Definiciones sobre el lucro
por Jorge Navarrete, Abogado
SE TRANSFORMO en la palabra más utilizada de nuestro vocablo político de los últimos años. Demonizado públicamente por algunos y adorado privadamente por otros, el lucro se constituyó en un símbolo del debate público, representándose en él la queja y malestar ciudadano, a resultas del abuso, la segregación y la desigualdad.
Esta semana, y después de varias dudas sobre el derrotero que tomaría la reforma educacional, la Presidenta Bachelet reafirmó su voluntad de terminar con el copago, la municipalización de los colegios y el financiamiento compartido. Detrás de dicha decisión no sólo subyace la convicción de que debe fortalecerse la educación pública, sino también importa un duro reproche al rol que en dicha área han tenido el sector privado y el mercado.
De tal diagnóstico se pueden devenir dos alternativas para su corrección. La primera, que fue ampliamente defendida durante los primeros gobiernos de la Concertación, consistió en sostener que la prioridad era contar con una educación de calidad, cualquiera fuera la naturaleza de quien la provee, garantizando el acceso e igualdad de oportunidades a todos los estudiantes, sin importar su origen o condición social. Bajo esa mirada, la solución al problema no necesariamente consiste en la erradicación del sector privado en la provisión de estos bienes y servicios, sino en una estricta fiscalización (ciertamente más severa que la existente) para cumplir con los objetivos de la política pública.
La segunda alternativa, la que hoy parece abrazar con más convicción Michelle Bachelet, asume que lo anterior no es posible ni deseable, es decir, que resultan infructuosos los esfuerzos por mitigar la lógica de mercado y negocio que implica la participación del sector privado en este ámbito y, al mismo tiempo, que el carácter de bien público que se le otorga a la educación exige el protagonismo del Estado en la prestación de este servicio.
Y si bien ambas miradas son legítimas, sus consecuencias respecto de otras importantes áreas de la administración son radicalmente diferentes. Sin ir más lejos, durante los últimos 30 años el Estado echó mano a la colaboración del sector privado justamente para multiplicar los alcances y efectos de sus políticas y programas públicos; no sólo en educación, sino también en salud, vivienda o infraestructura, por nombrar los más significativos. ¿De qué manera, entonces, esta convicción sobre lo que debe hacerse en educación debería también irradiar a estos otros ámbitos?
El caso más cercano es, sin duda, la salud. Al igual como ocurre en educación, no sólo se han acumulado por años las quejas que involucran la participación de operadores privados en la prestación de dicho servicio, sino también las nuevas autoridades le otorgan el carácter de un bien público esencial. Lo extraño es que esta misma semana también, la flamante ministra de Salud optó por la otra alternativa, declarando sobre las isapres: “Lucremos, pero sin el nivel de discriminación que hay hoy”, y reafirmando que se intentará corregir los abusos, pero no se alterará lo esencial del sistema.
Dos caminos, ambos legítimos, insisto, pero cuya aplicación simultánea resulta contradictoria.
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