Educación y economía: entrevistas de CIPER
Junio 7, 2016

30 Mayo, 2016

“Si Chile quiere crecer tiene que superar las limitaciones del neoliberalismo”

Ha-Joon-chang

Hay algo en la vida de Ha-Joon Chang que probablemente muchos chilenos quisieran experimentar. No es el hecho de que sea un economista súper ventas, capaz de explicar en forma simple lo que muchos de sus colegas no pueden; ni tampoco, que enseña en la Universidad de Cambridge, donde Darwin, Newton, Russell, Keynes, Maxwell, Dirac y tantos otros incubaron muchas de las ideas que han dado forma al mundo moderno.

Lo realmente envidiable está en que es coreano y tiene la experiencia de ver cómo su país dejó la pobreza en solo una generación. Su infancia transcurrió en una Corea aún devastada por la guerra y al cumplir 40 años (2003), ya era ciudadano de una de las naciones más prósperas del planeta.

En su libro Malos Samaritanos (RHbooks, 2007) recuerda que a comienzos de 2000 visitó en Seúl una exposición de fotos de Corea de los años de su infancia, cuando nada permitía pensar que había caminos para salir de la pobreza. Entonces era un lujo tener baño al interior de la casa, los colegios amontonaban 90 niños por sala y la economía se basaba en la pesca y en la fabricación de pelucas y textiles baratos. Durante los años 60 uno de los ingresos más importantes del país fue el pago que recibía de Estados Unidos por el envió de tropas a la guerra de Vietnam.

Mientras Chang observaba esas postales de su pasado oyó a un par de veinteañeras comentar: “¿Cómo puede eso ser Corea? ¡Parece Vietnam!”.

Lo que a Chang le era tan familiar, se había vuelto irreconocible para la generación siguiente. La gran cantidad de dinero disponible en la vida de esas jóvenes (y los bienes y oportunidades que éste permite) eran la explicación más evidente para esa distancia generacional. En términos del PIB per cápita, Corea saltó de US$82 en 1960 a US$15.000 en 2003 (en el mismo periodo Chile pasó de US$550 a US$4.000). Chang estima que en esos 40 años el poder de compra de los coreanos creció 14 veces, un salto que al Reino Unido le tomó dos siglos (desde el inicio de la revolución industrial a nuestros días), mientras que a Estados Unidos le demandó un siglo y medio. Ese descomunal crecimiento es conocido como el “milagro coreano”.

Pero la cantidad de dinero no es lo único por lo que esas jóvenes no reconocían a su nación en esas fotos. Había otro elemento, que para Chang constituye una moraleja central del caso coreano y lo diferencia de países como Chile, que habiendo partido antes se han quedado atrás. El país de las fotos solo sabía pescar y pelear. Las jóvenes que miraban esas fotos, en cambio, eran parte de una generación que podía construir barcos, celulares, computadores y autos. En una generación Corea había logrado transformar su estructura productiva, haciendo aparecer empresas innovadoras como Samsung, KIA, LG o Hyundai. El aumento del PIB era solo la consecuencia de ese proceso, el verdadero milagro.

Ha Joon Chang

Ha Joon Chang

En su libro Economía para el 99 por ciento de la población (Debate, 2015), Chang ahonda en estas ideas. Para mostrar lo engañoso que es mirar solo el aumento del dinero, explica que entre 1995 y 2010 el país cuyo PIB más creció en el mundo fue Guinea Ecuatorial, en el centro de África: 18,6% al año, el doble de lo que ha crecido China en las últimas dos décadas. ¿Por qué no se habla del milagro de Guinea? Simplemente porque su crecimiento se debió al descubrimiento de petróleo. “Nada en su economía cambió. Guinea ni siquiera tiene tecnología para extraer su propio petróleo”, argumenta Chang. Peor aún, dado que su elevado PIB “no se consiguió como resultado de que sus ciudadanos mejoraran su habilidad de producir”, cuando el petróleo se acabe o el precio caiga “volverá a ser uno de los países más pobres del mundo”.

Chang menciona que eso fue exactamente lo que le ocurrió a Chile a comienzos del Siglo XX, cuando la desarrollada industria alemana logró producir salitre sintético y nuestra economía se derrumbó. Recientemente el economista Ricardo Hausmann, de la Universidad de Harvard, advirtió que podemos estar repitiendo esa historia. Nuestro crecimiento, dijo Hausmann, ha estado sostenido por el alto precio del cobre y ahora que el precio baja, no hay nada que lo sostenga. Así como Guinea no puede extraer su propio petróleo, Hausmann ha subrayado que son empresas extranjeras las que controlan nuestra minería, a pesar de que hace más de cien años que dependemos de ese negocio (ver entrevista en CIPER).Otros investigadores han destacado, además, que no somos capaces de refinar nuestro cobre.

Para Ha-Joon Chang es un error creer que un PIB alto implica un “desarrollo económico”. Sostiene que esto último se logra solo cuando aumentan las habilidades productivas de las personas: cuando mejora su capacidad de organizarse en emprendimientos innovadores y logran transformar el sistema productivo.

Para conseguir eso no da lo mismo qué producen los países. Aunque una industria de pescado puede ser tan rentable como una industria electrónica, la primera requiere y promueve menos habilidades productivas y organizativas que la última. Según Chang, la evidencia internacional muestra que la mayoría de los países mejoran sus habilidades a través de la industrialización y, especialmente, a través del desarrollo del sector manufacturero, el verdadero centro de “aprendizaje del capitalismo”.

En Chile, sin embargo, el análisis del gobierno y los empresarios no identifica como algo particularmente malo el que Chile siga ligado a la producción de materias primas. El tema casi no es mencionado en la batería de propuestas para mejorar la productividad que se discuten, en parte porque se ha asentado la idea de que lo que conviene es aprovechar las ventajas comparativas de Chile (lo que naturalmente tenemos: cobre, frutas, mano de obra barata), pues “llevar una fruta con embalaje adecuado a Europa, cuidando la cadena de frío, puede generar tanta agregación de valor como exportar un refrigerador”, según explicó la ex directora de ProChile Alicia Frohmann en 2006.

Tanto empresarios como gobierno creen que es urgente mejorar la productividad, entendida como hacer más cosas con menos insumos. Y el problema de productividad se atribuye a que nuestra fuerza de trabajo está mal preparada y a la excesiva burocracia estatal para generar nuevos emprendimientos. Un diagnóstico que justifica, en parte, la fuerte inversión en educación superior (gratuidad universitaria y programas de generación de capital humano avanzado como Becas Chile). Y también explica que la mayoría de las propuestas para aumentar la productividad que discuten gobierno y empresarios apunten a la eliminación de trámites.

Ha-JoonChang cree que el énfasis en la educación está errado. Porque aunque el conocimiento es esencial para innovar, lo que logra cambiar la estructura productiva de un país no es el conocimiento individual, sino el conocimiento colectivo: “Ahí está la gran diferencia entre un país rico y un país pobre”, dice.

Para ilustrar esto cuenta que cuando llegó al Reino Unido a hacer su doctorado se sorprendió con la mala formación de muchos trabajadores del sector servicios. “Entraba a una tienda, compraba tres cosas de 1,15 libras y para cobrarme usaban la calculadora. Me preguntaba: ¿cómo es posible que un país con gente así sea tres veces más rico que Corea? Luego entendí que justamente ahí estaba la clave. Lo relevante no es el conocimiento individual. De hecho, en términos individuales, las personas en países pobres tienden a ser mucho más listas porque necesitan sobrevivir. Lo que hace al Reino Unido más próspero es que colectivamente es más inteligente. Es decir, detrás de toda la gente mal preparada hay una enorme infraestructura, tecnología, organizaciones privadas, regulaciones públicas adecuadas, una red organizada productivamente mucho mejor que en otros países. A eso llamo “conocimiento colectivo”.

Sobre la estrategia chilena comenta:

-Indudablemente para desarrollase se necesita educar bien a las personas. Pero es una fantasía creer que las personas mejor educadas van a crear sus propios trabajos. Esa fantasía se alimenta de la creencia de que Sillicon Valley fue hecho por gente muy bien preparada, como Steve Jobs. Pero Sillicon Valley no se creó así: ahora sabemos que buena parte de eso es resultado de la inversión en la industria militar norteamericana (ver entrevista a Mariana Mazzucato).

Sobre la gratuidad universitaria: “Si Chile no tiene una estrategia para crear trabajos donde las personas mejor educadas puedan desplegar sus habilidades, la enorme inversión que han hecho se va a perder”.

Por eso, Chang argumenta que es un error pensar que con muchos profesionales y técnicos Chile se va a transformar en Alemania o Estados Unidos: “Lo que hace diferente a Chile de esos países no es solo la cantidad de doctorados sino que Estados Unidos tiene a la Boeing y Alemania a la Volkswagen; y cada una de esas empresas está ligada a una red de firmas medianas y de proveedores pequeños”. Esa compleja red de relaciones entre empresas, donde participa el Estado en diferentes proyectos, permite que el conocimiento productivo eche raíces en la sociedad.

Un país donde el conocimiento NO está enraizado es Filipinas. Allí, dice Chang, se han instalado importantes compañías internacionales que exportan tecnología de punta; pero no expanden la tecnología a las empresas locales, no están integradas con el resto de la economía: solo usan la mano de obra barata del país. “Los filipinos no organizaron su industria tecnología, no internalizan la tecnología que producen y, en el momento en que esas empresas se vayan, los filipinos volverán a la agricultura”, explica.

Un país donde el conocimiento sí está enraizado es Alemania: después de la devastación tras la Segunda Guerra, seguía siendo considerado un país desarrollado, mientras que Perú y Chile no. ¿Por qué? Porque pese a la destrucción, los alemanes tenían conocimientos y formas de producir que les permitieron salir adelante muy pronto.

-Usted puede producir cientos de PhD en ciencia, en ingeniería, o en economía, pero ellos podrán hacer poco si no están reunidos, organizados en emprendimientos colectivos y trabajando juntos para crear desarrollo económico. Porque en la economía moderna el desarrollo de las habilidades productivas mayoritariamente ocurre adentro de las empresas antes que a nivel individual. Y si Chile no tiene una estrategia para crear trabajos donde estas personas mejor educadas puedan desplegar sus habilidades, la enorme inversión que ustedes han hecho se va a perder -dijo Chang a CIPER.

POBRES: FLOJOS O TONTOS

Para Ha-Joon Chang el error que comete la política pública chilena se explica en parte porque, siguiendo las ideas neoliberales, descarga toda la responsabilidad del desarrollo en los individuos. El análisis dominante sobre nuestra baja productividad responsabiliza esencialmente a los trabajadores mal preparados. Por debajo de ese argumento oficial, emerge cada tanto una acusación moral: la flojera. A veces se dice directamente (como lo registró la encuesta CEP en 2015, donde el 40% de los chilenos atribuyó la pobreza a la flojera). Otras, se sugiere en discursos bien intencionados del tipo “no hay excusas para que te vaya mal” (ver entrevista a Matías del Río).

