Anticomunismo: usos y abusos
Julio 3, 2024
Parte de las ambigüedades de fondo del PC, que un anticomunismo crítico y racional no puede eludir, se deben justamente a la tensión entre revolución y reformismo y, vinculado a esta, su oscilante posición respecto del empleo de la violencia.

En la política, donde el lenguaje se ordena precisamente en función de antagonismos, aliados y adversarios, choque de ideologías e intereses, abundan los “anti”: antiestablishment, anticapitalista, antiliberal, anticastristas, antirreeleccionista, anti-marxista, antirracista, antiabortista, antidemocrático, antifascista, antifeminismo, antiinflacionario, antiimperialista, anticolonial, anticlericalismo y así por delante.

En lo que sigue, queremos desentrañar algunas claves del anticomunismo, término que ahora último ha estado presente con relativa frecuencia en nuestro debate político. ¿Es un concepto puramente negativo? ¿Es un movimiento de ideas o un mero elemento propagandístico? ¿Sirve para explicar un fenómeno o para denunciarlo?

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Para calibrar la importancia de este término, AC (anticomunismo) contabiliza 782 mil menciones en Google y, en la sección de noticias del mismo buscador, aparecen para Chile más de 60 menciones durante el último mes. Una encuesta de marzo pasado, frente a la discusión sobre si en Chile hay o no anticomunismo y/o fobia al comunismo, la mayoría (75%) considera que sí lo hay, respuesta que se replicaba en todos los segmentos socioeconómicos y etarios. Además, un 60% de los encuestados se declara contrario al PC, aunque no necesariamente “anticomunista”. De hecho, un 32% se define contrario al partido y 28% como anticomunista.

Sin embargo, no se trata solamente de un extendido sentimiento. Ni basta tampoco meramente con calificar a alguien, o a algún argumento, como anticomunista para dar por terminado el asunto. Ni siquiera es suficiente mostrar que hay una gran diversidad de aproximaciones al AC, según países, enfoques de análisis o tipos de polémica envueltos.

Lo más cerca posible de casa, el Diccionario filosófico soviético de 1984, antes del colapso del comunismo al final de esa década, entregaba la siguiente definición de este fenómeno como parte agraviada: “Principal arma político-ideológica de la actual reacción imperialista. El contenido fundamental del anticomunismo son la calumnia contra el régimen socialista, la falsificación de la política y los objetivos de los partidos comunistas y la franca apología del régimen capitalista. En el campo de la economía, el anticomunismo se manifiesta, ante todo, en la negación del carácter socialista del sistema económico de la URSS y otros países socialistas y en el intento de presentar la economía de dichos países como capitalismo de Estado; en el campo de la política, en las calumnias sobre el “totalitarismo” soviético, sobre la infracción de los “derechos humanos”, sobre el “carácter agresivo” del comunismo mundial; en el campo de la ideología, en el machaqueo de la versión absurda sobre la “standarización” del pensamiento en la sociedad socialista”.

Son frases, claro está, que a esta altura del nuevo siglo suenan no sólo fatalmente acartonadas sino definitivamente anacrónicas. Pues fueron escritas cuando aún existía el comunismo; hoy el ángel de la historia sopla en otra dirección.

Como sea, empleado a la manera de una primitiva arma arrojadiza, como hacen varios representantes del PC chileno -ya bien a propósito de la prisión preventiva de Jadue o del despido de un asesor de la Subsecretaría del Interior- el AC pierde todo interés y se convierte en un medio de propaganda y contrapropaganda.

Al contrario, este término se vuelve interesante desde el momento que se identifican sus bases racionales y sus múltiples resonancias en el plano de la comunicación de ideologías. Veamos.

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En lo fundamental, el AC, entendido como un discurso racional frente al fenómeno político-cultural del comunismo, representa una reflexión crítica sobre el comunismo como proyecto ideológico y sus variadas materializaciones durante el siglo XX.

Por lo pronto, dicha reflexión se hace cargo, desde la partida, del hecho de estar frente a un proyecto que fracasó estrepitosamente tras desplegarse como una verdadera epopeya histórica. Efectivamente, del siglo XX se ha dicho que fue el siglo rojo, que el comunismo fue su fe, y que su difusión alrededor del mundo marcó a todos los procesos revolucionarios de liberación nacional y anticoloniales y a la guerra fría. Tuvo pues una proyección histórica cuyos ecos siguen presentes, aunque a contraluz, en nuestras actuales discusiones.

