Convención Constitucional: Perfiles de una cultura emergente
Octubre 6, 2021
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José Joaquín Brunner: Convención Constitucional: Perfiles de una cultura emergente

Qué duda cabe, dicho Reglamento —sus borradores, indicaciones, discusión y texto final— es el que mejor revela ese espíritu (neo)puritano de inquisición, supervigilancia, censura y castigo que inspira a la cultura emergente de la CC.

¿Qué cultura emerge dentro de una instancia política nueva, creada para definir la Carta Fundamental de una nación, como es el caso de la Convención Constitucional (CC) de Chile? ¿Qué valores y comportamientos asume tal colectivo? ¿Cómo se combinan en su interior las exigencias de legitimidad y efectividad? ¿Qué papel ocupan los elementos burocráticos (reglas y jerarquía), políticos (deliberación y negociación), tecnocráticos (especialistas y técnicos) y tradicionales (símbolos y narrativas) en la configuración de la entidad? ¿Qué principios y estándares proclama como orientadores de su trabajo? ¿Cuál es la imagen que el organismo busca proyectar hacia el exterior? ¿Cómo se relaciona con los demás poderes del Estado, con las organizaciones de la sociedad civil y con el electorado que finalmente debe aprobar su obra?

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En realidad, esa cultura de la entidad constituyente recién se halla en formación. Y todavía no alcanza un grado suficiente de consolidación. Así se muestra en las múltiples disputas aún no resueltas respecto a su propio origen, carácter, gobernanza y funcionamiento.

El origen de la CC, tal como lo entienden y expresan en sus relatos los propios miembros, es intensamente controvertido. Para unos (en el espíritu del 18-O), radica en el estallido social y el inevitable grado de violencia que lo acompañó y que sería necesario para transformar la sociedad. Para otros, en el acuerdo político-institucional (del 15-N) ratificado por una reforma constitucional y sancionado por un plebiscito. Este choque de relatos está en la base de la emergente cultura de la CC y, hasta ahora, no ha podido superarse. Es importante pues ambos relatos apelan a fuentes de legitimidad mutuamente excluyentes e inspiran visiones del organismo contrapuestas.

Como sea, esta dicotomía —origen social proto-revolucionario de la CC versus origen institucional reformista— late en una serie de otras dicotomías que se encuentran en la base de la cultura de la Convención: asamblea popular / convención constituyente, poder originario / poder derivado, soberanía completa / soberanía limitada, etc.

También las relaciones de la CC con los otros poderes del Estado aparecen tensionadas desde el primer día por esta ambigüedad no resuelta del origen y el alcance de las  competencias y funciones. En general, el vínculo de la CC, y de los convencionales, con la institucionalidad existente, que es también preexistente al 18-O y no fue abrogada por la revuelta, está puesto continuamente en entredicho por la cuestión del origen.

Según la tesis del octubrismo, la CC no puede reconocer superior jerárquico alguno pues ella encarna en plenitud la soberanía del pueblo, sin intermediaciones institucionales. Como si se tratase de un primer día roussenuniano, ahora empezará a escribirse el nuevo pacto social y político que instituirá, ab ovo, la institucionalidad política que regirá a la nueva sociedad. Por el contrario, según el espíritu del novembrismo, la elaboración de la nueva Constitución debe entenderse como un intento por renovar el orden hobbesiano de la sociedad, sin caer al abismo de la discontinuidad (quiebre) institucional.

Traducido a hechos de naturaleza existencial cotidiana, esa tensa relación entre dos autocomprensiones opuestas del status de la CC se hace presente en el trato que aspiran a recibir las y los convencionales de parte de la institucionalidad vigente pero desde ya derogada en la imaginación de algunos convencionales. En particular, aquel núcleo del Estado detentador del monopolio de la fuerza (“el Estado opresor es un macho violador”, según la contundente frase de ese imaginario).

¿Qué fueros aspiran a tener los convencionales, y esperan les sean reconocidos por Carabineros y la PDI en el ejercicio de sus funciones de orden y seguridad en las calles? Y, en otro plano distinto, ¿puede la CC determinar a su arbitrio el gasto del organismo y de sus miembros, sin someterlo a discusión con el Poder Ejecutivo o sin aceptar siquiera un marco presupuestario dentro del cual ejercer su autonomía de gobierno y administrativa? ¿Debe dar cuenta del uso de los recursos fiscales y con qué grado de detalle? ¿Debe la CC respetar la autonomía de los poderes del Estado o puede formularles sugerencias, peticiones o instrucciones en cualquier materia que decida abordar la mayoría de sus miembros?

