Columna de opinión publicada en la sección Educación del diario El Mercurio el día domingo , 31 diciembre 2007.
Centrar el análisis de la PSU sólo en el dispar desempeño de colegios públicos y privados es obviar la raíz del asunto: la desigualdad social.
Al sacar la cuna de la reflexión, se crea el espejismo de una cancha pareja, donde los niños y las escuelas competirían en igualdad de condiciones.
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Lunes 31 de diciembre de 2007
Sociología de un mito educacional
JOSÉ JOAQUÍN BRUNNER
Hace medio siglo, James S. Coleman, sociólogo norteamericano, mostró que las diferencias de rendimiento entre las escuelas de su país residían en el origen social de los alumnos.
Veinte años después, Basil Bernstein, sociólogo británico, explicó que esas diferencias anidaban en los procesos de socialización temprana del lenguaje.
Coetáneamente, un tercer sociólogo, Pierre Bourdieu, francés, sintetizó estos hallazgos mostrando cómo la posición relativa de los hogares en el espacio social determinaba en los hijos un habitus; algo así como una gramática generativa de disposiciones, actitudes, motivaciones y concepciones de mundo y de la cultura -en suma, competencias- que tendían a ajustar el horizonte de posibilidades de cada alumno, según su posición en la jerarquía social.
Por su lado, la clase ilustrada chilena, opinante, y sus analistas, recién ahora comienzan a asimilar estos descubrimientos, sin perjuicio de que investigadores locales -como Eduardo Hamuy y Guillermo Briones- ya en los años 60 habían verificado su presencia en nuestro sistema escolar.
Todavía ahora, sin embargo, dicha asimilación es incompleta. Esto explica que cada vez que nos confrontamos con los resultados de pruebas tipo Simce, PSU o PISA, nuestras élites insistan en presentar las diferencias de rendimiento entre escuelas como una brecha que separa a los establecimientos privados de los subsidiados. Y explica su fascinación con “puntajes nacionales” y “colegios top”.
Al expresar de esta forma el gradiente social de los resultados, haciendo aparecer en la cúspide no a los hijos de una clase social (esto es, los herederos del más alto y denso capital cultural), se anula la cuestión del origen, del habitus, convirtiéndola en un asunto de propiedad y gestión de las escuelas.
Ganarían las mejores entre ellas; no las familias con mayor patrimonio cultural y económico. Tendrían éxito los estudiantes más esforzados; no los que pagan más. Alcanzarían la cima los más diestros o competentes; no sus disposiciones transmitidas por el hogar.
En suma, al borrar la cuna -con sus irresistibles privilegios- se crea el espejismo de una cancha pareja, donde los niños y las escuelas competirían en igualdad de condiciones. Se preserva así el secreto de la familia como horizonte de posibilidades de la sociedad.
Pero ya Bernstein, y con él toda la sociología moderna, habían confirmado hace varias décadas que la educación no puede compensar, por sí sola, las desigualdades de la sociedad.
“Puntajes nacionales”, “colegios top” y casos excepcionales de escuelas exitosas en los medios populares constituyen por eso nada más que un candoroso intento por ocultar la desnuda realidad de las desigualdades sociales. Hacen aparecer como si el vértice de las jerarquías sociales fuera un índice natural -de méritos, competencias y libre elección- borrando su fundamento en la distribución social de los capitales culturales.
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