En seguida, la historia del comunismo durante el siglo XX ofrece la figura paradigmática de unas dictaduras ideológicamente conducidas por una vanguardia revolucionaria que controla al conjunto de la sociedad y el Estado. Sus alcances genocidas dieron a H. Arendt la clave para designar como totalitarias a estas dictaduras, tanto nazi como comunista.

Su rasgo más propio es la movilización ideológica de la población; la idea de educarla y reeducarla continuamente inculcándole la ideología del régimen, usando para ello también al arte y a los intelectuales (“ingenieros del alma” como los invocó Stalin), al aparato policial-securitario del Estado y a una combinacion de culto de la personalidad y exaltación nacionalista que aún se observa en los sistemas comunistas tardíos, con Xi en China, los Castro en Cuba y Kim Jong-un en Corea del Norte.

No se está pues frente a un AC primitivo y truculento cuando se dice que el comunismo, una vez vuelto realidad en la URSS, dejó tras de sí una huella de escombros humanos simbolizados por el Gulag y las grandes purgas de 1937-1938. Según señala la investigación académica, las instituciones de purga y confesión revolucionarias nacieron con el propio Partido Bolchevique. “La búsqueda de la pureza en las filas revolucionarias estaba en el corazón del ethos marxista-leninista”. De hecho, desde sus orígenes, el Partido Bolchevique se sometió a purgas regulares destinadas a expulsar a los miembros que se desviaban del camino correcto. El estatuto del PC soviético de 1939 presentó la purga como un principio básico de la gestión del partido.

Con su accionar, cosa que ha sido correctamente identificada por la corriente crítico-reflexiva del AC, el PC soviético condujo la idea de la utopía política moderna al banquillo de los acusados, donde fue condenada por sus consecuencias letales para las poblaciones sujetas a este experimento. La utopía mató a la utopía. Según dijo el sociólogo y pensador francés Raymond Aron a mediados de la década de 1950, “en la mayoría de las sociedades occidentales, la controversia ideológica se está apagando”. La historia, continuó, “ha refutado las exageradas esperanzas depositadas en la Revolución”. Aron admitió que aún surgían tensiones en torno a la igualdad, el empleo, los salarios y la inflación, “pero las ansiedades razonables que evocan no dan lugar a ningún conflicto fundamental” (Aron, 1955). Aquellos fueron los años en que se habló del fin de la utopía, del marxismo como el opio de los intelectuales, del desencanto revolucionario y de las confesiones secretas de Khrushchev al Comité Central del PCUS. El mismo Aron se preguntaba: “¿No se llevó Stalin con su muerte no sólo el estalinismo, sino también la era de la ideología?”.

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El AC racional y argumentativo acierta, además, al constatar que el desencantamiento comunista no logró ser contrarrestado durante el siglo XX. Al contrario, la utopía fue sustituida por los fatídicos “socialismos reales”, los que a su vez proyectan una larga sombra sobre la idea -o, incluso, los ideales- del socialismo. Sobre todo, porque los regímenes postsoviéticos -que persisten en llamarse comunistas (o a veces socialistas con apellido)- se hallan en una suerte de territorio ideológico vacío de significado. Tal como ocurre con el comunismo totalitario dinástico de Corea del Norte; o el socialismo artesanal improductivo de Cuba; o el pujante comunismo de base capitalista de la RPChina; o el “desarrollo de la economía de mercado con orientación socialista” que impulsa el PC vietnamita o, finalmente el socialismo de subsistencia post-pandémico impulsado por el Partido Revolucionario del Pueblo de Laos, el país más bombardeado del planeta que  busca su propio modelo en medio de corrientes culturales divergentes.

Por último, casi como una curiosidad agregada, el enfoque del AC crítico podría fácilmente apuntar en otras direcciones a partir de los escombros dejados por el comunismo soviético y los socialismos reales.

Por un lado, el florecimiento de neo-dictaduras de caudillos pre o pos soviéticos como Putin proveniente de la KGB de la antigua URSS; Lukashenko en Bielorrusia; Nursultan Nazarbayev, que llegó a ser designado por la prensa como “dictador emérito”, primer ministro bajo el régimen comunista soviético de Kazajistán y luego, por tres décadas, presidente  de su país en el tiempo independiente post.