En cada uno de estos asuntos es posible descubrir atisbos de la cultura que está gestándose en el seno de la CC, en medio de las discusiones, votaciones, tensiones y  conflictos entre sus corrientes internas, grupos diversos, liderazgos emergentes y variadas sensibilidades. De pronto, un hecho inesperado, que cabría denominar como de naturaleza no-propiamente-político —caso del convencional Rojas Vade, por ejemplo— abre una ventana hacia vistas que habitualmente están fuera de la escena pública, en el transfondo de ella, pero que revelan aspectos íntimos de esa cultura en formación.

¿Cómo reaccionan los convencionales frente a las fallas de comportamiento de uno de sus pares más  característicos? ¿Qué explicaciones esgrimen frente a la simulación y el fraude político? ¿Cómo se entiende, por parte de los diversos colectivos, la relación entre clase social y moral? ¿Qué pasa con los símbolos de la rebelión cuando en su propia base irrumpen las leyes de la sociedad del espectáculo? ¿Y qué efectos produce la caída de un ídolo, como alguien  bautizó a este drama, en la percepción de la opinión pública encuestada y, al interior de la CC, en el ánimo de su grupo más cercano (la Lista del Pueblo) y de aquellos más preocupados por la reputación de la entidad?

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La cultura de la instancia constituyente se ha caracterizado además, en esta etapa inicial, por el fuerte impulso dado a los procesos burocráticos. La racionalización formal-legal del organismo se impone, en efecto, como un imperativo desde su nacimiento, del cual depende su subsistencia y desarrollo. En general, los observadores externos —la verdadera red de iniciativas personales, grupales y organizacionales de interés periodístico, académico y político, surgida a la sombra de la CC para hacer su seguimiento y análisis, un hecho que por sí merecería analizarse— coinciden en señalar que la Convención ha desplegado un intenso ritmo de producción de reglas. Se habla incluso de alta productividad, desempeño sorprendente, serio esfuerzo, encomiable dedicación, y de un importante grado de perseverancia, foco y atención puestos en la tarea.

En breve, se aplaude, en el caso de la CC, la instalación de una cierta ética del trabajo que, a diferencia de lo ocurrido en el capitalismo inicial norte-europeo (siglos XVIII y XIX) donde esa ética productividta se habría formado bajo el influjo del protestantismo, el calvinismo y el puritanismo, aquí, en cambio, reflejaría un compromiso con valores públicos de cumplimiento de la misión, vocación de servicio y fidelidad al encargo del mandante, o sea, el pueblo soberano.

Menos se habla, sin embargo, del diseño burocrático ampliado, proliferante y expansivo que parece animar a la cultura de la CC, al menos en su etapa temprana. Una mesa con múltiples cargos, numerosas comisiones, cientos de reglas. Allí donde se contemplaba un reglamento general que fuese funcional para asegurar el trabajo de generación de las normas constitucionales, aparecen ahora varios reglamentos, con una retórica de principios y aspiraciones junto con abundantes reglas de procedimiento y comportamiento, muy por encima del mínimo necesario. La frondosidad legislativa suele esconder la ilusión de que la realidad social es moldeable y controlable por la palabra, creencia que bien podría trasladarse mañana al propio texto de la propuesta constitucional. Terminaríamos entonces con una gran cantidad de artículos constitucionales y una voluminosa Carta, parecida a la de otras tantas Repúblicas latinoamericanas.

Los excesos de la burocratización normativa suelen acarrear consigo problemas de coordinación. Pronto, en medio de un bosque de normas y de múltiples instancias generadoras de reglas, la organización pierde coherencia y la acción se traba y vuelve invconsistente. Como señala Patricio Fernández, convencional que se cuenta, a la vez, entre los mejores cronistas de la plaza, “Lo cierto es que uno de los errores del período que termina, fue la falta de coordinación entre las comisiones de instalación. Costaba mucho saber qué ocurría en las que uno no participaba, y la muy desigual integración de todas ellas -talentos y energías no quedaron bien barajados- ayudaron a concentrar las desmesuras: comisiones que tenían por objetivo solucionar capítulos del Reglamento General, llevaron a cabo verdaderos tractatus o cuerpos normativos que fueron muchísimo más allá del encargo”.

Puede ser que esa pasión reglamentaria obedezca también al intento de una instancia que pretende crear una institucionalidad nueva desde el huevo (ab ovo), inventándola sobre una hoja en blanco, sin dejarse perturbar por las ruinas del pasado. Tan desmesurado deseo obligaría a producir, antes siquiera de entrar a discutir los pilares sustantivos de la nueva Constitución, un verdadero andamiaje de normas de conducta y guías orientadoras, inventándose un encuadramiento allí donde no existen precedentes ni se cuenta tampoco con el recurso a lideres carismáticos.