Dado que el peso se pone en el individuo, dice Chang, el sistema hace creer a las personas que todo depende de ellos y que si no triunfan es porque “o son flojos o son tontos”. Ese discurso se usa en contra de naciones enteras cuando se quedan atrás. Se culpa a su cultura: dilapidadores, poco serios, bananeros. Chang contra argumenta: “Los alemanes culpan a los griegos de su situación alegando que son flojos pero quieren vivir como alemanes. Sin embargo, de acuerdo a las cifras de la OCDE, los griegos trabajan 30% más que los alemanes y 40% más que los holandeses (oficialmente los más flojos de Europa). La misma opinión tienen los norteamericanos de los mexicanos aunque estos últimos son los que más trabajan en la OECD. ¡Los mexicanos trabajan más que mis compatriotas de Corea!”, dijo Chang en una conferencia reciente.

Para el académico el problema no es -como se hace creer- un asunto de la ética del trabajo, sino de cuán productivo es ese trabajo. Y esa productividad, dice, rara vez es responsabilidad de las personas, sino que depende esencialmente del equipamiento, de la forma en que están organizadas las empresas y operan las instituciones. “Si el país no puede proveer eso, la gente trabajará muy duro sin que su trabajo rinda”, dijo a CIPER. Y agregó: “Si a alguien hay que culpar en México o Grecia es a las personas ricas y poderosas de esos países que, teniendo control sobre los determinantes de la productividad, han hecho poco para proveerlos en la cantidad necesaria”.

Ben Schneider (Foto: web.mit.edu)

Ben Schneider (Foto: web.mit.edu)

En este punto Chang coincide con lo expresado por el cientista político del MIT Ben Ross Schneiderquien explicó a CIPER que la baja formación de los trabajadores no es un problema con el que las empresas se encuentran, sino que, en buena medida, ellas mismas lo producen. Y ello, porque se concentran en la explotación de materias primas, las cuales ofrecen pocos buenos trabajos (quedan en manos de una elite, como mostró el economista de Yale, Seth D. Zimmerman) y muchos puestos de trabajo mal pagados y de mala calidad.

Dado que esa es la realidad del mercado laboral chileno, los jóvenes pobres que invierten en educarse no encuentran empleos acorde a su preparación y, como advierte Chang, la inversión que han hecho se pierde. Schneider argumenta que ese fracaso desincentivará a la siguiente generación a formarse mejor con lo que el problema de las habilidades persiste. El académico del MIT es tajante: el sistema capitalista chileno (al que por su concentración llama “jerárquico” o “familiar”) no tiene capacidad por sí solo de salir de esa trampa de bajas habilidades.

A pesar de lo injusto del análisis, el que se insista en situar la responsabilidad en la espalda del individuo, es para Chang una estrategia política: “Al hacer que las personas se culpen y se sientan avergonzadas de su situación, estas pierden fuerzas y argumentos para cambiar el sistema”. Si en cambio -agrega- tuvieran conciencia de que su situación depende mucho de cómo está organizada la producción, “la gente se preguntaría ‘qué pasa, por qué trabajamos tan duro y eso no rinde’. Y empujarían a las autoridades a hacer cambios en el sistema”.

Pero, ¿qué cambios cree Chang que se deben empujar? La respuesta tiene que ver, al menos en parte, con cómo Corea logró generar ese conocimiento colectivo partiendo desde tan abajo.

MARCHA FORZADA AL DESARROLLO

Durante décadas economistas y sociólogos han buscado aprender y reproducir las claves de la prosperidad coreana.

En los ‘80 estudios del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial argumentaron que el “milagro” se debía a las políticas de libre mercado que esas mismas instituciones fomentaban, en especial a la reducción de la interferencia del gobierno en la economía y a la eliminación de las barreras arancelarias. Robert Wadesociólogo de la London School of Economics, afirma en su libroGobernando al Mercado (Princeton University Press, 1990), que esta interpretación reforzó las convicciones anti Estado de estos organismos y los hizo justificar el imponer políticas neoliberales a los países que no querían aplicarlas.

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Fue así que se conoció en Chile el “milagro coreano”. En los ‘90 el slogan “Chile, jaguar latinoamericano”, reforzó la impresión de que nuestro modelo era el mismo que habían seguido ellos y, por lo tanto, llegar a la misma meta era sólo cuestión de tiempo.

En la última reunión de ICARE en abril pasado, gobierno y empresarios analizaron algunos de los problemas de la baja productividad chilena (ver entrevista), y el ejemplo de los tigres asiáticos sirvió para ilustrar otro tipo de moraleja económica.

El economista Joseph Ramos, presidente de la Comisión Nacional de Productividad, mostró el gráfico que aparece aquí arriba en el que se compara la velocidad de crecimiento de diez naciones desarrolladas entre 1750 y hoy. El Reino Unido (UK) es el primero en iniciar su desarrollo a mediados del Siglo XVIII, gracias a la revolución industrial. Creciendo en promedio 1,5 % anual, UK demoró dos siglos en llegar al elevado PIB per cápita que hoy tiene. Luego comenzó a crecer Estados Unidos, a un 2% anual en promedio; Francia y Alemania a un 2,5%; hasta llegar a China que durante los últimos 20 años ha crecido a un 8% anual.

Ramos resaltó el hecho de que mientras más tarde comienzan los países su desarrollo, más rápido crecen. Eso se explica -afirmó- por lo que los norteamericanos llaman “catch up”, esto es, la copia inteligente de tecnología. “Los norteamericanos crecieron más rápido que los ingleses porque no tuvieron que inventar la máquina a vapor sino que la compraron y la incorporaron a su producción”, explicó Ramos. Del mismo modo actuaron japoneses, coreanos y chinos: aprovecharon la tecnología existente desarrollada por franceses, alemanes y noruegos. Parten su desarrollo usando la tecnología más avanzada.

Esta “copia inteligente” -argumentó Ramos- es el motivo por el que la productividad chilena creció en los ´90. Por ejemplo, cuando se incorporó a la agricultura el riego por goteo inventado por los israelíes. O la introducción de tecnología para la exportación de vino que trajeron empresas españolas en los´80 y que permitió que Chile comenzara a exportarlos. Ramos recomendó volver a esa estrategia para recuperar la productividad perdida (ver a partir del minuto 5 para precisiones técnicas del gráfico).

Tanto los énfasis del FMI de los ´80 como los de Joseph Ramos apuntan a partes relevantes del “milagro coreano” y del desarrollo de las naciones más prósperas. Pero dejan fuera un aspecto sin el cual, en opinión de Chang, ni Corea ni ninguno de los otros países que aparecen en ese mismo gráfico se habrían desarrollado como lo hicieron: el rol del Estado. Al menos durante los primeros 30 años de su despegue, el gobierno coreano dirigió “agresivamente las actividades de las empresas privadas, ordenándoles hacer determinadas cosas y prohibiéndoles otras”, escribió Wade en Gobernando al Mercado, uno de los primeros textos que cuestiona la versión de que los tigres asiáticos son el resultado de políticas neoliberales.

Para el cientista político del MIT Ben Ross Schneider, esta fuerte presencia pública dirigiendo a los actores hacia metas colectivas que podían no coincidir con sus intereses particulares, no es exclusiva de Corea. “Una profunda consideración de las políticas industriales exitosas en el Siglo XX difícilmente puede ignorar esta característica coercitiva”, sostiene Schneider en su libro Capitalismo Jerárquico en Latinoamérica (Cambridge University Press, 2013) (ver entrevista).

En el “milagro coreano” la participación del Estado es tan central que la similitud con el “jaguar” chileno debe reducirse sólo al hecho de que ambos países despegaron económicamente bajo dictaduras (aunque la de ellos fue bastante menos cruenta y nuestro despegue fue bastante menos espectacular y menos largo. Ver gráfico). Mientras Pinochet entregó el escenario económico a empresas y replegó al Estado, la dictadura de Park Chung-Hee no confió en las empresas y no estuvo dispuesta a que, como resultado del libre juego de las fuerzas del mercado, el país siguiera siendo productor de pelucas y pescados. En consecuencia, alineó las fuerzas del mercado hacia una meta nacional: la creación de industria pesada, química y electrónica.

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Muchas de las políticas coreanas se sintetizan en el esfuerzo que hizo ese gobierno para construir una moderna fundición de acero, pieza central de su plan de industrialización. Corea pidió recursos a Estados Unidos, Alemania, Francia y al Reino Unido, pero la idea estaba fuera de la lógica económica: era un país pobre, con mano de obra sin especialización y sin los recursos naturales necesarios. En el artículo “La peor proposición de negocios del mundo”, Chang recuerda que, de acuerdo a la teoría de las ventajas comparativas, “un país como Corea, con mucha mano de obra y poco capital, no debe hacer productos que consuman capital intensivamente, como el acero”, por lo que la recomendación era que desarrollara su industria pesquera.

Como se ha visto, ese argumento se usa en Chile para estimar que no es necesariamente malo que Chile dependa de los commodities.

Para hacer apetitoso el proyecto de la fundición de acero a los privados, el gobierno coreano ofreció subsidios, construcción gratuita de la infraestructura necesaria y rebajas tributarias, pero no hubo inversionistas interesados. Finalmente fue el propio Estado el que pago la planta, usando recursos de la indemnización que pagó Japón por haber hecho del país una colonia durante 35 años.

La refinería comenzó a operar en 1973 y para 1990 era una de las compañías de acero líderes del mundo. Fue privatizada en 2001 no porque operara mal sino porque, cuenta Chang, el ascenso de las políticas neoliberales -que también llegó a Corea- convenció al Estado de no dedicarse a esas cosas. En 2014 era la cuarta productora de acero del mundo.

Ese éxito se repite con distintos énfasis en muchas otras empresas asiáticas donde el Estado empuja la inversión privada en una dirección o la reemplaza cuando esta no aparece. Otro ejemplo es Toyota, que en 1933 era productora de textiles, hasta que comenzó a recibir grandes cantidades de recursos del Estado japonés para transformarse en una industria automotriz. El proyecto duró más de 20 años en los que incluso el gobierno debió salvarla de la bancarrota y supervigiló estrictamente los planes y metas de esta transformación. Lo mismo ocurre en Singapur.

Chang argumenta que si uno lee solo The Economist parece que Singapur es el resultado del libre mercado. Pero no se dice que el 90% de la tierra es del gobierno, que el 85% de las casas son provistas por una corporación gubernamental y que el 22% de la riqueza es producida por empresas estatales, entre las que se incluye una línea aérea nacional.

¿Qué significa esto? ¿Qué los gobiernos tiene más intuición para los negocios que los privados? Por supuesto que no. De hecho, junto a esta lista de éxitos públicos se podría agregar otra igual o más larga de fracasos públicos. Pero entonces, ¿cómo hay que entender el éxito de los “tigres asiáticos”? Y en lo que respecta a Chile: ¿se puede crecer copiando solo la mitad privada del modelo? ¿Es posible que sea eficiente el catch up tecnológico sin la clara orientación con que estos países lo usaron?

Con el TPP los países ricos están pateando muy lejos la escalera que los llevó al desarrollo.

No hay respuesta única. Muchas entidades internacionales, luego de asumir que “las buenas políticas neoliberales” no explicaban el desarrollo de los tigres, comenzaron a preguntarse cómo es que se desarrollaron a pesar a sus malas políticas, ironiza Chang.

La duda se acrecienta cuando este economista muestra en su prolífica obra que el Estado ha estado presente como factor clave en el desarrollo de todos los países que hoy son prósperos, desde el Reino Unido y Estados Unidos (el más proteccionista del mundo en todo el Siglo XIX, dice Chang) hasta Finlandia, Noruega e Italia, que usaron las barreras arancelarias para proteger las industrias que querían desarrollar, crearon empresas públicas cuando las necesitaban y “se involucraron en dirigir el flujo del crédito bancario hacia las industrias estratégicas”, según escribe en Malos Samaritanos.