Por otro lado, y convergente con el florecimiento de los regímenes autocráticos del post comunismo, un rasgo definitorio de estos fue la recomposición de sus élites, herederas directas del antiguo régimen soviético. “Los legados de estas relaciones de poder soviéticas son múltiples y aún palpables. Uno de ellos es la política de élite. En muchos lugares, los grupos de élite titulares de la era soviética tomaron el poder en 1992 o volvieron a él poco después de un breve paréntesis en la década de 1990. Construyeron sus nuevos Estados independientes como bastiones de soberanía, no sólo frente a Moscú, sino también en términos de política interna e ideología. Estas élites tratan la política como un juego de suma cero y han intentado mantener su poder intacto con o sin procesos democráticos” (de Waal, 2024).

Según nos recuerda el mismo estudio citado, Azerbaiyán, Bielorrusia, Kazajistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán son Estados unipartidistas. Muchos de sus dirigentes son antiguos cuadros soviéticos o tienen una edad en la que se criaron y educaron en la Unión Soviética. Ilham Aliyev, presidente de Azerbaiyán, y Tokayev, nuevo presidente de Kazajistán, son licenciados por universidades de élite de Moscú. Las nuevas elites así surgidas desde las previas economías y Estados soviéticos han sido, como la prensa ilustra ampliamente, portadoras de una ideología de “capitalismo de amigos”, mafioso, oligárquico o de clientelas.

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Dicho todo lo anterior, se vuelve patente por qué no todo AC es meramente emocional, reaccionario, proto-fascista, engañoso, pro-imperialista y/o inspirado por el deseo de excluir, perseguir y expurgar a dicha ideología, como nuestro PC suele imaginar. Conviene preguntarse en qué medida él mismo se refleja en el espejo del AC crítico y argumentativo que acabamos de visitar.

De entrada, cabe subrayar que nos hacemos esta pregunta desde la óptica de un AC razonable, reflexivo, y no puramente ideológico-propagandístico y de corte autoritario-reaccionario como se desarrolló durante la guerra fría y, luego en Chile, alcanzó su máxima expresión durante la dictadura de Pinochet.

Ese AC febril, insultante, que habla de la ideología comunista como un cáncer social-cultural y de la necesidad de extirparlo, sin duda que sigue vigente en círculos de derechas y reaparece cada cierto tiempo. Piensa que los comunistas no son “verdaderos chilenos” o, incluso peor, que sólo tienen forma o características de lo humano, pero, en realidad, son algo distinto. Como dijo famosamente el Almirante José Toribio Merino en 1986: “Hay dos tipos de seres humanos: unos que los llamo humanos y otros, humanoides. Los humanoides pertenecen al Partido Comunista”, espetó, mientras efectivamente eran perseguidos y venían de ser masacrados en la década anterior.

Hoy ese filón de AC místico, como lo llama un académico de derechas, se plantea de maneras menos extremas, pero igualmente contradictorias y radicales. Por ejemplo, este mismo académico se pregunta sobre si sería razonable que militantes del PC, partido plenamente reconocido por nuestro ordenamiento legal y que además forma parte de la principal alianza del actual gobierno, ocupen cargos en áreas críticas de inteligencia y defensa o si no sería un descriterio, transformándolos así en semi-ciudadanos con sus derechos limitados por razones de sus ideas e ideología.

Otro académico se interroga retóricamente sobre si las fuerzas democráticas de izquierda pueden siquiera “seguir siendo aliadas de quienes reivindican tiranías como la cubana”. Olvida de paso, ¡fascinante lapsus!, que en su propio sector político, intelectual, académico y profesional hay quienes reivindican la dictadura de Pinochet, declaran a este un estadista y explican los crímenes de Estado y las violaciones de los DD.HH. de aquella época como un costo necesario para la instalación de una economía de libre mercado.