En efecto, unos y otros están ausentes de la emergente cultura convencional; éstos, los líderes, por ir en contra del igualitarismo que impide o dificulta reconocer jerarquías de mérito o de experticia o de habilidades especiales, a pesar del constante empeño de la prensa por identificar a quienes mandan o sobresalen dentro de la asamblea; aquellos otros, los precedentes, por la pulsión subyacente en la gran mayoría de los convencionales que desea partir de cero.

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El reglamentarismo, como empieza a percibirse desde ya, refleja igualmente una cierta ideología puritana, pero no aquella que busca producir obras al máximo para salvar el alma, sino la de imponer un código moral que enmarque firmemente la verdad frente a lo falso, lo correcto frente a lo incorrecto, lo humano y bueno y bello frente a sus opuestos negativos: lo inhumano, malo y feo. Piénsese que la CC aprobó para sí misma, y para todos quienes entran en contacto con ella, un reglamento que parece apuntar a la salvación del alma de sus miembros, llamado superlativamente: reglamento de ética y convivencia; prevención y sanción de la violencia política y de género, discursos de odio, negacionismo y distintos tipos de discriminación; y de probidad y transparencia en el ejercicio del cargo.

Qué duda cabe, dicho Reglamento —sus borradores, indicaciones, discusión y texto final— es el que mejor revela ese espíritu (neo)puritano de inquisición, supervigilancia, censura y castigo que inspira a la cultura emergente de la CC, en cuanto a los aspectos de orden, pureza, higiene ideológica, inquisición y limitada visión de las libertades de los convencionales y del pluralismo de un órgano deliberativo. Según expresa gráficamente el convencional Fernández, ya citado, la comisión que redactó este Reglamento, “como incluso buena parte de sus miembros reconocen para callado, ‘se pasó varios pueblos’ y terminó estableciendo un código de comportamiento casi tan extenso como el Reglamento General y, aunque el pleno corrigió varios de sus excesos -la obligación de actuar con ‘fraternidad y sororidad’, por ejemplo-, no consiguió quitarle del todo ese aire totalizante, inquisidor y monástico, muy ajeno al ejercicio político, democrático y liberal de un proceso constituyente que apenas durará un año”.

Contempla este código orwelliano “mecanismos para prevenir, conocer y sancionar las infracciones a los principios de ética, probidad y transparencia, interculturalidad y perspectiva de género, así como también las vulneraciones a los principios de tolerancia, pluralismo y fraternidad, sin perjuicio de otros principios que consigne este reglamento”. Será aplicable “a las y los convencionales constituyentes, asesoras y asesores debidamente acreditados ante la Convención, funcionarias/os, trabajadoras/es y colaboradores de la Convención”. Big brother preside la escena.

Con base en una estricta moralidad de principios, se enuncian allí aquellas normas  que regirán la conducta y motivaciones de los convencionales y demás personas sujetas a este código disciplinario:

  • Principio de ética en el ejercicio del cargo;
  • Principio de probidad;
  • Principio de transparencia;
  • Principio de igualdad, prevención y sanción de distintos tipos de discriminación (“al respecto, [los convencionales] deberán abstenerse de realizar actos de distinción, exclusión o restricción basada en motivos de raza, etnia, nacionalidad, situación socioeconómica, idioma, ideología, religión, género, orientación sexual, identidad o expresión de género, edad, apariencia personal, enfermedad, discapacidad o diversidad funcional, que tenga por objeto menoscabar el reconocimiento, goce o ejercicio, en condiciones de igualdad, de los derechos humanos y libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural o cualquier otro ámbito, adoptando un abordaje interseccional. [¿Seguro que no falta nada?]);
  • Principio de plurinacionalidad e interculturalidad;
  • Principio de prevención y sanción de violencias;
  • Principio de perspectiva de género;
  • Principio de enfoque de derechos humanos;
  • Principio de veracidad (la/el convencional “deberá velar por la veracidad de sus expresiones, en el ejercicio de su derecho a la libertad de expresión” [o sea, ¿libre solo para proclamar la verdad?]);
  • Principio de responsabilidad;
  • Principio de diligencia y celeridad;
  • Principio de respeto.

Los antiguos manuales de moral religiosa leídos en mi juventud, solían presentar las orientaciones éticas para una vida correcta con un talante similarmente exahustivo y disciplinario.

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Pero esto no es todo. Pues para coronar este decálogo de principios y no dar posibilidad a que puedan filtrarse otros enunciados indeseables, el Reglamento sanciona el discurso de odio, esto es, “toda comunicación, expresión verbal o de cualquier tipo, que sea un ataque o utilice lenguaje peyorativo o discriminatorio en relación con una persona o un grupo en razón de su origen étnico, raza, color, ascendencia, nacionalidad, credo, religión, espiritualidad u otro factor de identidad, con el objetivo de incitar a la discriminación, la hostilidad o la violencia”. De la misma forma, “toda acción u omisión que justifique, niegue o minimice, haga apología o glorifique los delitos de lesa humanidad ocurridos en Chile entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1990, y las violaciones a los derechos humanos ocurridas en el contexto del estallido social de octubre de 2019 y con posterioridad a este. Así también, se entenderá como negacionismo toda acción u omisión, que justifique, niegue o minimice, las atrocidades y el genocidio cultural de las que han sido víctima los pueblos originarios y el pueblo tribal afrodescendiente a través de la historia, durante la colonización europea y a partir de la constitución del Estado de Chile”.