La duda se acrecienta cuando la economista Mariana Mazzucato explica que la tecnología que hace inteligente a los Ipad no es resultado de la investigación e inversión privada, sino del financiamiento público de Estados Unidos para desarrollar su industria bélica y la exploración espacial. Ese financiamiento se irrigó por todo Sillicon Valley, haciéndolo próspero e innovador. Mazzucato llega a afirmar que, aunque muchos tienen la percepción de que Estados Unidos es el epítome del libre mercado, “es en realidad el Estado el que ha llevado adelante una masiva inversión de riesgo para impulsar la innovación”.

Mariana Mazzucato

Mariana Mazzucato

Para abordar estas dudas, Mazzucato sugiere que el Estado no trata de levantar negocios específicos, ya que en todos estos ejemplos hace algo aún más complejo: movilizar todo un sector de la economía ya sea extendiendo el período de gloria de una industria o creando un nuevo sector tecnológico. Esas tareas son mucho más riesgosas y conllevan un alto número de fracasos. Dado que el capital de riesgo privado no entra en esas inversiones (como lo ilustra el caso de la fundición coreana), su tasa de acierto parece más alta.

Por eso mismo, repara Mazzucato, no hay capital de riesgo en el origen de Sillicon Valley, ni en el despegue de Corea. Y por eso Toyota no decidió por sí sola correr el riesgo del saltar de la textil al negocio automotriz, sino que fue un proyecto público. Para Mazzucato esto refuerza la idea de que el Estado tiene un rol central no solo en mover la frontera del conocimiento (es el gran generador de la innovación), sino en crear el medio ambiente económico necesario; el “conocimiento colectivo” necesario para que otras empresas surjan.

En ese sentido, Corea es para Ha-Joon Chang, el resultado de “una inteligente mezcla de incentivos de mercado y dirección pública”. Es decir, de un pluralismo metodológico que él denomina “planificación indicativa” como alternativa al libre comercio y a la planificación centralizada. Al presentar al Estado como un lastre -sostiene- lo que hacen los países ricos es “patear la escalera” que les permitió desarrollarse, impidiendo que otros suban por ella (Patear lejos la escalera del desarrollo, Anthem Press, 2003). A su vez, al promover solo el libre comercio (es decir, ausencia de monopolios, libre entrada y salida de empresas y mercancías, claros derechos de propiedad, etc.), lo que se promueve es el estancamiento.

La actitud correcta para un país que busca el desarrollo -dice Chang- es tener una caja de herramientas variadas donde no hay actores ni políticas que sean per se malas. Y eso no es un decir: para él incluso el acuerdo de precios entre empresas, como la colusión del papel tissue, los pollos y las farmacias y que han causado indignación en Chile, pueden ser buenas políticas para un país.

-En Corea esos acuerdos se hicieron muchas veces. También en Japón, Alemania y en muchos países que buscan desarrollar industrias. El punto es que, cuando esas industrias están creciendo, si enfrentan una guerra de precios o la competencia internacional, pueden colapsar con lo que todo el capital invertido se pierde. Por supuesto, esos acuerdos se hacen con objetivos sociales claros y con una amplia regulación y control estatal.

Es lo que sucedió con las aglomeraciones empresariales coreanas (chaebol), donde el Estado aseguraba cierto nivel de precio, protección del comercio internacional y financiamiento, a condición de que, dentro de un plazo, las empresas produjeran cierto tipo de bienes con mayor contenido tecnológico y demandando insumos a las empresas nacionales, presionando por el desparrame tecnológico y generando mayores y mejores empleos. La economista Alice Amsden (junto con Chang y Wade,) se refieren a esta política como de “zanahoria y látigo“: de apoyo a la empresa pero bajo criterios de desarrollo nacional impuestos desde el Estado.

-En Chile, los acuerdos de precios que hemos conocido parecen llevar a que las empresas se mantengan en el negocio de las materias primas. 

-Claro. Mi punto es que las diferentes estrategias las puedes transformar en algo productivo. Si a una empresa se le ofrecen cinco años de estabilidad en los precios a cambio de que invierta en tecnología, eso puede terminar en algo positivo para el país.

Gabriel Palma

Gabriel Palma

En ese sentido, Chang cree que nuestro crecimiento ha sido bajo durante mucho tiempo porque estamos chocando contra una pared hecha con los límites que el neoliberalismo impone. Piensa que Chile tiene que sacudirse de la mirada unidimensional y analizar más abiertamente sus problemas y posibilidades:

-Crecer solo al 3,5% durante el boom de los commodities, un boom que no ha tenido precedentes, muestra que ustedes no han conseguido dar un salto en el desarrollo. En la agricultura no han salido de los berries… Como dice Gabriel Palma, ustedes van incluso para atrás (ver columna). Mi impresión es que están chocando contra una pared que ha sido construida políticamente y si quieren ir más allá y crecer, tiene que superar las limitaciones que el neoliberalismo le pone a las políticas de desarrollo.

LO QUE HIZO COREA, PROHIBIDO EN CHILE

Superar esas barreras a Chang no le parece fácil, pues a través del Acuerdo Transpacífico (TPP) impulsado por Estados Unidos y que firmó Chile a comienzos de año (falta la ratificación del Congreso), nuestro país continúa limitando su batería de estrategias.

El chileno José Miguel Ahumada estudia su doctorado con Ha-Joon Chang como profesor guía. Su tema es justamente el efecto de los acuerdos internacionales firmados por Chile en las políticas industriales y pro-desarrollo (desde el TLC con Estados Unidos al TPP). Ahumada dice que estos acuerdos “vuelven ilegal prácticas que les permitieron a los países desarrollados llegar al sitial que tienen”. Y explica que el boom económico de Chile desde mediados de los ‘80 a mediados de los ‘90, estuvo vinculado a políticas públicas importantes, como “los controles de capitales, subsidios a las exportaciones (por ejemplo, el llamado reintegro simplificado) y fuertes inversiones públicas en sectores con potencial dinamismo”. Sin embargo, esas políticas se dejaron de lado a cambio de la promesa de acceder a nuevos mercados a través de estos tratados.

Se creía, explica Ahumada, que “al abrir más mercados iba a crecer la capacidad exportadora, lo que implicaría generar economías de escala y a su vez incentivar a las empresas a diversificar sus exportaciones. En teoría, estos acuerdos permitirían llegar a una segunda fase exportadora y pasar por ejemplo, de vender duraznos frescos a venderlos enlatados”.

Pero esa segunda fase se abortó a comienzos de 2000. Ahumada estima que fue crucial el hecho de que estos tratados redujeran la intervención pública. Por ejemplo, luego del TLC con Estados Unidos se ha hecho muy difícil controlar el flujo de capitales especulativos, algo fundamental para mantener el dólar en un nivel que permita exportar. Y agrega que si ahora quisiéramos enmendar el rumbo y aplicar las políticas industriales que usó Corea para su despegue, nos encontraríamos con que el TLC con Estados Unidos y las normas de la OMC las prohíben: “Por ejemplo, requerir contenido nacional a una inversión extranjera, exigirles transferencia tecnológica u obligar a las empresas internacionales la contratación de mano de obra nacional”. Y señala que el TPP y los acuerdos comerciales anteriores han sido buenos solo para los productores de materias primas:

-Las exportaciones no se han diversificado desde los ´90 mientras la productividad está en caída libre. Después de estos tratados, ¿quiénes exportan hoy? El 70% de lo que Chile vende afuera lo produce el 0,1% de las empresas. Y ese 0,1% esta desconectado de la matriz productiva nacional, como pasa en Filipinas. No hay un encadenamiento productivo, con Pymes integradas de modo que el beneficio de la exportación se irradie hacia otras empresas. Las empresas exportadoras son básicamente enclaves concentrados en materias primas. Y mientras ellas se benefician con estos tratados, las pequeñas y medianas empresas tienen que competir con las importaciones que entran sin barreras arancelarias. Ese es el alegato de las Pymes y la agricultura tradicional que no han sido considerados porque políticamente son muy débiles. Quienes han empujado estas negociaciones son las grandes empresas, los Matte, los Angelini, etc., pues estos tratados benefician el crecimiento rentista.

La conclusión de Chang es que con estos tratados “las naciones ricas patean aún más lejos la escalera que los llevó al desarrollo”.

A LOS QUE AMENAZAN CON IRSE

Hace un par de semanas Ha-Joon Chang firmó -junto a 300 destacados economistas de todo el mundo (entre ellos Thomas Piketty, Jeffrey Sachs, Mariana Mazzucato y Angus Deaton)- una carta dirigida a los gobiernos de Estados Unidos y el Reino Unido instándolos a presionar para terminar con los paraísos tributarios. La carta fue una reacción al escándalo internacional que provocaron los “Panamá Papers” . “Estos paraísos son criaturas que sirven a los grandes poderes y son absolutamente abusivos. Lo que vemos en los ‘Panamá Papers’ es que estos lugares son simplemente canales para una masiva ilegalidad y corrupción”, dijo Jeffrey Sachs, profesor de la Universidad de Columbia.

Si las personas tuvieran conciencia de que su situación depende mucho de cómo está organizada la producción del país “la gente se preguntaría ‘qué pasa, por qué trabajamos tan duro y eso no rinde’. Y empujarían a las autoridades a hacer cambios en el sistema”.

Ha-Joon Chang afirma que los usuarios de esos paraísos son free riders (personas que se aprovechan del esfuerzo de los demás): “Prosperan en un país, usando su infraestructura, su sistema judicial, su mano de obra, sus consumidores, pero se niegan a colaborar con el desarrollo de ese país”.

-El argumento de quienes usan esos paraísos fiscales suele ser que allí tienen seguridad jurídica y bajos impuestos. Usan esos reductos para decir que si en Chile les suben los impuestos, se van.
-Déjenlos irse entonces. No va a pasar nada. Primero, no todas las personas ricas son free riders; los que se queden van a pagar más impuestos y contribuir mejor a su sociedad. Pero no creo que se vayan muchos. Si los bajos impuestos fueran lo mejor, por qué no están con sus empresas en Jamaica, que tiene unas tazas de 5%; o en Albania, que tiene un impuesto corporativo de 10%. Yo creo que los países pueden decirles a esas personas, “si usted está involucrado en transacciones con paraísos tributarios, tiene que pagarnos más impuestos”. Y si se van, creo que es mejor tener menos dinero un tiempo pero contar con gente que esté dispuesta a colaborar y trabajar en democracia. Eso va a traer prosperidad.

-Usted boga por un sistema productivo donde Estado y empresas se vinculen y trabajen juntos, ¿no conduce eso a más corrupción?
-La corrupción está en todos los sistemas. Corea tiene mucha y es un asunto difícil de abordar. En mi país el sector defensa y la infraestructura han sido muy vulnerables. Pero se logró proteger a las manufacturas, de modo que los planes y metas se llevaran efectivamente adelante y se usaron adecuadamente los recursos. Hay que asumir que no se puede eliminar la corrupción. Lo que se puede hacer es proteger más las áreas que son importantes para la economía.