En la misma línea anterior, otro tercer académico, novel político del Partido Republicano, haciendo referencia a la figura de Augusto Pinochet, aseguró que efectivamente fue “un hombre que supo rearmar el Estado que estaba hecho trizas (…) hay un dejo de admiración por Pinochet, porque fue un estadista”. Para luego agregar: “Lamentablemente, durante su tiempo a cargo del Gobierno de Chile ocurrieron cosas (sic), las que él no podía desconocer y que habría justificado y son atroces”. Y concluye que, si bien lo anterior “mancha lo que hizo por Chile”, sin embargo, “a la distancia, a 50 años de 1973 y 17 menos hasta el término del Gobierno de Pinochet, debe hacerse una lectura más ponderada (sic) de su gobierno (…) no reducir, con toda la gravedad que tiene, esos 17 años a las violaciones a los derechos humanos, porque nos privamos como chilenos de una comprensión equilibrada de nuestra historia”. El ex Presidente Piñera habló de “cómplices pasivos”; aquí, en cambio, hay un ejemplo de activa justificación, con base en un AC emocional, que proviene de esa misma complicidad.

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Detrás de toda esa imaginería y fraseología hay una suerte de latente nostalgia por un orden político sin PC, tal como quedó consagrado en el artículo 8 de la Constitución de 1980, artículo que fue derogado en 1989 al inicio de la transición hacia la democracia. Se establecía allí: “Todo acto de persona o grupo destinado a propagar doctrinas que atenten contra la familia, propugnen la violencia o una concepción de la sociedad del Estado o del orden jurídico, de carácter totalitario o fundada en la lucha de clases, es ilícito y contrario al ordenamiento institucional de la República”.

Al fondo, ahí residía el núcleo doctrinal de la democracia protegida, pieza fundamental de la Constitución de 1980. Según señala un estudioso del asunto, una característica relevante de la democracia protegida es, precisamente, su carácter doctrinario. “Se define como antimarxista, antisocialista, antitotalitaria y defensora de la libertad, entendida básicamente como libertad económica. Está basada en una concepción militantemente conservadora, descrita como “nuestra concepción humanista de la vida, impregnada de sentido nacional y cristiano”.

Pues bien, separadas las aguas por las más altas cumbres del AC, vuelvo a retomar el argumento de la crítica razonada frente a la conducción política del PC Chile, por lo demás heredero cultural de la tradición estalinista. Como apunta un reconocido historiador contemporáneo del comunismo chileno, “la principal característica de la estalinización fue el acatamiento de las medidas impuestas al Movimiento Comunista Internacional desde Moscú por Stalin. En el caso de Chile, se configuró entre 1933 y 1940, años durante los cuales se asentaron las bases del estalinismo. Desde esa fecha y hasta 1956, cuando Nikita Kruschev denunció en el XX Congreso del PCUS los llamados crímenes de Stalin, el PC chileno vivió su etapa histórica estalinista”.

Su evolución posterior, incluyendo una tímida desestalinizaciónno abandona el molde soviético, en la misma medida que el PC chileno se inscribe plenamente en dicho molde a lo largo de la guerra fría y hasta el derrumbamiento de la URSS en 1989. Por ejemplo, en los años siguientes al XX Congreso se alinea con la URSS en la represión de los intentos de liberalización en Polonia, Hungría y Checoslovaquia. Posteriormente se mantiene al margen de los movimientos eurocomunistas que en países como Italia y Francia y, posteriormente, España y Portugal, buscan una inserción más alineada con los vectores principales de la democracia y con una apertura cultural hacia el debate de ideas.

Más bien, el PC chileno aparece a contrapelo de la historia que sigue al derrumbe soviético, sin realizar un esfuerzo intelectual, ideológico e incluso organizacional de reflexión y renovación, como emprendió el resto de las izquierdas -por ejemplo, el PS, el PPD, los MAPU y la Izquierda Cristiana- en las postrimerías del golpe militar.

Carece, por lo mismo, de una elaboración ideológica propia de cara a la caída de la URSS, la desaparición del modelo comunista y la emergencia de los postcomunismos y regímenes postsoviéticos en algunas partes del mundo sea con fuertes hibridaciones capitalistas y de mercado, como en China y Vietnam, o hibridaciones militar-(sub)desarrollistas como en los regímenes dinásticos de Corea del Norte y Cuba.

