Una agenda radical de igualdad educacional
Octubre 1, 2013

 

Educación: A tomarse en serio la igualdad

La educación ha sido vista tradicionalmente como una herramienta para combatir la desigualdad. Para que realmente sirva, los autores creen que se requiere de un cambio radical en el sistema educacional chileno, que elimine la posibilidad de una educación de elite y obligue a que todos los alumnos asistan a colegios financiados por el Estado. Saben que se trata de una propuesta polémica y desde ya responden a los distintos argumentos que esgrimirán quienes se opongan a la idea.

 

Un avance de los últimos años es como se ha instalado en el debate público la necesidad de abordar el problema de la desigualdad social y económica en Chile.  Sin embargo, que se hable del tema no asegura que podamos tener mejoras significativas en la materia.  Más allá de las buenas intenciones, es un asunto complejo de resolver: podemos tratar y simplemente no lograrlo. Además, abordarlo seriamente implica redistribuir el poder, lo que conlleva ineludiblemente a la existencia de ganadores y perdedores: los potenciales perdedores tratarán de bloquear los cambios.

 

En este debate, una de las ideas que más se repite es que la clave para derrotar la desigualdad está en la educación. Este planteamiento y las formas concretas que usualmente toma son un buen ejemplo de las dificultades ya descritas.

 

Por un lado, quienes sostienen que la clave está en la educación, muchas veces lo hacen para convencernos de que, por ejemplo, no debemos aumentar el nivel de negociación colectiva o darle real densidad a nuestra democracia, medidas que, al distribuir el poder, podrían ayudar a que hoy y no solo en 30 años más tuviéramos avances significativos en la reducción de la desigualdad. Esta forma de argumentar, cuyo real interés es bloquear la distribución de poder, se basa en el cuestionable supuesto de que lo obtenido en el proceso productivo está en gran parte explicado por la productividad de los trabajadores y no por el poder que estos tengan al interior de la empresa o de la sociedad para aumentar su porcentaje de las ganancias.

 

Por otro lado, la idea de que la educación es la clave para derrotar la desigualdad también es problemática cuando los cambios que se proponen no apuntan a la raíz del problema. En particular, difícilmente el sistema educacional revertirá una parte sustantiva de la desigualdad económica y social si éste se sigue configurando en dos sistemas segregados: los establecimientos municipales y colegios particulares subvencionados por una parte, donde asiste un poco más del 90% de la población, y los colegios particulares pagados por otra, a los que asiste el grupo restante, la elite del país.

 

Al respecto, los estudios muestran que –si sacamos una foto– los altos niveles de desigualdad en Chile están explicados por la distancia entre el 10% o 5% más rico y el resto de la población (incluso por el 1% más rico y el resto) y que –si vemos la película– las familias que son parte de la elite mantienen esa condición a lo largo del tiempo y distintas generaciones, mientras el 90% restante tienen variaciones en sus rentas que los hacen entrar y salir de la pobreza, subir y bajar en la distribución de ingresos, pero rara vez logran ser parte del 10% de más altos ingresos. Así, si la evidencia apunta a que el problema está en la persistencia de la concentración de ingresos y poder en el 10% o 5% de la población (o el 1% en algunos casos), cabe hacerse la siguiente pregunta: cómo podríamos hacer alguna contribución significativa desde el sistema educacional a la lucha contra la desigualdad si seguimos aceptando que ese 10% o 5% tenga un sistema educacional aparte, con otro nivel de recursos económicos y pedagógicos.

 

De esta manera, dada la realidad chilena, para hacer un aporte sustantivo desde el sistema educacional –uno entre muchos otros– a la lucha contra la desigualdad, la agenda es clara: avanzar hacia un sistema donde todos los colegios, incluidos los que actualmente son para la elite, no tengan ningún tipo de selección, ni cobro alguno (donde el exceso de demanda se resuelva con sorteos). Donde existan colegios administrados por el Estado, privados, laicos y religiosos, pero que ninguno de ellos esté destinado a un grupo en particular y donde todos ellos, al cumplir condiciones mínimas (e.g. no lucro, no selección, respeto por la diversidad, etc), tengan un financiamiento a través de impuestos. Es decir, donde haya diversidad de proyectos educativos, pero no de calidades educativas.