-¿Hay que pensar en algo así como una corrupción sustentable?
-Jajaja, en cierto sentido. Si mira la historia de los países desarrollados, descubre que fueron muy corruptos, mucho más de lo que hoy puede ser Chile, y a pesar de eso lograron desarrollarse. El punto es que por la amenaza de corrupción no puedes renunciar a hacer política industrial. Todo tiene riesgos, pero los países necesitan esas políticas para crecer.

ALEMANES “POCO HONESTOS” Y JAPONESES “FLOJOS”

Pese ha haber sido mucho más pobre que Chile, hoy Corea no solo es más próspera sino que está resolviendo mejor algunos problemas en los que estamos entrampados. Es un país tres veces más productivo y mucho menos desigual: mientras el 70% de los trabajadores chilenos gana menos de $454.031, el ingreso promedio (datos de la Nueva Encuesta Suplementaria de Ingresos 2013), lo que en términos de GINI se refleja en un coeficiente 0,51; los coreanos exhiben una distribución después de impuestos cercana a la de los países nórdicos: 0,35.

Por esos resultados parece un modelo deseable de imitar. Sin embargo, es válido preguntarse cuánto del desarrollo de Corea es realmente reproducible y cuánto está indisolublemente ligado a su cultura.

Para Chang, la cultura no es una limitación al hablar de desarrollo económico. En su libro Malos Samaritanos recuerda que los alemanes, antes de iniciar su despegue y desarrollar una eficiente y ordenada cultura productiva, tenían fama de deshonestos entre los más ricos de Europa; y los japoneses, antes de iniciar su despegue a comienzos del Siglo XX, tenían fama de flojos.

malos-samaritanos-libro“Es un error tratar la cultura como un destino. La cultura -o lo que aparece como tal- puede ser resultado de las condiciones económicas”, dijo Chang a CIPER. Explica, por ejemplo, que las naciones agrarias usan el tiempo en forma muy distinta a la precisión que requiere la industria, y eso puede ser interpretado como flojera, cuando es el resultado de un tipo de producción. Así también, la introducción de una nueva forma de producir, cambia la cultura: potencia algunas habilidades y opaca otras. “Los coreanos no siempre fuimos como somos ahora”, puntualiza.

En ese proceso la política juega un rol importante. Tanto en Chile como en Corea las dictaduras usaron activamente el miedo y el control de la prensa para fijar valores sociales y comportamientos económicos. En Chile se introdujo la idea de que el desarrollo era el resultado del libre mercado y que cualquier participación del Estado, más allá de su rol subsidiario, era ineficiente. En Corea ese poder se usó para transformar el ahorro y la inversión en tareas patrióticas. Chang recuerda, por ejemplo, que se incentivaba a los niños a denunciar a quienes fumaban cigarros extranjeros pues “cada céntimo debía dedicarse a la compra de maquinarias e insumos para desarrollar la industria”. Durante mucho tiempo, cuando Chang veía a alguien fumar, sentía que aunque no estuviera cometiendo un delito grave, esa persona era en cierta medida un traidor.

Por último, es necesario destacar que pese a su gran prosperidad, Corea convive con un grave problema de salud mental. Tiene las tasas de suicidio más altas entre jóvenes en la OECD. Un grupo de alto riesgo son los que han desertado de Corea del Norte buscando libertad. Corea del Sur vive la paradoja de haber dejado atrás la pobreza que hace difícil sobrevivir, pero sigue siendo una sociedad donde la vida parece ser muy dura.

Más pobres, menos organizados, trabajando más horas que ellos, los problemas de salud mental de los chilenos son también de campeonato mundial, incluyendo la tasa de suicidio de jóvenes. Peor, esos problemas no llegan por igual a todos, sino que siguiendo el nivel de ingreso, Chile está desigualmente deprimido.

Nota de la Redacción: En la conversación con Ha-Joon Chang participó José Miguel Ahumada. La redacción y edición de esta entrevista es entera responsabilidad de Juan Andrés Guzmán.

Esta entrevista es parte de una serie de diálogos con investigadores como Mariana Mazzucato, RM Phillips Professor en Economía de la Innovación en la Universidad de Sussex (ver entrevista en CIPER) y Ben Ross Schneider, Ford International Professor en Ciencia Política en el MIT (ver entrevista en CIPER), que busca ampliar el debate actual de por qué Chile crece poco y qué vías hay para enfrentar ese problema.

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4 de mayo 2016

“El capitalismo jerárquico de Chile difícilmente puede ser defendido por los partidarios del libre mercado”

MIT Political Science Web Update

El bajo crecimiento económico y la desconfianza hacia la elite política y empresarial dominan hoy el debate en Chile. El martes 19 de abril, prácticamente a la misma hora, se expusieron en Santiago dos formas muy distintas de encarar estos problemas. La prensa económica no reparó en esta curiosa coincidencia porque solo cubrió uno de los eventos.

En la CEPAL la economista Mariana Mazzucato, autora del superventas El Estado Emprendedorofreció una conferencia en la que rescató al Estado en su rol de motor de la innovación. Contra las ideas dominantes que lo pintan como arcaico e inútil, Mazzucato mostró que buena parte del éxito comercial de Apple, de la farmacéutica GlaxoSmithKline o de Google, tienen su origen en una cuantiosa inversión pública en investigación y no, como se cree, en el espíritu de aventura de algunos inversionistas. El capital de riesgo, afirmó, llegó a esos negocios cuando el riesgo ya había pasado.

Mariana Mazzucato

Mariana Mazzucato

Para tener crecimiento sostenido -argumentó Mazzucato- es clave que el Estado asuma financieramente grandes “misiones” (al estilo del desafío norteamericano de llevar un hombre a la Luna), pues muchos sectores económicos se activan al intentar dar solución a los problemas que esas misiones plantean. Mazzucato dijo a CIPER que, si en este modelo no se reconoce el aporte del Estado, “no solo entendemos mal cómo ocurre la innovación, sino que alimentamos la desigualdad, permitiendo a las firmas recibir mucha más recompensa de la que les corresponde si tomamos en cuenta lo que pusieron en el proceso”.

En paralelo, los empresarios convocados por ICARE exponían en el Hotel Haytt su visión y propuestas para reactivar la economía, cuyo lento crecimiento el Banco Central proyecta entre 1,25% y 2,25% para este año. Expusieron: Alberto Salas, presidente de la Confederación de la Producción y el Comercio, organismo que llegó con 109 propuestas; el economista Joseph Ramos, presidente de la Comisión Nacional de Productividad, que aportó  21 propuestas. Y la Presidenta Michelle Bachelet, cuyo gobierno hizo otras 22 propuestas.

En esa reunión, las ideas de Mazzucato habrían sonado extrañas, pues el Estado solo fue mencionado como culpable de poner trabas burocráticas al crecimiento. De hecho, de  las 152 propuestas, la mayoría de las que aluden al Estado buscan cambiar normas laborales o financieras y bajar impuestos, es decir, achicar y redirigir la burocracia para que la inversión privada vuelva a ser el motor de la economía. El abogado Juan Carlos Eichholz, uno de los expositores, anotó que varias de esas propuestas llevaban años sobre la mesa. Dijo que no se concretaban por la existencia de grupos de poder dentro del Estado, por ejemplo, los funcionarios públicos del Registro Civil o los notarios.

La débil formación de la fuerza de trabajo también fue mencionada en ICARE como responsable del bajo crecimiento. Desde hace tiempo hay acuerdo en ese punto (ver informe del BID de 2001), y eso ha justificado un sinnúmero de políticas educativas, como el Crédito con Aval del Estado (CAE) o la actual política de gratuidad universitaria. Sin embargo, eso no ha sido suficiente: un tercio de la fuerza laboral es analfabeta funcional, recordó Joseph Ramos, por lo que no sólo nos toma más tiempo producir sino que hay muchas cosas que simplemente no podemos hacer.

Probablemente, porque estaba la Presidenta presente, no se mencionó con la intensidad usual la otra gran causa que los empresarios esgrimen para el bajo crecimiento: la incertidumbre que habrían creado entre los inversionistas las reformas estructurales del gobierno, especialmente la tributaria y la laboral.

En su discurso, la Presidenta celebró los puntos de acuerdo de los paquetes de propuestas, entre ellos, la simplificación de trámites para facilitar el emprendimiento; fomentar el vínculo entre empresas y universidades para generar respuestas innovadoras a los problemas productivos; y hacer coincidir la educación de los colegios e institutos con las necesidades productivas. Bachelet  llamó a los empresarios a una convergencia: “ya no meros diagnósticos y análisis, sino pasar a la acción”.

Como la posibilidad de éxito de cualquier acción depende no solo de la calidad de datos que se consideren, sino también de la información y de los actores que deja fuera el análisis, hay que decir que en el encuentro de ICARE lo que se omitió fue lo que estaba más presente: la empresa y sus decisiones productivas, la forma de pensar de sus dueños tanto en los negocios como en la sociedad. Se habló del impacto de grupos de poder dentro del Estado, pero no de cómo se ve afectada la productividad cuando las empresas tienen una posición dominante en el mercado y ejercen control de los precios a través de acuerdos con la competencia. Una violación a las reglas del mercado que se investiga respecto de los pollos, los supermercados, el papel tissue, etc.

Se habló de la burocracia como freno, pero no se analizó nuestra dependencia de la explotación de materias primas, ni se discutió cómo abrir sectores nuevos y qué rol le cabe al Estado en esa apertura.

El análisis que hacen importantes investigadores internacionales -que se presenta a continuación- indica que no mirar a las empresas hace comprender mal las causas del problema productivo y genera respuestas incompletas. Un asunto que se vuelve capital cuando la Presidenta anuncia que ya no es tiempo de más análisis sino de actuar.

LA CULTURA DE LA ELITE

Hace pocos meses, Ricardo Hausmann, economista de la Universidad de Harvard, dijo a CIPER que Chile sabe muy poco para ser desarrollado: “El problema es que el precio del cobre cayó y la economía chilena no tiene otra cosa que la empuje. Y las cosas que no son cobre son los mismos arándanos que están vendiendo hace 30 años”. Para Hausmann, si casi no crecemos no es principalmente por las reformas que está haciendo el actual gobierno -como han argumentado el ex Presidente Sebastián Piñera o el economista Sebastián Edwards-, sino por nuestra incapacidad de crear nuevos negocios y actualizar los viejos para que sigan siendo rentables.

Ricardo Hausmann

Ricardo Hausmann

En contra de nuestra obsesión por el Producto Interno Bruto (PIB) como indicador de cuán cerca estamos del desarrollo (nuestro PIB per cápita es de US$15.000 y nos faltan US$7.000 para alcanzar a Portugal), Hausmann argumenta que esa cifra es sólo el reflejo de lo que de verdad nos separa de los países prósperos: la variedad y complejidad de los productos que sabemos hacer. Los números de nuestras exportaciones le dan la razón: el 65% son materias primas, y de ellas, el 80% es cobre. Más grave: la mitad de ese cobre se exporta sin refinar, es decir, vendemos una arena negra 30% cobre, 70% escoria (ver columna de Felipe Correa en CIPER)

Cuestionando la convicción chilena de que mejorando la educación mejoraremos nuestra productividad, Hausmann argumenta que lo que saben hacer los países, lo saben en sus empresas, no en sus escuelas o universidades. Es decir, el desarrollo no pasa –no solo- por mejores mallas curriculares o mejores profesores, sino por lo que ocurre y no ocurre al interior de las empresas: qué producir, cuánta tecnología ponen en ello, cómo se organiza el trabajo, etc. Y afirma que, en muchos casos, son las empresas que quieren producir algo las que forman a sus trabajadores.