Por la misma falla epistémica -incomprensión de las transformaciones del mundo contemporáneo post 1989- el PC ha quedado en vilo  frente a los fenómenos de las nuevas izquierdas latinoamericanas, trátese del neoperonismo-kirchnerista, el socialismo indigenista de Morales y García Linera, el chavismo o socialismo bolivariano, el socialismo del buen vivir de Correa o el autoritarismo-patrimonialista de Ortega-Murillo, al mismo tiempo que se sitúa incómodamente en relación con los gobiernos e ideologías de Lula en Brasil, AMLO en México y Petro en Colombia. Incluso su propia inserción en el gobierno Boric, que desde hace más de un año viene abriéndose hacia una suerte de realismo socialdemocrático, le resulta incómoda, a pesar de ocupar un lugar central en el bloque oficial. En efecto, según escribe Ascanio Cavallo, “la coalición que gobierna es inmensamente heteróclita, más que todos los frentes de izquierda conocidos en la historia. Reúne, por así decirlo, a todos los vestigios políticos e intelectuales posteriores a la Guerra Fría, y para algunos aún resulta difícil comprender por qué se juntan allí los enemigos de la Concertación con los que la fundaron”.

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En un análisis nada de marxista contenido en la Convocatoria de su XXVII Congreso Nacional, nuestro PC habla de que “la rueda de la historia ha seguido girando”. Y luego caracteriza sus propios parámetros ideológicos respecto a América Latina de una manera puramente descriptiva: “Con el triunfo electoral de Andrés Manuel López Obrador en México en 2018 se inició un “Segundo Ciclo”, seguido por las victorias de Cristina Fernández en Argentina en 2019; de Luis Arce en Bolivia aún después del golpe de Estado que destituyó a Evo Morales dos años antes; de Gabriel Boric en Chile, Xiomara Castro en Honduras y Pedro Castillo en Perú en 2021. El impacto de la victoria de Gustavo Petro en 2022, que por primera vez en la historia llevó a la izquierda al Palacio de Nariño en Colombia, fue seguido por la tercera victoria de Lula en Brasil en 2022 y la de Bernardo Arévalo en Guatemala en 2023”.

Tan superficial enumeración se complementa en el mismo documento con una interpretación igualmente leve de la coyuntura política continental: “En este segundo ciclo, el rasgo común del discurso de los candidatos/as durante sus campañas electorales estuvo nuevamente centrado en la crítica a las políticas neoliberales. La prensa internacional mostraba el mapa de América Latina y el Caribe teñido de rojo. Presentada de esa forma, se indujo a la población a la errónea idea de que la izquierda de esos países tomaba el control del poder, de modo que ella tenía que asumir la responsabilidad sobre los diversos dramas sociales no resueltos y de aquellos por surgir. La versión ocultaba que la conquista del gobierno constituye sólo una parte del poder, y que la otra la poseen los llamados poderes fácticos, que desde el primer día comenzaron a operar desde las sombras para revertir las reformas”.

Esta confusa inserción ideológica de nuestro PC en el cuadro de tendencias, dinámicas -y de confusiones- que caracterizan a las izquierdas de la región, se expresa también vívidamente en cuanto a la relación del PC con la democracia y el capitalismo, planos definitorios del Zeitgeist; o sea, del espíritu de los tiempos, el clima ideológico de nuestra época.

La Convocatoria habla del capitalismo salvaje, de Modelo Capitalista Neoliberal (mayúsculas incluidas), de la globalización capitalista. Nada nuevo ahí. Mirando retrospectivamente al siglo XX, el PC reivindica su tradicional línea de pensamiento, esta vez de la mano de Marx: “Tal como lo postula Karl Marx, la lucha que lleva adelante la clase obrera en contra del capitalismo no se agota en sus justas reivindicaciones, mira más allá, en tanto busca la instauración de un nuevo tipo de sociedad: el Socialismo. El triunfo de la revolución, que la clase trabajadora impulsa, también conlleva el fin de la dominación que la burguesía ejerce sobre otras clases y capas sociales, y por eso, las luchas de los trabajadores tienen la capacidad de representar intereses más amplios, y de carácter nacional”.

Y luego, cuál si estuviese poniendo las frases en un recuadro, la Convocatoria exalta el momento cúlmine del triunfo electoral de la UP y de Allende, como si hubiese sido efectivamente un momento revolucionario, equivocada lectura de entonces que aquí repite como un fatal anticipo:

“Momento clave es sin duda el gobierno de la Unidad Popular. El proyecto de transformación social que encabezó el presidente mártir Salvador Allende, poseía un profundo sentido patriótico y nacional. Allende es parte sustantiva de millones de chilenas y chilenos que construyeron ese proceso por décadas.

