Televisión: negocio versus cultura
Agosto 13, 2005

Presentación con ocasión del Foro “La Televisión Actual: ¿Negocio Versus Cultura?”; Generación Empresarial, Santiago 16 julio, 1996.
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Puesto a exponer sobre el tema televisión: negocio versus cultura, la pregunta que surge de inmediato es la siguiente: ¿por qué “versus”, que significa una cosa contra otra? ¿Por qué no, en cambio, negocio y cultura?? En efecto, toda actividad cultural posee una base económica; se apoya en un modo de producción que sustenta la actividad en cuestión. No hay cultura sin negocio que la preceda o la acompañe.
Particularmente el arte ha sido inseparable del comercio artístico. En cuanto actividad de una industria regular organizada en torno a un estamento profesional, surgió en los Países Bajos del siglo XV, sobre la base de la exportación de miniaturas, tapices e imágenes de devoción procedentes de Amberes, Brujas, Gantes y Bruselas. Anteriormente, “entre los siglos XII y XV, en cambio, la adquisición comercial de obras de arte basada en la oferta y demanda es aún poco frecuente. Las necesidades se cubren, por regla general, mediante el trabajo de artistas en servicio permanente o la ejecución de encargos exactamente especificados. En Italia, sobre todo en Florencia, las fundaciones eclesiásticas de burgueses ricos y prestigiosos, junto con las fundaciones de los príncipes con fines propagandísticos, constituyen la base de la producción artística….”.
Con el tiempo, sin embargo, los productores de cultura debieron incorporarse plenamente al movimiento del mercado y, sólo desde ese momento, pudieron vivir del producto de su trabajo.
Empieza entonces, y continua sin resolverse hasta hoy, la discusión entre la libertad artística –propia de la producción para el mercado– y el riesgo que conlleva remunerar las obras de cultura o comercializarlas bajo cualquier forma. Porque en la medida que las obras se vuelven accesibles a través de su venta, y reproducibles a gran escala, pierden asimismo su aura; la magia que las liga a la subjetividad e individualidad del creador. Desde ese momento se abre un hiato entre el comercio cultural y la cultura sustraída del mercado en virtud del apoyo provisto por mecenas privados o el subsidio público.
De ahí en adelante, el comercio de bienes simbólicos y de mensajes estará permanentemente expuesto a la sospecha de ser una modalidad bastarda de la cultura, propensa a la mercantilización, al gusto masivo, a la acumulación y el egoísmo posesivos. En cambio, el arte sustraído del mercado adquiere para sí el valor de lo ético, lo auténtico y lo noble. Aquel es arte contaminado; éste, arte puro. A un lado queda la cultura como mercancía –publicidad, en el extremo–; al otro, la cultura gratuita, espiritual y soberana.
Un abismo romántico se abre entre esas dos visiones, creando toda una serie complementaria de asimetrías: privado versus público, remunerado versus libre, comercial versus universal, negocio versus cultura. En un extremo quedan situados los instintos y el propósito de lucro; en el otro, la razón y el sentido del espíritu. A la izquierda la cultura vulgar, masiva, folletinesca y melodramática; a la derecha, la cultura ilustrada, seria, personalizada y consistente. En un nivel inferior lo banal, sensacionalista, lúdico y democrático; en el nivel superior, lo sofisticado, mesurado, grave y aristocrático.

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