Desde un punto de vista productivo preguntarse por qué Chile no es Finlandia, equivale a preguntarse por qué la Papelera (empresa estrella del Grupo Matte) no es Nokia, como afirmó en 2006 el rector de de la Universidad Adolfo Ibáñez, Andrés Benítez en revista Capital. El ejemplo es certero porque la finlandesa Nokia partió siendo una empresa forestal como la Papelera, pero tras una fuerte y constante inversión llegó a dominar el mercado de los celulares.

Esta dependencia de las materias primas, que en Chile no se discute, es para varios investigadores un freno central para el crecimiento. Ha-Joon Chang, economista de la Universidad de Cambridge, describe la debilidad de este tipo de desarrollo en su libro Malos samaritanos (2007 RH business books). Dedicarse a explotar bienes primarios, explica, puede ser buen negocio durante un tiempo, como lo fue para Argentina que llegó a ser el quinto país más rico del mundo a comienzos del Siglo XX gracias al trigo y la carne. El problema está en el largo plazo. Primero, porque la productividad de los commodities crece más lento que la de las manufacturas y es fácil quedarse atrás (usted puede inventar una forma de ensamblar un refrigerador en la mitad del tiempo que su competidor, pero difícilmente logrará que en un mismo terreno quepan mas vides para producir más vino).

Segundo, dice Chang, porque el crecimiento de los países está basado fundamentalmente en las habilidades que tienen sus empresas y trabajadores para organizarse en tareas complejas y transformar sus formas de producir. Un país que depende de la mano de obra barata o de la explotación de materias primas no desarrolla esas habilidades y queda a merced de que lo que produce hoy sea reemplazado por la tecnología de países más hábiles.

Ha-Joon Chang

Ha-Joon Chang

En ese sentido, para Hausmann, el elemento que impide a Chile dar un salto hacia nuevas industrias está en la cultura de nuestra elite, la cual carece del know how para producir cosas nuevas, pero además, no usa las herramientas de que dispone para revertir esa situación. Hausmann lo ejemplifica con el uso que las empresas hacen del Fondo de Utilidades Tributables (FUT). Desde 1986 el FUT les permite a las firmas posponer el pago de impuestos cuando reinvierten sus utilidades, lo que ha hecho que se acumulen cerca de US$200 mil millones, la mayor parte de ellos en la última década. Sin embargo, en el mismo periodo la inversión privada en Investigación y Desarrollo (I+D) ha sido poco más del 30% del gasto nacional: alrededor de US$300 millones por año.

-Me sorprende lo bajísima que es la inversión en investigación y desarrollo de las empresas chilenas, a pesar de contar con este tratamiento fiscal especial que es el FUT -dijo Hausmann a CIPER.

EL CAPITALISMO JERÁRQUICO

Durante la última década, Ben Ross Schneider, cientista político del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), ha investigado por qué a pesar de la riqueza que se ha acumulado en algunos sectores, seguimos sabiendo tan poco.

Parte de las respuestas que ha encontrado están contenidas en su libro Capitalismo Jerárquico en Latinoamérica (2013, Cambridge University Press) y en un trabajo más reciente: Diseñando política industrial en Latinoamérica(2015, Palgrave). Para Schneider, la poca variedad de productos que producen los latinoamericanos –y la poca tecnología que agregan a los procesos- está vinculada a la existencia de grandes conglomerados familiares que dominan la economía.

Schneider repara en que pese a su relativo tamaño pequeño, “Chile tiene un desproporcionado número de grandes firmas”. Algunas están especializadas, como Lan; pero la mayoría tiene presencia en tres o cuatro sectores básicos, como los grupos Matte (forestal, minería, energía, banca), Angelini (forestal, minería, pesca, combustibles) o Luksic (minería, energía, bebidas, banca). Schneider los llama “grupos diversificados”.

Para Schneider, los grandes conglomerados no son necesariamente negativos. Al contrario, la experiencia internacional le indica que, en la tarea de buscar nuevas áreas de desarrollo que permitan diversificar la producción de los países, ellos son buenos partners “debido a que conocen el espacio productivo y fácilmente pueden identificar un sector interesante al que moverse”.

Sin embargo, los grupos latinoamericanos operan de otra manera. Primero, invierten muy poco en investigación: mientras Corea invierte el 3% de su PGB en Investigación y Desarrollo (I+D), Chile destina sólo el 0,4%. Y mientras en Corea la mayor parte de ese gasto lo hacen las empresas, en Chile solo aportan poco más del 30%. Es decir, el empuje para lograr un salto tecnológico es débil “y lo hace mayoritariamente el Estado”, enfatiza Schneider.

Además, su poder sobre la sociedad es tan grande que tienden a transformarse en monopolios u oligopolios en los sectores que dominan, lo que significa que tienen capacidad de controlar los precios en el mercado. Debido a eso, afirma Schneider, aunque nuestra economía se llama “de mercado”, muchas decisiones cruciales no se toman en el mercado, sino al interior de los “grupos diversificados” y de acuerdo a sus intereses.

Esto constituye un tipo de capitalismo muy distinto al que hay en Estados Unidos o el Sudeste Asiático. Schneider lo ha bautizado como “capitalismo jerárquico” y dice que Chile es el caso clásico. Dado que estas grandes empresas están controladas por unas pocas familias, el académico del MIT piensa que este “capitalismo familiar”, como también llama al modelo chileno, “difícilmente puede ser defendido por los partidarios del libre mercado”.

Ben Ross Schneider (Fuente: berkeley.edu)

Ben Ross Schneider (Fuente: berkeley.edu)

Estas empresas y también las multinacionales instaladas aquí –afirma Schneider-, “deciden qué se exporta, qué tipo de capacitación se requiere”, y también “cómo se organiza el acceso al capital, a la tecnología y los mercados”. Refiriéndose a la colusión de precios que se ha detectado en Chile, Schneider afirmó a CIPER: “Dado que el capitalismo jerárquico tiende a concentrar mucho poder en pocas corporaciones, puede producir carteles. Lo que hoy estamos viendo no me sorprende en realidad”.

En ese contexto, la posibilidad de corrupción se acrecienta debido a que muchos conglomerados se benefician de sectores regulados por el Estado. Las regulaciones, remarca Schneider, son técnicamente complejas y tanto los ciudadanos como los medios de comunicación y los políticos carecen de la experticia y del interés para estar atentos a ellas. Se produce así lo que el cientista político Pepper D. Culpepper llama “la política silenciosa”, donde al amparo de la complejidad, las empresas obtienen grandes ventajas. De hecho, en los sectores regulados, la única gran amenaza es el cambio en las normas, por lo que los grupos dedican tiempo e ingresos a esta política silenciosa, explica Schneider.

Un punto muy relevante es que el control que tienen estas grandes compañías sobre los precios les permite acumular mucho efectivo, el que usan para expandirse a otras regiones o para saltar a otras actividades económicas. Schneider ejemplifica el impacto de esta práctica en la empresa mexicana Cemex (Cemento y Concreto), que controla alrededor de dos tercios del mercado de su país. La falta de competencia hace que los consumidores mexicanos paguen el doble por el cemento que los consumidores norteamericanos. Eso le permite a Cemex acumular mucho efectivo el cual usa para expandirse agresivamente a otros mercados, arrinconando a la competencia, explica Schneider en su libro sobre el capitalismo jerárquico. Y agrega que el control que tienen estas firmas sobre precios y mercados les hace la vida más fácil y reducen su esfuerzo por mejorar su productividad.

Aplicando este razonamiento a los casos de colusión de precios que se han investigado en Chile, es válido preguntarse si esa es la razón de por qué los “grupos diversificados” chilenos son prósperos y se mantienen atados a las materias primas. En su libro, Schneider aborda ese punto preguntándose por qué la Papelera no aprovechó el boom de las materias primas para transformarse en Nokia. El Grupo Matte –escribe Schneider- es poco especializado, con una gama de inversiones poco innovadoras. Para ese tipo de grupos, explica, “las alzas en los precios de las materias primas se vuelven una tentación irresistible para invertir más en commodities y reforzar su estrategia de desarrollo”.

EQUILIBRIO DE MALAS HABILIDADES

Pero la estrategia de desarrollo que es buena para los grandes conglomerados, no es necesariamente buena para todo el país. En opinión de Schneider, uno de los problemas más complejos que caracterizan al “capitalismo jerárquico” y que limitan la posibilidad de los países de ser productivos, es lo que llama la trampa de las “bajas habilidades”.

En primer lugar, dice, están las grandes empresas que podrían hacer investigación y desarrollar bienes con valor agregado, pero prefieren dedicarse a la explotación de materias primas. Dada esa elección, ofrecen pocos puestos para trabajadores especializados y muchos empleos para los que se requiere poco o ningún estudio y muy mal pagados. Debido a que los escasos buenos puestos de trabajo tienden a quedar en manos de las clases medias y altas (los economistas Javier Núñez y Roberto Gutiérrez mostraron en 2004 que el apellido pesa más que el rendimiento académico en el ingreso de un profesional chileno), los estudiantes pobres y de sectores medios bajos (la mayoría) corren un mayor riesgo al invertir dinero y tiempo en una formación más compleja. Ese riesgo lleva a que menos jóvenes se decidan a especializarse, por lo que la formación de la fuerza de trabajo mejora lentamente.

En este punto el ciclo se reinicia pues si alguien quiere hacer negocios fuera del rubro de los commodities no encontrará el capital humano necesario. Resultado: las nuevas inversiones se siguen dirigiendo hacia las materias primas y los trabajos continúan siendo malos y mal pagados.

Esta perspectiva permite dar otra mirada a los problemas que ha tenido Chile al buscar impulsar la productividad concentrándose sólo en reformas educativas. Por ejemplo: la crisis del CAE que en 2011 sacó a las calles a miles de jóvenes. Fuertemente endeudados en la educación superior, el 40% de los egresados no conseguía salarios suficientes como para cancelar sus deudas. Las explicaciones más frecuentes apuntaron a las altas tasas de interés del CAE (varios artículos de CIPER examinaron el negocio que hacían los bancos) y a la mala calidad de la formación de muchas instituciones, la que no permitía a los estudiantes acceder a los buenos empleos (como argumentaron Sergio Urzúa y Arturo Fontaine).

El análisis de Schneider sugiere, en cambio, que el problema central puede estar en que el “capitalismo jerárquico”“no ha producido buenos trabajos, ni desarrollo equitativo y probablemente no los pueda producir por sí mismo”. Es decir, el problema no se debería (o no solamente) a que los jóvenes estén más o menos endeudados, mejor o peor preparados, sino que los trabajos para los que estudian no existen o son muy escasos.

“Hay una brecha entre lo que están estudiando los jóvenes y los trabajos que el sistema puede generar”, remarca Schneider. Dado que esa brecha no se ha cerrado, es razonable preguntarse por el destino que tendrá la enorme inversión en formación en capital humano que está haciendo Chile a través de la educación gratuita universitaria, o de programas como Becas Chile. ¿En qué van a trabajar todos estos jóvenes mejor preparados si, como dice Schneider, el modelo chileno probablemente “no pueda producir por sí mismo” mejores empleos?