[…]

La obra más imperecedera de los mil días del gobierno popular es su visionaria estrategia política. La llamada “vía chilena al socialismo” apostó por construir una democracia avanzada de perspectiva socialista, ganando posiciones y revitalizando los espacios democráticos que la institucionalidad de la época permitía. Generando también rupturas y un protagonismo popular como base fundamental de ese proceso. La combinación entre profundización de la democracia y la construcción del socialismo es un acierto histórico que perdura hasta el día de hoy y tiene plena vigencia hacia el futuro.

De hecho, parte de las ambigüedades de fondo del PC, que un AC crítico y racional no puede eludir, se deben justamente a la tensión entre revolución y reformismo y, vinculado a esta, su oscilante posición respecto del empleo de la violencia (el octubrismo) cuando la coyuntura, una revuelta por ejemplo, crea las condiciones para usar todas las formas de lucha, temas que he analizado en anteriores oportunidades.

En esta perspectiva, el programa que despliega el PC en el actual momento histórico no puede sino ser ambiguo y estar cruzado por las tensiones y contradicciones apuntadas antes; contradicciones ideológicas, estratégicas y tácticas. Ni los objetivos son precisos, ni los medios son definidos. El horizonte no es revolucionario, pero tampoco reformista. La perspectiva institucional democrática no es negada mas tampoco se afirma resueltamente. El marxismo está ausente del análisis, pero aún opera cual rito identitario.

En definitiva, según declara la mencionada Convocatoria, el desafío para los comunistas se plantea en la “urgente necesidad de construir una izquierda con un programa nacional emancipador, que declare con voluntad política la necesidad de superar el capitalismo salvaje y sus secuelas en todos los planos de la vida nacional. Una izquierda con vocación de poder, con un amplio arraigo de masas; que sea capaz de influir e incidir en la hegemonía de alianzas y correlaciones de fuerza amplia que, en el campo progresista, siempre está en disputa, como lo demuestra nuestra actual experiencia de gobierno”.

Este planteamiento, ciertamente, es ajeno a las políticas que impulsa el gobierno del que forma parte el PC, al discurso del Presidente Boric y a la visión y el lenguaje de los partidos del Socialismo Democrático, sus aliados y competidores dentro del bloque oficialista. Llegará el momento en que estas tensiones subterráneas y aparentes contradicciones surgirán a la superficie, obligando a las izquierdas a definirse frente al PC y el AC.

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Cierro estas reflexiones argumentativas respecto al AC y la necesidad de ejercerlo críticamente, en cuanto ejercicio intelectual de la razón política, con la siguiente cita del intelectual alemán Peter Sloterdijk, tomada de una entrevista de prensa de enero de 2022. Dice allí: “El siglo XXI es aún una prolongación del XX. Y lo principal del XX fue el auge y caída del comunismo, fue un siglo perdido, de derramamiento de sangre e inmenso sacrificio de vidas”. Ese es el hecho fundamental que, para mi generación, marcó la necesidad de optar entre un reformismo democrático y el camino iniciado por el PC después de la derrota de 1973, el derrumbe soviético de 1989, y al ponerse en marcha la transición de 1990. No debía repetirse un nuevo “siglo perdido”, aún reconociendo el valor de la resistencia del PC chileno frente a la persecución y el exterminio de sus cuadros dirigentes y militantes. No podía tampoco acallarse la crítica al PC, ni entonces ni ahora, aun al riesgo de ser acusado como AC. Ni debe renunciarse a la evaluación y el juicio negativo del PC, su doctrina y estrategias, a riesgo de quedar atrapado en la experiencia de las izquierdas latinoamericanas del siglo XXI que no olvidan ni aprenden nada.

Reflexionar críticamente sobre el anticomunismo, sus razones profundas, los argumentos frente a su auge y caída es, por el contrario, una necesidad para superar, simultáneamente, el comunismo que la historia se encargó de sepultar y el anticomunismo rudimentario, banal y excluyente que cultivan algunos académicos, dirigentes políticos y medios de comunicación de derechas.

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