 

Una agenda radical como ésta generaría un conjunto de reparos. Por un asunto de espacio y de relevancia nos concentramos en dos. Por una parte, hay quienes argumentarían: no hay que nivelar para abajo, el objetivo debe ser mejorar la educación del sistema público y no limitar la posibilidad de la elite de tener un sistema aparte.

 

El problema de una argumentación de este tipo es que no reconoce que el sistema educacional distribuye oportunidades y que en tal caso lo que importa es la distancia entre las distintas calidades educacionales que cada grupo recibe, no los niveles absolutos. Es el desempeño relativo de los estudiantes lo que importa, por ejemplo, para efectos de entrar a una buena universidad. En otras palabras, la estrategia de mejorar a los que están abajo sin preocuparse de cuan lejos estén los de arriba sería útil para, por ejemplo, ayudar a derrotar la pobreza desde la educación, pero no para derrotar la desigualdad.

 

En tal escenario, cabe reconocerlo, no sería posible la existencia de colegios cuyo gasto por estudiante fuera de 500 mil pesos, como ocurre actualmente en algunas instituciones de elite, simplemente porque dado nuestro nivel de desarrollo no es posible gastar aquello para todos los niños del país. Sin embargo, el hecho que todos asistieran al mismo sistema, empujaría a que la elite del país estuviera dispuesta a hacer el máximo esfuerzo posible, vía impuestos, para tener una alta calidad educativa para todos.

 

Por otra parte, una segunda objeción posible a esta agenda sería la siguiente: el Estado no tiene el derecho a limitar la libertad de los padres de asegurar la mejor educación posible para sus hijos. Lo primero que uno debería reconocer frente a esta argumentación es que hay un conflicto entre dos derechos o libertades: el derecho de los padres de comprar la mejor educación para sus hijos con el derecho de todo niño o niña a tener la mejor educación posible (no un mínimo) dado el desarrollo económico del país.

 

Una agenda como la que proponemos lo que hace es optar por el segundo derecho por sobre el primero. La opción se puede argumentar desde distintos ángulos, pero debería ser del todo natural para quienes dicen creer en la igualdad de oportunidades (algo de moda por estos días), ya que es un total contrasentido decir que uno cree en la igualdad de oportunidades y luego afirmar que los padres tienen el derecho a darle un nivel de oportunidades educacionales a sus hijos que, dado el nivel de desarrollo del país, no es posible dar al resto de los niños y niñas. O uno cree en la igualdad de oportunidades o uno cree que los padres tienen el derecho a perpetuar sus ventajas a las siguientes generaciones. Ambas ideas no son compatibles, sobre todo cuando hablamos de educación, que es un canal clave a través del cual la elite puede heredar eternamente sus ventajas.

 

Demás está subrayar lo radical de este cambio y la brutal oposición que seguramente generaría en los sectores más privilegiados de nuestro país. La existencia de colegios para la elite y otros para el resto de la población –o simplemente la falta de educación hace algún tiempo– ha existido desde siempre en Chile (es de las cosas malas que no inventó la dictadura) y, por lo mismo, parece a estas alturas como algo natural. Así como nuestro país siempre ha sido muy desigual, siempre también ha tenido un sistema educacional diseñado para reproducir y reforzar tales desigualdades.

 

Pero ni el nivel de potencial oposición, ni lo naturalizado que está esta causa de la desigualdad, nos debe frenar en la necesidad de discutir seriamente este asunto para buscar las mayorías necesarias para avanzar en esta dirección. Hoy, y en buena hora, parece haber un consenso entre el centro y la izquierda en cuanto a la necesidad de fortalecer la educación pública, desmunicipalizar las escuelas y terminar con el copago. Sin embargo, resulta contradictorio prohibir que la clase media pueda pagar por sus colegios y lograr ciertas ventajas (i.e. terminar con financiamiento compartido) y, al mismo tiempo, mantener tal privilegio para la elite.

 

La educación puede ser una herramienta importante para avanzar hacia una real igualdad económica y social en Chile, pero solo lo será si nos tomamos en serio el que todos los niños y niñas de Chile merecen tener una experiencia educativa de igual calidad, que no dependa del dinero de sus padres.

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