CAE-2Más aún, dado que Michelle Bachelet dijo en ICARE que un gran punto de acuerdo es adecuar la formación de los colegios e institutos a las necesidades de la empresa, ¿qué van a enseñar las escuelas si las empresas no se mueven hacia actividades más complejas?

La trampa de la baja capacitación se agrava con la rotación en los empleos que caracteriza al mercado laboral latinoamericano. Schneider resalta que el promedio de permanencia en un empleo en el continente, es de tres años, en contra de los 7,4 años en los “tigres asiáticos”. La economista Kirsten Sehnbruch, del Instituto de Políticas Públicas de la Universidad Diego Portales, aporta cifras peores: el 35% de los trabajadores chilenos cambia de empleo cada siete meses. Y saltan, en general, a una actividad distinta. No es mucha la especialización que se puede lograr así.

Todo esto lleva a considerar desde otra perspectiva el problema de la formación de la fuerza laboral que traba la productividad. No es sólo un problema con el que se encuentran las empresas, sino que ellas también han ayudado a generarlo.

Aunque Schneider reconoce que Latinoamérica ha cerrado algunas brechas macroeconómicas con el mundo desarrollado, y Chile ha sido bastante exitoso en ese plano, cree que el “capitalismo jerárquico”no puede por sí solo llevar a las empresas fuera de la “trampa de las bajas habilidades”. Por el contrario, Schneider explica que el boom de los commodities ha hecho que el modelo jerárquico se consolide sobre todo en el ámbito de las instituciones: grandes y poderosos conglomerados; un Estado replegado y débil; y una fuerza laboral atomizada, atada a malos empleos.

Por ello sugiere que llamar a países como Chile “emergentes” o “en desarrollo” da una falsa idea de que vamos cambiando hacia un modelo más productivo y equitativo cuando los datos que él observa indican que nuestro modelo está estabilizado. Schneider cree que para producir un cambio se requiere una política industrial: la intervención de los gobiernos para favorecer el desarrollo de actividades productivas más complejas que la explotación de materias primas.

-Es necesario algún grado de intervención política para moverse hacia un desarrollo más acelerado y equitativo -insiste.

Las dificultades que implica aumentar la productividad en Chile se aprecian mejor si se considera lo que los economistas llaman “la trampa del ingreso medio”. La mayoría de los países que han caído en esa “trampa” ha salido de la pobreza haciendo algo bien: por ejemplo, explotando materias primas y aprovechando la competitividad que les da la pobreza, es decir, el bajo costo de la mano de obra. Pero a medida que el país crece y las personas mejoran su nivel de vida, el costo sube. Entonces, el país cae en la trampa del ingreso medio: no puede competir con los bajos costos de las naciones más pobres, pero tampoco ha logrado producir bienes complejos para desafiar a los más desarrollados.

Kirsten Sehnbruch (Fuente: berkeley.edu)

Kirsten Sehnbruch (Fuente: berkeley.edu)

Es decir, la productividad se ha gastado en el esfuerzo de moverse al status de clase media, dice Schneider en un reciente artículo en coautoría con Richard Doner (The Middle-Income Trap: More Politics than Economics). Dado que ni la teoría más salvaje propone mantener a la mayoría en la pobreza, la única vía de recuperar la productividad es dar un salto en qué se produce y cómo se produce. Un salto hacia la complejidad que para Schneider requiere de una política industrial.

Dar ese salto es extremadamente difícil. Los números son elocuentes. Un estudio del Banco Mundial indica que de los 101 países que eran de Ingreso medio en 1960, solo 13 se habían graduado como desarrollados en 2008.

El problema –estima Ben Schneider- está en que ese salto requiere de un enorme esfuerzo institucional. Según muestra la experiencia internacional, los países de ingreso medio gastan gran parte de su capital político en el esfuerzo de llegar a esa posición; y cuando necesitan dar el salto final, sus  instituciones se han debilitado.  Aunque Chile ha superado la barrera del ingreso medio (entre US$2.000 y US$11.000 per cápita) los problemas descritos parecen coincidir con las dificultades que enfrentamos hoy, como se verá a continuación.

EL ESTADO EN EL CORAZON DEL IPAD

“La política industrial está de vuelta. Muchos países la aplican y son capitalistas”, dijo a CIPER, Ben Ross Schneider. Hasta mediados de los ‘90, la idea de que el Estado tuviera una participación activa en la producción, parecía haber quedado enterrada en la historia. Algunos hechos la resucitaron. Primero, que contrariando las recomendaciones neoliberales, algunas naciones pobres de Asia (Corea entre ellas) alcanzaron la cima del desarrollo con un Estado tan proactivo que determinaba incluso qué debían producir las empresas exportadoras. Segundo, la crisis mundial de 2008, donde el Estado debió salir al rescate de mercados que invirtieron miles de millones de dólares en bonos basura, hizo repensar las bondades del mercado sin control.

En estos últimos años, además, estudios centrados en entender cómo se produce la innovación han mostrado el positivo efecto del rol del Estado. Así, la importancia de la inversión pública ha ido apareciendo en los lugares más insospechados. Por ejemplo, en un Ipad, como ha mostrado Mazzucato.

Las estrategias que describe Mariana Mazzucato, pero sobre todo las que llevaron al desarrollo a Corea, son un tipo de política industrial que Schneider explica así: implican dirección estatal en los objetivos, apoyo financiero, medición constante de metas y, en muchos aspectos, coerción. Este último factor se omite cuando se cita a Corea y Finlandia como modelos a seguir. En su libro Capitalismo Jerárquico, Schneider argumenta que “una profunda consideración de las políticas industriales exitosas en el Siglo XX difícilmente puede ignorar esta característica coercitiva”. El ejemplo extremo es la marcha forzada de Corea al desarrollo, donde el dictador Park Chung Hee solía humillar en público a los dueños de las industrias coreanas que no cumplían con las metas.

Trabajadores EDELPAEsta política está en el extremo opuesto de lo que en Chile se hace y se debate y que Schneider llama “política industrial pasiva”: generar un marco para el crecimiento pero no intervenir en lo que las empresas deben hacer. El citado FUT es un buen ejemplo. La idea original era que el Estado renunciara temporalmente a una porción de los impuestos de una empresa a cambio de que esta los reinvirtiera. Pero dado que la ley no especifica un tipo de inversión, la señal de la autoridad es que resulta indiferente para el interés público si ese dinero se dirige a inversión tecnológica, a materias primas o a la especulación con el precio del dólar. Libres para decidir, las compañías encontraron más conveniente destinar más del 50% de esos ingresos a sociedades financieras y no a inversión productiva, según un estudio del ex director de Impuestos Internos, Michel Jorratt, situación que no cambió con la reciente reforma.

Hacer política industrial no es fácil, pues se trata de domar al mercado y además dirigirlo hacia un destino productivo. Schneider puntualiza que lo que llevó a que la política industrial se dejara de lado a fines del Siglo XX es que los estados carecen de información suficiente como para diseñar intervenciones adecuadas. Por eso su resurrección ha pasado por implementar sistemas de información más intensos, continuos y complejos entre Estado y empresas. En su libro Cuando los pequeños Estados dan grandes saltos (2012, Cornell University Press), el cientista político Darius Ornston, argumenta que para tener éxito tecnológico países como Irlanda, Finlandia, Dinamarca, Suecia y Corea recurrieron a formas muy dinámicas de corporativismo, que incluyen acuerdos entre empresarios, trabajadores y gobiernos.

Otra dificultad mayor es que un modelo como el coreano implica que el Estado elige a los ganadores. Samsung fue financiada y apoyada por fondos fiscales coreanos así como Toyota fue respaldada durante 20 años con inversión pública japonesa. En ambos casos los gobiernos eligieron a esas empresas y no a otras. Esa discrecionalidad, que puede tener razones técnicas, genera inevitable recelo.

En esta nota se ha preguntado por qué la Papelera no se transforma en Nokia, ¿pero sería aceptable que la Papelera, acusada de acordar con su competencia el precio del papel tissue durante 10 años, recibiera una fuerte inversión pública para transformarse en Nokia?

En su último libro, Schneider analiza un modelo que puede desplegarse tanto activa como pasivamente, dependiendo de las condiciones políticas de cada país: los consejos públicos-privados. En Argentina ese tipo de consejo fue crucial para desarrollar la industria vitivinícola en Mendoza. En Chile se hizo un intento con el Consejo Nacional de la Innovación para la Competitividad (CNIC), pero no prosperó. Creado durante el primer gobierno de Bachelet (2006), este organismo recibió el 3% del “royalty minero” con la tarea de desarrollar un plan y una estructura institucional para hacer inversiones en desarrollo tecnológico.

Schneider opina que el CNIC tuvo cierto éxito inicial determinando sectores en los que hacer innovaciones y colocando algunos recursos. Sin embargo, “el gobierno de Piñera, opuesto a una política industrial vertical, suspendió las actividades del CNIC y traspasó los recursos a educación”.

Lo ocurrido con el CNIC muestra que las políticas industriales requieren un liderazgo que las impulse y también de acuerdos nacionales. Las mejores políticas –afirma Schneider- no pueden progresar mucho si no están alineadas con los intereses y visiones de otras instituciones (Poder Legislativo) o con las organizaciones de los grupos de poder (partidos, asociaciones empresariales y redes). Más aún, dada la posición privilegiada que tienen las grandes empresas en muchos sistemas políticos latinoamericanos, al intentar fijar una política global los gobiernos deben tomar muy en cuenta las preferencias y capacidades de estas empresas.

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Presidenta Michelle Bachelet

En un escenario donde las personas desconfían de las relaciones entre políticos y empresarios aplicar estas políticas es muy difícil. Aludiendo a ese problema. Bachelet dijo en ICARE: “No es tiempo para sospechas, es tiempo para el encuentro de los compatriotas. Quienes siembran desconfianza no solo le niegan a Chile lo que más necesita, sino que cosecharán mas desconfianza aún”.

En su análisis, Schneider también opina que la confianza es clave. Pero al mismo nivel ubica otro requisito: que los actores cambien su forma de actuar. Schneider argumenta, por ejemplo, que la credibilidad de los consejos públicos privados depende de que los acuerdos sean respetados por todos. Si una empresa se salta los acuerdos y obtiene beneficios para sí misma (como SQM que logró una norma tributaria de la que se benefició solo ella), la credibilidad del consejo se desploma.

La sugerencia de Schneider sobre este punto es: el prestigio de las políticas industriales depende de que se altere la forma en que el poder económico normalmente garantiza resultados favorables para sí mismo. Esto es, que cambie la forma en que se financian las campañas políticas y se usa el lobby para influir en la política económica.

-En el contexto de los casos de corrupción que se han descubierto en Chile en los últimos años, ¿es posible pensar en hacer una política industrial? ¿No será necesario que la justicia limpie primero?

-Históricamente la política industrial, incluso la que ha sido muy exitosa, como en Corea y Japón, ha estado acompañada por mucha corrupción. El punto importante es que la corrupción no se instale en el área de la política industrial. Y eso es posible de conseguir: incluso en el caso del escándalo de Lava Jato en Petrobras, otras partes de Petrobras han promovido el desarrollo local. El punto es que, al mismo tiempo que una parte del gobierno lleve adelante una política industrial en serio, otras partes sean competentes persiguiendo la colusión y la corrupción.

