Gratuidad universal: por gracia o por mérito
Septiembre 2, 2015

Gratuidad universal: por gracia o por mérito

 El consejo recién designado, compuesto por profesionales respetados en su especialidad, nace sin un mandato claro ni responsabilidades bien definidas.

Publicado 02.09.2015
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José Joaquín Brunner

I

Desde el comienzo del actual gobierno, la promesa de gratuidad universal se convirtió en una recurrente incomodidad. Antes de ser elegida, la propia Presidenta Bachelet declaró que no le parecía lógico que quienes como ella podían pagar la formación universitaria de sus hijos recibieran un subsidio financiado por todos los chilenos. Luego cambió de posición. Y empezaron también las dificultades para explicar la promesa.

¿Cómo debía entenderse la ‘gratuidad’? Algunos economistas y académicos próximos al programa bacheletista levantaron la idea -propia de los fabianos ingleses al crearse el National Health Service de ese país- que la gratuidad sería at the point of delivery (o sea, en el punto de acceso al servicio). En consecuencia, la gratuidad excluía cualquier pago en dinero en beneficio de la institución educadora durante la duración de los estudios. En cambio, los gastos asociados a los estudios -vivienda, transporte, alimentación, textos, etc.- no necesariamente serán cubiertos por la gratuidad.

Dado el elevado costo para el Estado de la gratuidad así concebida, los mismos economistas y académicos -anticipándose al lema del realismo sin renuncia- propusieron una idea complementaria. Sugirieron que los técnicos y profesionales, una vez completados sus estudios, pagaran un graduate tax, un impuesto al graduado. Desde ese momento, claro está, la gratuidad se volvía onerosa. Pues en vez de pagar a la entrada de los claustros, se pagaría a la salida de los mismos. Se salvaba así el principio.

De inmediato, como pudo haberse anticipado, tal idea fue objetada. Se dijo que ella no difería esencialmente del estado actual de cosas e implicaba apenas otra forma de contraer un crédito y endeudarse. El ‘principio de la gratuidad’ quedaba negado en la práctica. Se daba la razón al innombrable Milton Friedman: no existe tal cosa como una cena gratis.

Volvió pues a revivirse la promesa original de una ‘gratuidad universal’ auténtica. Incluso se calculó el costo que tendría para el erario nacional esa gratuidad sin dobleces; representaría en régimen del orden de 4 mil a 5 mil millones de dólares anuales, se dijo. Esto es dos veces el costo estimado de la nueva carrera docente.

Dicho todo esto, ¿qué debe entenderse entonces por gratuidad ‘universal’, además de auténtica? Respuesta oficial: estudios gratis -sin cobro o pago en dinero- para todas y todos quienes deseen cursarlos en el nivel terciario, sin excepción. De ahora en adelante el Estado de bienestar, o benefactor, se haría cargo de la educación superior de todos, universalmente, sin que las personas o las familias necesitasen gastar un peso directamente en su formación técnica o profesional.

II

Hasta hoy los alcances de tal universalidad no han podido precisarse sin embargo. Y como ha ocurrido en otros tiempos y con otras disciplinas más sofisticadas que la economía -como la filosofía y la teología- desde entonces estamos envueltos en una intensa querella en torno al concepto de lo universal de la gratuidad.

Por ejemplo, puesto que en el resto del mundo la gratuidad beneficia únicamente a las instituciones estatales, ¿debía entenderse que Chile se apartaba de ese patrón y pasaría a ser el primer país del mundo, y el único, con gratuidad ‘universal’ en el sentido de incluir al conjunto de instituciones de todo tipo, sin excepción?

Esta sola pregunta ha ocupado a un buen número de repertorio-asesores y technopols próximos al Mineduc, sin que hasta ahora asome una respuesta satisfactoria. Por el momento, se ha dicho, el presupuesto de la nación del año 2016 contemplará gratuidad de los estudios solo para un conjunto de instituciones difícil de definir y justificar: universidades estatales meritorias o no, privadas tradicionales y nuevas del CRUCH con independencia de su mérito o valor, y un número indeterminado de instituciones privadas nuevas extra-CRUCH (universidades, IP y CFT) que cumplan con algunos criterios: se abstengan de lucrar, se hallen acreditadas al menos por cuatro años en las áreas obligatorias y consagren en sus estatutos (¿y/o prácticas?) alguna forma de participación de los estamentos en los órganos superiores del gobierno institucional.