De modo que también las omisiones por parte de quienes minimicen ciertos hechos o situaciones de nuestra historia en relación con dos períodos que la CC desea mantener intactos y alejados de cualquiera hipótesis interpretativa contaminante, o incluso de silencios sospechosos, podrán ser castigadas por el espíritu inquisidor.

Lo que resulta inverosímil es que un órgano esenciamente deliberativo y discursivo, donde hay pluralidad de visiones y valores, poblado de profesionales, académicos y dirigentes sociales, dedique decenas de valiosas horas, energía intelectual y otras decenas de páginas, a imaginar, diseñar y construir un verdadero panóptico para el control del lenguaje y la expresión  del pensamiento.

Así, termina tejiéndose una verdadera malla de prohibiciones, restricciones, sospechas, desconfianzas, cortapisas, amenazas y sanciones —a veces hasta el absurdo— en torno a las cabezas y la expresión de las y los convencionales, envolviéndose ellos mismos en esa malla, ajena a la autonomía personal, la razón pública y la libertad de argumentación.

Como se felicita Nicolás Núñez, un convencional representante de Apruebo Dignidad, “generar la norma [sobre el negacionismo] lo que hace es que compele y envía un mensaje, una función preventiva general, para que nadie incumpla la misma [norma], entonces, en ese sentido, está bien”. La cultura que se levanta sobre esa ‘función preventiva general’ recuerda otra similar, donde tal función se ejercía en nombre de la ‘seguridad nacional’.

Más directo en promover la inquisición del negacionismo es el argumento de la convencional constituyente por el distrito 8, Valentina Miranda. Ella sostiene que “aquellos que han catalogado esto como censura son evidentemente personas negacionistas. Aquellas personas que se niegan a reconocer el negacionismo como una forma de violencia es porque son personas negacionistas …”. Y explica más adelante: “Sancionar todo este tipo de violencia va a permitir prevenir, primero, que estas cosas ocurran y, por supuesto, también sube los estándares de discusión política que vamos a tener, que no va a ser en base a principios violentos, sino que va a ser en base a principios de reparación integral de la sociedad”.

Luego, la cultura que haría posible erradicar el negacionismo se funda en un principio preventivo similar al que se menciona más arriba; esta vez, para anticiparse y evitar que se expresen enunciados contrarios a los ‘principios de reparación integral de la sociedad’, principios que deben regular los actos de habla de las y los convencionales. De este modo se precave e impide la crítica disolvente, el negativismo, el pensar fuera de la doxa (la opinión dominante que termina por considerarse incuestionable); o sea, todo aquello que forma parte de la mejor tradición de la libertad de expresión aparece ahora como una potencial ofensa al ‘buen pensar’ y al estándar de reparación integral de la sociedad.

Incluso, la prensa reporta que el convencional Benito Baranda, de Independientes No Neutrales, plegándose a la misma tesis preventiva, alabó la aprobación de una norma que castiga la desinformación dentro del Reglamento de Ética de la CC. Entiéndese por tal, toda “expresión, a través de cualquier medio físico o digital, de un hecho que se presenta como real, conociendo o debiendo saber que es falso”. Según la prensa, el convencional —un reconocido luchador por los DDHH y la democracia— habría sostenido que se trata de una “gran innovación del reglamento de ética para estar a la altura del desafío. La democracia tiene riesgos que debemos enfrentar. Uno de ellos es la desinformación”. O sea, para proteger la democracia de la  desinformación (también otros hablaron en el pasado de una ‘democracia protegida’), no bastaría con la libre discusión en el ‘mercado de las ideas’, según proponía John Stuart Mill, sino, al revés, debería censurarse la argumentación y reducirse la libertad de expresión en favor de la integración (moral, ideológica, religiosa o lo que sea) de la sociedad.

En suma, hay suficientes antecedentes como para pensar que la cultura emergente de la CC se halla distante del paradigma más apropiado para un órgano deliberativo; esto es, una cultura del pluralismo y la confrontación de ideas y valores, abierta a la diversidad, con una ética de la máxima libertad de pensar y decir. Contraria, por lo mismo, a regimentar y uniformar la discusión, imponiendo un modelo único de corrección política para prevenir cualquiera expresión desviada.

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