Esta entrevista es parte de una serie de diálogos con investigadores como Mariana Mazzucato, “RM Phillips Professor” en Economía de la Innovación en la Universidad de Sussex  (ver entrevista en CIPER) y Ha-Joon Chang (Universidad de Cambridge) que busca ampliar el debate actual de por qué Chile crece poco y que vías hay para enfrentar ese problema

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20 de octubre de 2015

Académico de Harvard desmenuza la cultura empresarial chilena que frena el crecimiento

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(desde Bristol, Inglaterra)

Uno de los pocos acuerdos que tenemos hoy en Chile es que la educación (ya sea gratuita o pagada) es la llave que nos permitirá dar un salto en el desarrollo. La idea resulta tan evidente que no requiere grandes argumentaciones: una población mejor preparada será capaz de competir de mejor manera en lo que se llama la sociedad del conocimiento. Y si cabe alguna duda, basta ver que los países que mejor desempeño tienen en pruebas internacionales de lenguaje o matemáticas, como Pisa o Timss, están entre las economías avanzadas. Por ejemplo, Corea, Finlandia, Taiwán, China, Suecia, etc.

Ricardo Hausmann, economista venezolano, director del Centro para el Desarrollo Internacional de la Universidad de Harvard, cree que estamos profundamente equivocados en ese análisis. Sus argumentos están expuestos en una columna que escribió hace un par de meses  y que se apoya en una influyente investigación del economista del Banco Mundial, Lant Pritchett, publicada en 2001. Pritchett sugirió, tras estudiar el comportamiento de las economías en desarrollo, que no había asociación entre el aumento de la educación y el crecimiento y tituló su artículo “¿Dónde se fue la educación?”, evidenciando sorpresa por los datos obtenidos. Desde entonces, la poca relación que hay entre ambas variables ha encontrado nuevas evidencias, por lo que Hausmann titula su columna sin ambages: “El mito de la educación”.

Hausmann cita como ejemplo el caso de China, que en 1960 tenía un nivel de educación mucho más bajo que Túnez, México, Kenia o Irán y, sin embargo, logró crecer a tasas mucho más altas que ellos. A China se pueden agregar Taiwán y Corea, citados por el economista de Cambridge, Ha-Joon Chang, en su libro súper ventas “23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo”.

Ricardo Hausmann

Ricardo Hausmann

Ha-Joon Chang muestra que en 1960 Taiwán tenía un 54% de alfabetización y Corea un 71%, mientras que Argentina los superaba con un 91%. Pese a esa posición desventajosa, ambas naciones asiáticas comenzaron a crecer, mientras que el mejor nivel educacional de Argentina no le permitió seguir entre los más ricos del mundo, posición que ostentaba entonces. Taiwán pasó de un PIB per cápita de U$122 en 1960, a U$22.000 en 2015, según el Banco Mundial. Y Corea pasó de un PIB per cápita de U$82 a sus actuales U$28.000. Argentina, en tanto, se quedó atrás subiendo de U$378 a sus actuales U$ 13.000, el mismo nivel de Chile.

A partir de esos datos, Chang sugiere que no es la educación la que empuja a los países a crecer, sino que es el hecho de haber crecido el que permite tener suficientes recursos para ofrecer mejor educación a sus ciudadanos. O como lo plantea Hausmann en una entrevista reciente: “el aparato productivo puede tirar de la educación, pero la educación no puede empujar al aparato productivo… gigantescos aumentos de esfuerzo en educación han tenido muy pequeños efectos en crecimiento y muchos de los países que más crecieron no se destacan como países que hayan invertido de manera especial en educación”. Por ello, insiste en su columna: “Necesitamos una estrategia de crecimiento que nos haga más productivos, y así podamos generar los recursos necesarios para invertir más en la educación de la próxima generación”.

De todo esto no se debe concluir que Chang o Hausmann piensen que, dado que la educación no parece generar riqueza, hay que dejar de promoverla. Ambos estiman que la educación tiene un valor en sí misma, y que debe potenciarse por distintos motivos, entre los que está la libertad que produce en las personas o la forma en que el pensamiento crítico e informado beneficia a la democracia. Lo que sí sugieren es que la educación no es tan efectiva como queremos creer para resolver el problema de pobreza material. Es decir, que educación y prosperidad son asuntos distintos, o vinculados de una manera más sutil, por lo que la defensa de la educación no puede contar con la argumentación económica y la promoción del crecimiento no se puede fundar en la educación.

Pero si no es a través de la educación, ¿cómo se empuja el crecimiento? La pregunta es especialmente elusiva. Ambos economistas sugieren de partida que no se requiere tener una población extremadamente bien educada para que el país sea muy productivo. “En muchos tipos de trabajo lo que importa es tener una inteligencia normal, disciplina y organización, más que conocimientos especializados que además se aprenden en el trabajo… la clave no es la educación, sino cuán bien los ciudadanos están organizados en entidades colectivas con alta productividad”, argumenta Chang.

“Me sorprende lo bajísima que es la inversión en investigación y desarrollo de las empresas chilenas a pesar de contar con el FUT. Eso no es un problema de estímulos, sino de cultura empresarial”.

Hausmann apunta en el mismo sentido: “La producción moderna requiere de conocimientos que no caben en la cabeza de una sola persona”, por lo que es en esencia un asunto organizacional. Comparando la producción con la música, Hausmann sugiere que los países pobres usan pocos instrumentos para tocar melodías muy simples y los países ricos usan más recursos y talentos para interpretar sinfonías. Esa complejidad ocurre, en gran medida, al interior de las empresas.

“La mayoría de las habilidades que posee una fuerza laboral, las adquiere en el propio trabajo. Lo que una sociedad sabe hacer, se sabe principalmente dentro de sus empresas, no en sus escuelas”, dice Hausmann. Chang apunta que eso vale para todos los trabajadores, incluso para quienes se han graduado de las universidades, cuyo valor de mercado no está en lo que saben específicamente, sino en que su título, cuando proviene de una institución exigente, le dice a su empleador que se trata de alguien lo suficientemente listo, organizado y metódico para aprender cosas complejas y que, por lo tanto, puede aprender el negocio de esa empresa.

Dado este rol central de la empresa, cuando se habla de crecimiento, Hausmann centra su análisis en cuánta innovación integran en sus procesos productivos y cómo esta innovación se expande dentro de la economía. Justamente es ahí donde Hausmann ubica la principal razón del bajo crecimiento de Chile: en la incapacidad de las empresas de abrirse a nuevos negocios y en la incapacidad de la sociedad de crear las condiciones para que los empleados se independicen y emprendan.

-Para los empresarios y la oposición el problema del crecimiento en Chile se debe a la incertidumbre que sienten los empresarios por las reformas que se están llevando adelante. ¿Está de acuerdo?
La razón de fondo por la que Chile no crece es porque no hay industrias competitivas con las cuales pueda crecer. El problema de Chile es que el precio del cobre cayó y la economía no tiene otra cosa que la jale. Y las cosas que no son cobre son los mismos arándanos que ya tienen 30 años. El empresario chileno no sabe, no tiene el know how, está formado por los mismos pocos jugadores que tratan de hacer las mismas cosas. Yo siempre he pensado que lo que Chile está enfrentando es un problema de crecimiento de largo plazo que estuvo escondido por el boom de las materias primas y por el terremoto, que hizo que el gobierno de Sebastián Piñera gastara una fortuna en construcción. Ese gobierno se llenó la boca diciendo que la economía estaba creciendo, pero mucho de eso estaba multiplicado por los gastos de reconstrucción. Insisto: Chile tiene un problema de crecimiento y no de reparto. Y por eso la agenda de la Presidenta Bachelet, en mi opinión, se quedó fuera del tiempo.

“La mayoría de las nuevas empresas las crean personas de entre 35 y 45 años que llevan 20 años de experiencia laboral en una empresa exitosa y que deciden independizarse”.

Al error en la mirada del Estado, Hausmann suma otro factor que le parece aún más importante en Chile, país que define como laissez-faire en extremis, donde la injerencia pública es muy reducida. La causa de la incapacidad de innovar, dice Hausmann, es la cultura empresarial que él describe como “extremadamente cerrada”. Los empresarios chilenos, enumera, “vienen de los mismos 3 ó 4 colegios, de dos universidades, de los mismos apellidos” y tienen dificultades para relacionarse con los que no pertenecen a su mundo. Esta característica, enfatiza el economista, hace que Chile sea un país que “no da oportunidad de movilidad a su propia gente y no se beneficia del talento que existe en el resto de los países”.

Hausmann se sorprende, por ejemplo, con la falta de empresarios extranjeros en Chile:

-En Estados Unidos, el porcentaje de inmigrantes entre los emprendedores es altísimo; este país no podría ser lo que es si se basara solo en el talento de la gente nacida en su territorio. Por dar dos ejemplos, la mayor parte de los que crearon Silicon Valley o la Ruta 128 en Boston (otro pujante centro tecnológico) son extranjeros. Chile, en cambio, no se ha beneficiado de la inmigración de talentos y eso es para mí un plomo en el ala a las posibilidades de diversificación. Aquí en Harvard yo he estado  haciendo con mis colegas estudios que muestran que las tecnologías se difunden cuando las personas con el conocimiento se mueven de un país a otro. Cuando se observa los bajos niveles de investigación que tiene Chile, uno se da cuenta de que está entrando poca tecnología por esa vía. Por eso Chile hace tan pocas cosas y, por eso, a pesar de ser un país que hace dos siglos es productor de minería, depende de manera fundamental de la inversión extranjera en esa área y no tiene empresas multinacionales, salvo el caso relativamente modesto de Antofagasta Minerals. Eso muestra una sociedad que no se toma en serio la inversión en tecnología, la inversión en know how, en capacidades, en cambiar la forma de hacer las cosas.

“Me parece que de las ideas más peligrosas es aquella de que la empresa hay que manejarla para beneficio de sus accionistas. Es una idea que impulsó mucho Milton Friedman, que fue profesor de gente muy importante en Chile”.

En ese sentido a Hausmann le llama mucho la atención lo que ha ocurrido con el FUT, una política por inversión que permite posponer el pago de impuestos a las empresas que invierten. Según investigaciones del ex director del Servicio de Impuestos Internos, Michel Jorratt, la mayor parte del FUT termina en sociedades de inversión y se usa en la compra de instrumentos financieros; también se afirma que otra parte se utiliza para comprar activos fuera de Chile.

-¿Es igualmente positivo para Chile que los impuestos pospuestos se gasten en acciones o en depósitos en Islas Caimán y no en maquinaria o investigación?
-Para mí un primer criterio es que como mínimo los empresarios invirtieran el FUT en formación bruta de capital fijo (maquinarias o edificios), o en investigación y desarrollo. La inversión financiera no tiene tanto sentido, porque si se hace afuera, es inversión fija en otro país.

-¿Es como llevar la riqueza afuera?
-Claro. Entonces, la idea que le da legitimidad al FUT es que el gobierno diga: “yo no te voy a cobrar impuestos siempre que inviertas en tu empresa en formación bruta de capital fijo o en investigación y desarrollo”. El gobierno puede cobrar los impuestos hoy o mañana, pero preferirá cobrar mañana si es que cobra más. Y si la empresa se vuelve más productiva y rentable en el futuro, el gobierno va a participar de esa mayor utilidad. Por eso, en la mayoría de los países de la OECD el tratamiento tributario de la investigación y el desarrollo es más generoso, porque tiene externalidades, genera ciertos bienes públicos, etc. A mí me sorprende lo bajísima que es la inversión en investigación y desarrollo de las empresas chilenas, a pesar de contar con este tratamiento fiscal especial que es el FUT. Eso no es un problema de estímulos, sino de cultura empresarial.

