Lo privado y lo público
“Lo público nos considera en aquello que compartimos, la condición de miembros de la misma comunidad; en tanto lo privado nos considera en aquello que nos diferencia, nuestras particularidades. Y ambas son dimensiones valiosas de la existencia”.
La distinción entre lo privado y lo público es uno de los aspectos clave del debate constitucional. Asomó recién a propósito de la libertad de enseñanza y volverá, sin duda, a propósito de los otros temas que ocuparán a la Convención.
Pero ¿cómo distinguir ambas esferas?
La literatura sugiere varios criterios que es útil tener a la vista a la hora de resolver ese problema. Y los más relevantes son los que siguen.
Desde el punto de vista económico, un bien es público si es el caso que produce beneficios indiscriminados, beneficios que se difuminan entre un amplio conjunto de personas, sea que esas personas hayan o no pagado los costos de producirlos. Como este tipo de bienes benefician a todos (a quienes pagan por su producción y a quienes no) suelen plantear un problema de free rider: cada uno aspira a tomar los beneficios de esos bienes eludiendo los costos que son imprescindibles para que esos bienes existan.
Kant sugiere otro criterio. En su conocido opúsculo “¿Qué es la Ilustración?” llama pública a la razón que se ejercita “ante el gran público de lectores” y privada, en cambio, a aquella que se emplea cuando se habla en calidad de funcionario.
Hay quienes, por citar otro punto de vista, también definen lo privado en base a la noción de autodeterminación. Su más famosa formulación es el conocido principio de Mill, conforme al cual solo las acciones que causan un daño no consentido a terceros son públicas. Todas las demás pertenecen a la esfera de privacidad del sujeto que las realiza.
Todos esos criterios comparten la misma idea: lo público es aquello que atinge a todos los miembros de la comunidad, en tanto lo privado es aquello que atinge solo a algunos. En otras palabras, lo público nos considera en aquello que compartimos, la condición de miembros de la misma comunidad; en tanto lo privado nos considera en aquello que nos diferencia, nuestras particularidades. Y ambas son dimensiones valiosas de la existencia.
Si lo anterior es así, parece evidente que no existe una vinculación necesaria y directa entre el Estado y lo público. Esa vinculación puede ser normativa —puesto que el deber del Estado es promover el bien común—, pero no es necesaria, como lo prueba el hecho de que el Estado puede distorsionar su quehacer y en vez de promover el bien común satisfacer intereses parciales. Una cosa es la pretensión normativa del Estado —promover los intereses de todos— y otra cosa, su funcionamiento real, empírico. Desde el punto de vista normativo hay otras entidades que, desde fuera del Estado, pueden poseer vocación pública.
Así entonces, de lo que se trata en el diseño institucional —sea que se trate de la libertad de enseñanza o de algún otro aspecto del quehacer humano— es de asegurar que los intereses de todos, en aquello que tenemos en común, se persiga y satisfaga. Y eso, claro está, puede alcanzarse diseñando bien el Estado; pero también creando un ámbito donde las entidades extraestatales puedan florecer. A eso Habermas lo llamó publicidad burguesa y pensó que era un ámbito ideal, entre el mercado y el Estado, donde los ciudadanos raciocinaban acerca de la vida en común y recuperaban, así, la condición que compartían: la de miembros de una ciudad, cuyos intereses eran, en alguna medida, homogéneos. Habermas, por supuesto, advirtió que esa esfera podía ser colonizada por el poder privado; pero ese peligro es simétrico al que padece el Estado, que también puede ser capturado por intereses parciales.
Como se ve en el debate constitucional, y a propósito de este tema, hay que seguir el consejo de Wittgenstein: evitar una dieta unilateral, aferrarse a un solo prejuicio o a una sola idea.
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