivia, Castillo en Perú, Castro en Honduras, Fernández en Argentina, Lula da Silva en Brasil, López Obrador en México, Petro en Colombia, Tabaré Vázquez en Uruguay.

Igualmente exagerada resulta -a la luz de los hechos- la promesa de que el FA y Boric traían consigo la esperanza de “enterrar definitivamente el legado de la dictadura”. 

A cincuenta años del golpe que derrocó al Presidente Allende e instauró la dictadura, la verdad es que la derecha nostálgica y admiradora del dictador ha revivido y cuenta con más apoyo entre los votantes; los antiguos cómplices pasivos vuelven a callar; la sociedad civil se divide en torno a los motivos del golpe, sus antecedentes y efectos; la clase política se enrostra culpas mutuamente, reproduciendo conductas que hace medio siglo la precipitaron al abismo. En fin, la nación como comunidad imaginada permanece fracturada en la memoria y frente al futuro.

El Frente Amplio terminó discutiendo cómo refundarse a sí mismo, la nueva izquierda anunciada no llegó, su propuesta se malogró y sus promesas se desvanecieron en el aire.

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