La ‘batalla de los criterios’ librada durante las últimas semanas -que culminó con la subida al sitio web del Mineduc de una enésima versión modificatoria de los mismos y su abrupta bajada- aún no concluye. Y mantiene a las instituciones sumidas en un clima de incertidumbre y a las propias autoridades en la perplejidad y confusión.

No se trata solamente de la ambigüedad de criterios y su constante alteración. En efecto, tampoco está claro qué alumnos y cuántos se verán beneficiados con esta primera aproximación a la esquiva universalidad. El programa prometía que, antes de dar el salto hacia la gratuidad ‘universal’, habría un estadio intermedio, donde aquella cubriría a los jóvenes provenientes del 70% de hogares de menores recursos. Luego la Presidenta revisó esa meta fijándola en un 60% de esos hogares, según anunció en su mensaje a la nación del 21 de mayo pasado. Esta cifra fue luego recortada por el Mineduc, reduciéndola a los hogares de los cinco deciles (50%) más pobres.

¿De cuántos jóvenes hablamos, en definitiva? Nadie sabe, pero dícese del orden de unos 200 mil; lo que significa un 1/6 del total (universal) de la matrícula y, en cualquier caso, menos de la mitad de los estudiantes provenientes de los cinco deciles de menor estatus socioeconómico, dado el limitado universo determinado por los criterios tentativamente empleados por los técnicos del MINEDUC.

¿Durante cuántos años se hará efectiva la gratuidad para los estudiantes que obtengan este beneficio? Se ha dicho que podría ser a lo largo de la duración normal de la carrera y hasta un 20% más de sobretiempo. ¿Qué ocurrirá con los estudiantes que cambien de carrera? ¿O que las abandonen un año antes de terminarla? ¿O la terminen pero no se gradúen o titulen? ¿O deseen estudiar más de una carrera? ¿O emprendan -simultáneamente con sus estudios de pregrado- algunos cursos de posgrado? ¿O deseen prolongar sus estudios de nivel técnico en un IP y luego completarlos a nivel de una profesión con licenciatura universitaria?

Han transcurrido 18 meses desde el momento que asumió el actual gobierno y ninguno de esos detalles, y podrían agregarse una docena más, ha podido precisarse. Sin embargo, en pocos días más comenzará a discutirse el presupuesto de la nación para 2016, instancia en que deberá incluirse -a nivel de una glosa- el estatuto inicial de la gratuidad que en pocos años debería llevarnos a la gratuidad ‘universal’.

III

La ausencia de un diseño de detalles sería lo menos si acaso el edificio estuviese bien planificado en su estructura central. Mas no es así.

De hecho, falta lo esencial. Hasta el momento las instituciones elegibles para la gratuidad no conocen el cálculo del subsidio -total y por alumno- que recibirán a cambio de proveer gratuitamente el servicio formativo a sus estudiantes provenientes del 50% de hogares de menores recursos.

Al respecto, el gobierno ha enunciado diversas soluciones en diferentes momentos.

Primero, se anunció que el Mineduc desarrollaría una fórmula para establecer el costo por alumno según un modelo de ’empresa eficiente’, tal como se usa para determinar el precio de transferencia de la energía (o precio spot). Luego se señaló que un panel de expertos determinaría los aranceles que las instituciones individualmente podrían cobrar en cada uno de los programas que ofrecen; esto es, para un número de 12 mil programas o más. Este panel determinaría por tanto la suerte de esos miles de programas y de sus decisiones pendería el financiamiento de las 150 organizaciones que componen nuestra plataforma de provisión de enseñanza superior. Últimamente la autoridad ha ofrecido una fórmula más realista, como veremos luego. Por lo demás, una fórmula habitual en América Latina; cual es, que cada institución recibe -por concepto de subsidio de gratuidad- el mismo monto que dejaría de ingresar por los aranceles pagados por sus estudiantes provenientes del 50% de menores recursos.

