A primera vista, no hay dos sistemas educacionales más distintos que el nuestro y el de los Estados Unidos. Este último es de enorme tamaño y complejidad, altamente descentralizado, incluye las mejores universidades del mundo y el gasto promedio por alumno de primaria a terciaria es tres veces superior al de Chile, expresado en moneda de igual valor. Asimismo, la administración de los colegios se halla allá más cerca de las comunidades y la cultura educacional, en todos los niveles, valora más decididamente el emprendimiento, la innovación y el comercio.
Por todo esto uno podría concluir que se hallan ausentes las condiciones para ensayar una comparación. Máxime si se agregan las diferencias de contexto que separan a ambos países: grado de desarrollo; nivel de ingreso de la población; potencia tecnológica, científica y militar; lugar ocupado en la distribución mundial del poder. Súmense las diferencias de tradiciones comunitarias, diversidad étnica, valores liberales y ethos utilitario que caracterizan al país del norte. En cambio, dice Octavio Paz, en las sociedades de la Nueva España “el trabajo ni redime ni es valioso por sí mismo. El trabajo manual es servil. El hombre superior ni trabaja ni comercia: guerrea, manda, legisla”.
Con todo, si uno sigue el debate de política educacional en ambos países, descubre numerosas similitudes y afinidades.
En efecto, allá y acá discutimos intensamente sobre resultados insatisfactorios de PISA, deterioro de la infraestructura escolar pública en ciertos distritos y comunas, evaluación docente, formación inicial de profesores, deuda acumulada por créditos estudiantiles, validez y utilidad de la prueba de admisión para las universidades, desigualdad y segmentación escolares, lucro y comercialización en la educación superior.
¿Se trata de coincidencias terminológicas meramente o de semejanzas auténticas? Me inclino por esta última opción.
Por lo pronto, en la política educacional opera un evidente efecto homogeneizador producido por la globalización.
Por un lado, a través de la difusión de estándares internacionales respecto de qué esperar de la educación. Estos contribuyen a igualar expectativas e iluminan déficits nacionales. PISA juega ahí un rol relevante. Muestra una radiografía de la educación de cada país, moldea la demanda social hacia ella y permite detectar debilidades, rezagos e insuficiencias que ahora se han vuelto patentes en Estados Unidos y Chile. Compartimos problemas; no su magnitud o dificultad.
Por otro lado, a través de la emergente agenda global de política educacional elaborada e impulsada por organismos internacionales como la OCDE, el Banco Mundial y la Unión Europea. Recibida por la opinión pública de cada país y asumida por los gobiernos nacionales, genera consensos respecto de cuáles son problemas prioritarios y cómo abordarlos. Por ejemplo, la importancia estratégica de la educación temprana. O bien, la necesidad de profesionalizar y reforzar el estatus de la actividad docente. Y, en la educación superior, la conveniencia de promover un financiamiento mixto de las universidades, donde confluyan ingresos públicos y privados, subsidios y aranceles, fondos competitivos y donaciones.
Mas allá de los efectos homogeneizantes, pueden observarse, además, ciertas similitudes y afinidades coyunturales de la política en ambos países. Por ejemplo, al norte y el sur los encargados gubernamentales de la educación, la ministra De Vos en los Estados Unidos y el ministro Varela en Chile, suelen hacerse notar —más que por el contenido de sus respectivas políticas— por la facilidad con que generan vistosas pero distractivas polémicas en los medios de comunicación. Ambos provienen de fuera del sector, tuvieron previamente carreras exitosas, son opinantes y acostumbran a expresarse sin calcular las consecuencias. Desde que asumieron, se han visto envueltos en batallas de palabras.
¿No se trata acaso de simples anécdotas? No, no es así. Ambas autoridades, en sus respectivos países, reflejan mediante esos dichos poseer una cierta visión de mundo, una idea de educación, cuyos supuestos ideológicos subyacentes inhiben la importancia de las políticas en el sector. Por ejemplo, revelan desconfianza hacia el rol y las obligaciones que el Estado tiene frente a la educación y una excesiva confianza en la acción voluntaria, trátese de bingos o del autocontrol de la calidad de las instituciones. Tienden fácilmente a confundir coordinación estatal con imposición burocrática y, mercados, con libertad.
Tales percepciones chocan frontalmente, sin embargo, con la globalización de ciertos ideales modernos, como, por ejemplo, que la educación es un imperativo categórico al que el Estado está obligado. Otra cosa es cómo los gobiernos ejercen esa responsabilidad; idealmente con respeto a la autonomía y diversidad de los proyectos y la gestión de los establecimientos, garantizando el derecho de las personas a la educación y preocupándose por asegurar a todas la adquisición de los conocimientos y habilidades necesarios para desarrollarse plenamente.
En suma, no solo es posible, sino además conveniente establecer comparaciones entre políticas educacionales de países distintos, en la medida que dichas políticas responden hoy a expectativas, derechos e ideales globales cuya garantía son los Estados nacionales. A su turno, los encargados ministeriales de la educación son responsables de esa garantía y hablan por ella. Por lo mismo, resulta contradictorio, y no solo anecdótico, que manifiesten no creer en dicho rol del Estado, o relativicen las obligaciones y responsabilidades que conlleva.
Al norte y el sur los encargados gubernamentales de la educación, la ministra De Vos en los Estados Unidos y el ministro Varela en Chile, suelen hacerse notar —más que por el contenido de sus respectivas políticas— por la facilidad con que generan vistosas pero distractivas polémicas en los medios de comunicación. Ambos provienen de fuera del sector, tuvieron previamente carreras exitosas, son opinantes y acostumbran a expresarse sin calcular las consecuencias.
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