Universidades: su origen
Agosto 11, 2005

Artes y Letras, El Mercurio
31 de julio, 2005


Si no fuera un error, podría decirse que las universidades están de moda. En verdad, desde que emergen las primeras de estas instituciones—en los siglos XII y XIII; en Bolonia, París y Oxford—ellas ocupan un lugar central. Reúnen bajo un mismo techo el incipiente poder intelectual europeo, dotándolo de fueros especiales; en primer lugar, de una autonomía siempre disputada entre los poderes del rey, la comuna, los papas y obispos locales. Desde su origen, además, la universidad es una institución internacional. Sus profesores gozan de la licentia ubique docente; esto es, del derecho de enseñar en cualquiera parte del mundo cristiano, sin estar limitada su docencia a una solo lugar. ¿Qué esperan de las universidades los poderes establecidos que con tanto interés se disputan su control y favores? Según los historiadores, los papas buscaban el apoyo de las universidades para racionalizar la doctrina cristiana y combatir intelectualmente las herejías, fortalecer el poder central de la iglesia frente a las fuerzas centrífugas de los obispos, y formar el personal eclesiástico especializado en asuntos dogmáticos y jurídicos. Los monarcas, a su turno, cortejan la asistencia de las universidades en su esfuerzo por centralizar el poder real frente a la belicosa aristocracia feudal y el emergente poder de la burguesía comercial urbana. A su vez, las ciudades protegen a las universidades por el servicio que ellas pueden prestar para mejorar las regulaciones comunales, resolver intrincados y novedosos problemas legales y formar las capas superiores de funcionarios municipales. Como ha dicho tersamente Le Goff: “La Universidad de París es inseparable del acrecentamiento del poder de los Capetos, la de Oxford está vinculada con el fortalecimiento de la monarquía inglesa, la de Bolonia aprovecha la vitalidad de las comunas italianas”. En cuanto a su importancia para la iglesia, baste recordar que desde el siglo XIII en adelante, en la mayoría de los casos los papas se han formado en estas instituciones y se rodean de cardenales eruditos. En suma, desde el comienzo se reconoce a la universidad un valor intelectual y utilitario para la sociedad y sus poderes establecidos. Desde entonces ella queda situada en un campo de fuerzas entrecruzadas y su autonomía se halla sometida a tensiones. Conquista el monopolio del poder intelectual a cambio de negociar los límites de su independencia y ponerse al servicio de intereses ajenos a su pura misión espiritual. Desde que aparece en el paisaje urbano debe encargarse de formar el personal especializado para las funciones superiores del campo cultural, administrativo, eclesiástico y profesional. Y, por este concepto, se convierte también en la principal avenida para la movilidad de los jóvenes más talentosos o mejor apadrinados de la comunidad. Dentro de las ciudades, ella genera un nuevo espacio, como ya observó Tomás de Irlanda a fines del siglo XIII. Escribe: “La ciudad de París es como Atenas, está dividida en tres partes: una es la de los mercaderes, de los artesanos y del pueblo que se llama la gran ciudad; otra es la de los nobles donde se encuentra la corte del rey y la iglesia catedral y que se llama la Cité; la tercera es la de los estudiantes y de los colegios que se llama la universidad”. Nunca, pues, ha dejado la universidad de estar de moda. Nunca, tampoco, ha dejado de estar al centro de los conflictos de su época. Nunca, por último, ha podido eludir las responsabilidades que le encomienda la sociedad ni sustraerse a las fuerzas que residen en los otros espacios de la ciudad: el estado llano, el mercado, la política y el poder cultural.
José Joaquín Brunner

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