Dicho en otras palabras, con la gratuidad todo tendería a congelarse: las instituciones ofrecerían las mismas vacantes que el año anterior (otro criterio adelantado por el Mineduc); se mantendría el mismo valor de los aranceles, reajustado por UF; el ingreso percibido por cada programa o carrera sería idéntico al del año previo y, al final del día, el gobierno gastaría del orden de 400 a 500 millones de dólares adicionales el año 2016 para complementar el gasto que hoy realiza en los 200 mil estudiantes que pasarían al régimen de gratuidad.

Sin embargo, dos cosas cambiarán significativamente y el gobierno necesitará explicarlas y justificarlas.

Primero, semejante a lo ocurrido en los países que en su momento transitaron desde economías centralizadas a economías de mercado -en la URSS y países del ex bloque soviético-, habrá en las salas de clases de las instituciones chilenas de educación superior, por un tiempo indeterminado, lado a lado estudiantes ‘gratuitos’, estudiantes que pagan diferidamente su arancel (vía créditos) y estudiantes que pagan ellos, directamente o sus familias, un arancel anual.

Más que incómoda, esta diferenciación de los estudiantes en tres segmentos definidos administrativamente debilitará inevitablemente las bases éticas de los comportamientos y la cultura del esfuerzo estudiantil. Unos serán salvados gratuitamente por la gracia del Estado; otros, en cambio, deberán salvarse por su propio esfuerzo y méritos, o bien mediante un pago en el mercado. De una distinción similar entre pago, mérito y gracia nació la ética económica del calvinismo y, según sostiene Max Weber, el ‘espíritu del capitalismo’, en oposición con aquellas éticas económicas que derivan de la gracia prebendaria, el clientelismo y los privilegios otorgados desde lo alto.

Segundo, en línea con lo anterior, el gobierno se verá forzado a explicar cómo una promesa de convertir la educación superior en un derecho social, que según los teóricos oficiales de la gratuidad por gracia es lo que ocurriría al arrancarla de la esfera del mercado, termina convirtiéndose, a partir del 2016, en un privilegio solo para unas pocas instituciones. Muchos eran los llamados, pocos serán los escogidos.

En efecto, la política del gobierno está en tela de juicio a partir de su propia exaltada e ilusoria retórica. Iba a crear un derecho pero, como suele ocurrir con las astucias de la historia, termina estableciendo un privilegio. Prometía ‘desmercantilizar’ los estudios superiores, pero desemboca en una más sofisticada segmentación de los mercados, a la vez que introduce mayores riesgos a partir de 2016 y con ella exacerba la competencia a la que quería poner fin. Buscaba neutralizar la carrera por mérito y ofrecer un camino de salvación por gracia de la gratuidad y ahora se ve obligado a calcular precios públicos y subsidiar un bien (el certificado profesional o técnico) que genera decisivos beneficios privados. Quiere eliminar o al menos amortiguar la selección social por mérito, pero en la práctica subsidiará especialmente a aquellos que el sociólogo francés Pierre Bourdieu bautizó como ‘los herederos’; esto es, aquellos que desde la cuna -por mandato del capital cultural heredado y del status socioeconómico del hogar- están predestinados a ingresar por la puerta ancha al reino de las carreras universitarias y técnicas más prestigiosas y mejor remuneradas.

IV

Bienvenidos somos pues, todos nosotros, a la economía política de los sistemas de educación superior. Al estudio de cómo esos sistemas nacionales organizan la producción, distribución y el uso del ‘conocimiento avanzado’ y de las capacidades certificadas que la prensa gusta designar con el término ‘capital humano’, según la usanza de algunas teorías económicas. Dicho en términos sencillos, cómo las universidad y las demás organizaciones proveedoras de educación superior financian sus gastos (infraestructura, equipamiento, bibliotecas, tecnologías y, sobre todo, personal académico, administrativo y de trabajadores) para llevar adelante sus funciones de docencia, investigación y transferencia.

Pues bien. En el mundo entero, con escasas pero respetables excepciones -los países nórdicos, Alemania, Irlanda, Grecia, Cuba y unos pocos más-, los sistemas académicos se financian por medio de una mixtura de recursos provenientes de fuentes públicas (presupuesto nacional o estaduales), generados por los impuestos que pagan los ciudadanos y las empresas, por un lado y, por el otro, de fuentes privadas (pago de aranceles y matrícula, donaciones e ingresos por venta de servicios y productos de conocimiento avanzado). Los países que de esta forma (mixta) financian sus sistemas son mayoría, incluyendo a África del Sur, Australia, Brasil, Canadá, China, Colombia, España, Estados Unidos, Francia, Holanda, Hong Kong, India, Inglaterra, Japón, Malasia, México, Perú, República de Corea, Rusia, etc.