DE DÓNDE SALEN LAS NUEVAS EMPRESAS

Otro gran daño que produce la cerrada cultura empresarial chilena, dice Ricardo Hausmann, es que excluye a los chilenos talentosos que no se formaron en los mismos espacios de la elite. Argumenta que en el Chile actual siguen siendo válidos los hallazgos de los economistas Javier Núñez y Roberto Gutiérrez que en 2004 mostraron como el apellido pesaba más que el rendimiento académico en el ingreso de un profesional.

“A mí me gustaría exigir a las empresas chilenas que, para obtener el respaldo de la sociedad a la que pertenecen, informen cuántos empleos crearon, cuántos impuestos pagaron, cuántas divisas generaron y sobre todo, cuántas empresas fueron creadas por trabajadores que se formaron en esa empresa”.

Decía ese estudio: “Un estudiante de mediocre desempeño académico proveniente de una comuna y colegio de origen socioeconómico alto y dotado de una ascendencia de origen socioeconómico superior, tendrá un ingreso estadísticamente mayor que un estudiante de alto rendimiento académico proveniente de una comuna pobre y colegio público, sin ascendencia vinculada al estrato socioeconómico alto […] Además, el empleado hipotético de peor desempeño académico, formado en un ambiente privilegiado, tiene una probabilidad de ganar estadísticamente más que una amplia variedad de estudiantes de excelencia formados en ambientes socioeconómicos promedio. Este ejercicio da cuenta claramente de que el origen socioeconómico es relativamente más importante que el desempeño académico en la determinación de salarios en el mercado laboral.”

-En Chile hay completa libertad de invertir y existen muy pocas regulaciones. ¿Cómo opera esa cultura empresarial para excluir a los que no son del club?
-En primer lugar, hay un asunto regulatorio de tipo cultural. Esto tiene que ver con quién vas a invertir, a quién estás dispuesto a abrirle puertas, a quién vas a darle créditos, a quién vas a invitar a cenar. Es un asunto de relaciones en la sociedad. Porque un emprendedor tiene que juntar una red de gente dentro de su empresa y también afuera que lo apoye, y tener capacidad de acceder al mercado financiero. Si a los que vienen de afuera, por ejemplo, no les abren las puertas, ellos no pueden hacer mucho. El problema en Chile no son las barreras que crea el gobierno, el problema son las oportunidades que se crean en la interacción en la sociedad.

La creación de nuevas empresas se ve afectada por esta cultura que describe Hausmann, quien explica que la mayoría de las personas cree erróneamente que las nuevas empresas las forman jóvenes informáticos en el garaje de la casa:

-Eso existe, pero es una parte pequeña de la economía. La mayoría de las nuevas empresas las crean personas de entre 35 y 45 años que llevan 20 años de experiencia laboral en una empresa exitosa y que deciden independizarse. Es decir, las empresas del futuro que Chile necesita van a ser creadas por señores que hoy son empleados en las empresas exitosas.

“La mayoría de las habilidades que posee una fuerza laboral, las adquiere en el propio trabajo. Lo que una sociedad sabe hacer, se sabe principalmente dentro de sus empresas, no en sus escuelas”

El punto es que si esas personas no tienen el apoyo para emprender, no darán el salto y las empresas que necesitamos para crecer, no serán creadas. Eso es lo que Hausmann cree que ha estado pasando en Chile:

-El nacimiento de nuevas empresas es un acto de grandísimo riesgo. Y si la sociedad no está organizada para minimizar la mortalidad de empresas en sus primeros momentos, la gente se arriesgará menos y eso se traducirá en una sociedad relativamente poco dinámica en su creatividad.

Esta mirada plantea algo paradójico: el apoyo que esos nuevos emprendimientos necesitan está en las compañías de hoy, que pueden ser sus eventuales competidoras. Y es ahí donde el economista Ricardo Hausmann se pregunta, por ejemplo, cómo reacciona el empresario chileno cuando un empleado le dice que va a formar su propia empresa:

-Hay dos opciones, una es que le diga “te entiendo, me parece magnífico, cuenta con mi apoyo, dime en qué te puedo ayudar, y si fracasas, esta será tu casa”. La otra es, decirle: “no me hagas eso, si quieres te subo el sueldo, pero si te vas no me vuelvas a dirigir la palabra y si vas a competir conmigo, te mato”. Esa es una diferencia cultural fundamental.

Las diferentes actitudes marcan para Hausmann una frontera. A un lado están las empresas para lo cual lo único y más importante es la rentabilidad inmediata; al otro, empresas que quieren liderar cambios en su comunidad:

-Me parece que de las ideas más peligrosas es aquella de que la empresa hay que manejarla para beneficio de sus accionistas. Es una idea que impulsó mucho Milton Friedman, que fue profesor de gente muy importante en Chile, pero una mirada muy centrada en el retorno a los accionistas no genera las relaciones de confianza que son necesarias para administrar organizaciones complejas. Una organización necesita la buena voluntad de sus trabajadores, de sus vecinos, de sus proveedores, de sus financistas, de sus clientes, y hay que lograr que todos estos actores se sientan comprometidos con la organización. Pienso que la buena voluntad que la sociedad chilena sienta hacia la empresa chilena depende un poco de la construcción de esa buena voluntad por parte del sector empresarial. No se va a ganar la confianza de todos estos actores si la empresa dice: me interesa tres pepinos la comunidad, porque solo tengo que rendir cuentas a mis accionistas. Es una estrategia muy contraproducente.

-¿Por qué esa cultura empresarial podría querer moverse hacia un tipo de desarrollo distinto? Pareciera que la realidad actual, con inversión en materias primas, sin innovación, sin mucha competencia, es una situación que les es muy cómoda.
-Las empresas cambian por las exigencias de su entorno. A mí me gustaría exigir a las empresas chilenas que, para obtener el respaldo de la sociedad a la que pertenecen, informen no solo cuánto dinero regalaron a través de la responsabilidad social empresarial a  una escuela determinada, lo que está muy bien aunque típicamente se gasta más plata en publicitar las cosas que hacen. Me parece más importante que digan cuántos empleos crearon, cuántos impuestos pagaron, cuántas divisas generaron y, sobre todo, cuántas empresas fueron creadas por trabajadores que se formaron en esa empresa. Me gustaría ver un sector privado chileno que se preocupe de que haya más empresas exitosas y que se muestre dispuesto a ayudar a las personas que han formado dentro de su organización, para que sean el semillero de futuras empresas exitosas.

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EDUCATION

Photo of Ricardo Hausmann

RICARDO HAUSMANN, Mau 31, 2015

Ricardo Hausmann, a former minister of planning of Venezuela and former Chief Economist of the Inter-American Development Bank, is Professor of the Practice of Economic Development at Harvard University, where he is also Director of the Center for International Development. He is Chair of the World Economic Forum’s Global Agenda Meta-Council on Inclusive Growth.

The Education Myth

 

TIRANA – In an era characterized by political polarization and policy paralysis, we should celebrate broad agreement on economic strategy wherever we find it. One such area of agreement is the idea that the key to inclusive growth is, as then-British Prime Minister Tony Blair put in his 2001 reelection campaign, “education, education, education.” If we broaden access to schools and improve their quality, economic growth will be both substantial and equitable.

As the Italians would say: magari fosse vero. If only it were true. Enthusiasm for education is perfectly understandable. We want the best education possible for our children, because we want them to have a full range of options in life, to be able to appreciate its many marvels and participate in its challenges. We also know that better educated people tend to earn more.

Education’s importance is incontrovertible – teaching is my day job, so I certainly hope it is of some value. But whether it constitutes a strategy for economic growth is another matter. What most people mean by better education is more schooling; and, by higher-quality education, they mean the effective acquisition of skills (as revealed, say, by the test scores in the OECD’s standardized PISA exam). But does that really drive economic growth?

In fact, the push for better education is an experiment that has already been carried out globally. And, as my Harvard colleague Lant Pritchett has pointed out, the long-term payoff has been surprisingly disappointing.

In the 50 years from 1960 to 2010, the global labor force’s average time in school essentially tripled, from 2.8 years to 8.3 years. This means that the average worker in a median country went from less than half a primary education to more than half a high school education.

How much richer should these countries have expected to become? In 1965, France had a labor force that averaged less than five years of schooling and a per capitaincome of $14,000 (at 2005 prices). In 2010, countries with a similar level of education had a per capita income of less than $1,000.

In 1960, countries with an education level of 8.3 years of schooling were 5.5 times richer than those with 2.8 year of schooling. By contrast, countries that had increased their education from 2.8 years of schooling in 1960 to 8.3 years of schooling in 2010 were only 167% richer. Moreover, much of this increase cannot possibly be attributed to education, as workers in 2010 had the advantage of technologies that were 50 years more advanced than those in 1960. Clearly, something other than education is needed to generate prosperity.

As is often the case, the experience of individual countries is more revealing than the averages. China started with less education than Tunisia, Mexico, Kenya, or Iran in 1960, and had made less progress than them by 2010. And yet, in terms of economic growth, China blew all of them out of the water. The same can be said of Thailand and Indonesia vis-à-vis the Philippines, Cameroon, Ghana, or Panama. Again, the fast growers must be doing something in addition to providing education.

The experience within countries is also revealing. In Mexico, the average income of men aged 25-30 with a full primary education differs by more than a factor of three between poorer municipalities and richer ones. The difference cannot possibly be related to educational quality, because those who moved from poor municipalities to richer ones also earned more.

And there is more bad news for the “education, education, education” crowd: Most of the skills that a labor force possesses were acquired on the job. What a society knows how to do is known mainly in its firms, not in its schools. At most modern firms, fewer than 15% of the positions are open for entry-level workers, meaning that employers demand something that the education system cannot – and is not expected – to provide.

When presented with these facts, education enthusiasts often argue that education is a necessary but not a sufficient condition for growth. But in that case, investment in education is unlikely to deliver much if the other conditions are missing. After all, though the typical country with ten years of schooling had a per capita income of $30,000 in 2010, per capita income in Albania, Armenia, and Sri Lanka, which have achieved that level of schooling, was less than $5,000. Whatever is preventing these countries from becoming richer, it is not lack of education.

A country’s income is the sum of the output produced by each worker. To increase income, we need to increase worker productivity. Evidently, “something in the water,” other than education, makes people much more productive in some places than in others. A successful growth strategy needs to figure out what this is.

Make no mistake: education presumably does raise productivity. But to say that education is your growth strategy means that you are giving up on everyone who has already gone through the school system – most people over 18, and almost all over 25. It is a strategy that ignores the potential that is in 100% of today’s labor force, 98% of next year’s, and a huge number of people who will be around for the next half-century. An education-only strategy is bound to make all of them regret having been born too soon.

This generation is too old for education to be its growth strategy. It needs a growth strategy that will make it more productive – and thus able to create the resources to invest more in the education of the next generation. Our generation owes it to theirs to have a growth strategy for ourselves. And that strategy will not be about us going back to school.

http://prosyn.org/YWWrRe0

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