Lo que propone la administración Bachelet es pasar a Chile de un lado, el del financiamiento mixto, al otro, el del financiamiento puramente estatal de toda la matricula de pregrado (gratuidad universal), independiente de las instituciones proveedoras, siempre que éstas se sometan a las reglas del juego que se les ofrezca.

Constituye una movida sorprendente por varias razones.

Para justificarla se invoca el imperativo ético de transitar desde el mercado a una esfera de derechos sociales garantizados. La gratuidad sería consustancial a esa dignidad de derechos de la educación superior. Si se paga por ella, up front al acceder o posteriormente al graduarse uno, se degradaría el status moral del bien adquirido, convirtiéndolo en una grosera mercancía. Tan absurdo es este argumento que llevaría a concluir que la educación superior no es un derecho socialmente reconocido en los países de financiamiento mixto antes mencionados, entre ellos algunos cuna de las más antiguas universidades como Italia, Francia e Inglaterra, o bien que actualmente poseen sistemas de ‘clase mundial’ como Australia, Estados Unidos u Holanda.

En seguida, si Chile diera el salto hacia la ‘gratuidad universal’, ya lo dijimos, seria el primer país en hacerlo contando con un régimen mixto de provisión, o sea, integrado por instituciones estatales y privadas. En efecto, gratuidad universal académica existe en el presente, como mencionamos también, en unos pocos países con provisión puramente estatal, amén de contar con potentes Estados de bienestar y con una amplia base de ingresos tributarios, dos veces más voluminosa que la de Chile en relación a sus respectivos PIB. Nótese, asimismo, que estos países cuentan con sistemas escolares de alta calidad, bien dotados de recursos y que proveen oportunidades de aprendizaje relativamente iguales para todos sus niños, a diferencia de Chile cuyos colegios (municipales y subvencionados) presentan severos déficits en esos tres frentes.

Cabe considerar, adicionalmente, que según indican estudios recientes de la OCDE, la Unión Europea, el Banco Mundial y la UNESCO, y de algunos de los investigadores-expertos más reputados internacionalmente como Bruce Johnstone y Alex Usher, casi todos los países del mundo -incluidos los más ricos— buscan complementar el esfuerzo público de financiamiento de la educación superior con recursos privados. En efecto, hay una tendencia global hacia la adopción de esquemas de cost sharing, es decir, esquemas de costo compartido. Lo que varía entre las naciones es la razón de la mixtura final: más gasto privado que público, por ejemplo en Corea, Estados Unidos, Japón, Perú y Chile; similar gasto público y privado en Brasil y Colombia, y mayor gasto público que privado, por ejemplo, en Argentina, Francia y México.

De hecho, varios países -entre ellos la mayoría en América Latina— adoptaron a lo largo del siglo XX un régimen de financiamiento mixto, pero por la vía de distinguir entre un sector de instituciones públicas, financiadas por el Estado y de provisión gratuita, y un sector de instituciones privadas (con o sin fines de lucro), financiadas por los estudiantes, sus padres y un número limitado de becas y/o créditos subsidiados por el Estado. Esta forma de dualismo existe desde México y Centro América hasta El Cono Sur, exceptuándose a Chile –donde ambos sectores tienen financiamiento mixto— y Cuba, cuya provisión y financiamiento son exclusivamente estatales. Es bien sabido que la dualidad latinoamericana de gratuidad y cobro introduce una perversa segmentación entre jóvenes con similares necesidades socioeconómicas y hace posible el acceso subsidiado de ‘los herederos’ a los programas profesionales más prestigiosos de las universidades públicas de mejor calidad.

V

Entonces, ¿hacia dónde va Chile, en medio de las tendencias globales, la falta de conducción -y la confusión- del gobierno, las precarias políticas públicas para el sector y la promesa (ilusión) de ‘gratuidad universal’ ofrecida por la Presidenta Bachelet?

Es difícil saberlo.

La gratuidad ‘universal’ proclamada programática y paradigmáticamente es inviable, salvo al costo de reducir de manera dramática el gasto por alumno o bien de reducir significativamente la matrícula y las vacantes, ambas soluciones imposibles de adoptar. También podría el gobierno desviar los limitados recursos disponibles hacia la gratuidad universitaria, en vez de concentrarlos en los niveles inferiores (preescolar y J-12), pero solo al costo de acentuar la inequidad educativa. Hasta el momento, el gobierno no ha optado y ha preferido mantener una retórica ambigua, del estilo realismo sin renuncia o, ahora, reforzar la gestión con énfasis ciudadano.

Las condiciones actuales introducen mayores dificultades aun. Efectivamente, Chile enfrenta un escenario económico de crisis sobreviniente (causada por factores externos e internos, de los mercados y las políticas), que inevitablemente disminuirá los ingresos fiscales y, por ende, obligará a moderar el gasto social del Estado.

La autoridad sectorial parece haber aceptado, finalmente, que el zigzagueante diseño de la gratuidad, aun antes de convertirse en una política, había causado ya suficientes problemas, incertidumbre y rechazos como para justificar una intervención del equipo encargado de ese diseño. Y, de paso, aprovechar para trasladar la responsabilidad de su desarrollo a un consejo consultivo coordinado por una secretaria ejecutiva que reportará directamente a la ministra.

Habrá que ver si la solución burocrática adoptada funciona. Por mi parte lo dudo. Se ha establecido una suerte de doble mando en un área de suyo confusa. La figura del jefe de división ha quedado objetivamente disminuida. El consejo recién designado, compuesto por profesionales respetados en su especialidad, nace sin un mandato claro ni responsabilidades bien definidas. De inmediato ha sido cuestionado por diversos grupos de presión, dirigentes y parlamentarios de la Nueva Mayoría. La ministra de Educación ha respondido limitando el ámbito de misión de su Consejo. Se ocuparía, ha dicho, de la reforma general del sistema, pero no de la ‘gratuidad por glosa presupuestaria’ para el 2016. Como si se tratase de compartimentos estancos. En breve, a pocos días de nacer y antes de haberse reunido, el Consejo Consultivo aparece desdibujado. Imposible por lo mismo saber si tendrá un rol efectivo o si fue convocado nada más que para legitimar una estrategia tambaleante. Me temo que pudiera tratarse de lo último. Pero me gustaría estar equivocado en este punto.

Dado este cuadro, ¿qué se puede esperar?

No habrá cambio importante alguno de estrategia, algo parecido a un giro o golpe de timón. Se abrirá una temporada de intensas negociaciones en los laberintos del poder sectorial para ‘construir y repartir la glosa’ de la gratuidad 2016: qué instituciones, cuánto recibirán, cuándo y cómo pasarán a ser los términos rectores, persistiendo la interrogante de para qué.

Con un Mineduc debilitado y una conducción dividida en el área de la educación superior, hay el riesgo de unas negociaciones cruzadas, sobrepuestas y desordenadas. Se librará una verdadera lucha corporativa -en el terreno del soft power universitario- para determinar bajo presión y en escaso tiempo número de vacantes, cuotas, bases de cálculo y, en definitiva, crudamente, valores en millones o miles de millones de pesos a ser distribuidos entre las diversas instituciones elegibles. Será el bautismo de la nueva economía política del sistema, la cual estará regida por intercambios político-burocráticos. Las anteriores fórmulas de asignación de recursos, la competencia entre proyectos y los contratos de desempeño tenderán a ser sustituidos gradualmente por el juego apenas velado de los intereses corporativos, las relaciones clientelares y las presiones triestamentales. Los pasillos ministeriales adquirirán una importancia inusitada. El gobierno de las organizaciones universitarias deberá convertirse en un organismo experto en la obtención amigable de subsidios fiscales.

No se piense que estas son meras especulaciones de un espíritu en exceso crítico o contrario a la salvación (o perdición) de las universidades por la gracia del Estado (gratuidad). Al contrario, son previsiones basadas en la experiencia y el análisis de las dinámicas provocadas por la gratuidad incompleta e inequitativa que impera en América Latina. Hacia allá parece moverse Chile -de manera confusa, contradictoria pero inexorablemente-, impulsado por la ilusión de alcanzar una imposible gratuidad universal.

 

José Joaquín Brunner, Foro Líbero.

 

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