El Opus: chicos y chicas
La llegada de la educación mixta a los colegios de la institución financiados con dinero público no responde a una motivación interna, sino a una acción del Estado
En ningún caso, esta decisión se debe a una motivación interna. Si ha existido una reflexión dentro de la Obra sobre la obsolescencia del modelo segregado, esta ha sido completamente privada. Por lo dicho en público, nadie podría haber imaginado que estos colegios eran compatibles con la educación mixta. Por el contrario, hasta hace poco pedagogos afines al Opus Dei podían escribir tesis doctorales sobre las bases metafísicas o neuronales que hacían de la educación diferenciada no solo permisible, sino la única razonable en el tramo de la vida que se inicia con la primaria y acaba en la universidad. Ni siquiera Francisco I, cuyas reformas tanto han afectado al Opus en el marco del derecho canónico, está detrás de esta nueva política de admisión. Se trata de un enredo, jugado en un punto intermedio entre la doctrina constitucional y la legislación partidista, aunque sin duda mucho más cerca de esta que de aquella. ¿Realmente tenían que pasar cincuenta años para que la constitución se diera cuenta de que era incompatible con la financiación estatal de este tipo de educación?
Pero si la decisión no se ha debido a una motivación propia, sino a una acción del Estado, esta se ha recibido sin ningún dramatismo. Es posible que el Opus Dei, esencialmente alérgico a las polémicas públicas, no quiera líos. Su sentido práctico le ha podido hacer pensar que sus colegios no serían rentables en caso de hacerse privados, que, sin la ayuda del concierto, se habrían condenado a ser menos influyentes y educar a menos estudiantes. Pero la docilidad con que la Obra ha aceptado esta decisión permite imaginar que existe algo así como una armonía preestablecida, que el Estado le ha obligado a hacer al Opus lo que este quería hacer, lo que su mayoría deseaba. Si entre los padres de los alumnos, si en los medios de comunicación conservadores de este país, existiera más de un 30% de personas convencidas de que la educación segregada debe seguir siendo financiada por el Estado, desde hace mucho sus titulares nos estarían mareando con que se trata de una decisión totalitaria de Sánchez o de Bildu. Por el contrario, parecería que a muchos padres y madres, conservadores y católicos, esta decisión les ha aliviado, pues podrán mandar a sus hijas a los colegios de chicos, tradicionalmente con mejores resultados que los femeninos. Es posible que dentro de unos años teólogos de la Universidad de Navarra con capacidad para penetrar en los inescrutables designios de la Providencia sean capaces de proclamar que fue el Estado quien descubrió la verdadera vocación del Opus Dei: santificar la educación de chicos y chicas que aprenden en la misma clase.
Aunque los colegios concertados del Opus Dei de otras provincias y los privados seguirán siendo de un solo sexo, muy probablemente todos acabarán siendo mixtos. Un colegio tradicionalmente masculino que el curso que viene admitirá a chicas es Gaztelueta. Creado en 1951 en una de las colinas más bellas de Vizcaya, es el primer colegio fundado por el Opus Dei y ha servido de modelo para el resto de los cientos de colegios abiertos en el resto del mundo. Además, la homogeneización mixta es casi inevitable para una institución que aborrece la más mínima disensión interna. Inevitablemente, la diferencia entre colegios mixtos y colegios segregados implicaría de facto una división entre un Opus progresista y otro conservador.
Si esta previsión se cumple, los colegios de un solo sexo, que habían comenzado a hacerse mixtos a fines de los ochenta, habrán desaparecido por completo. Dejará de estar disponible esta forma de vida, el modelo que formó a la mayoría de los españoles en los últimos dos siglos. Esta desaparición habrá sido silenciosa. El Opus Dei detesta ser considerado una institución conservadora. Pero el papel que ha representado en esta función es totalmente coherente con la historia del conservadurismo español desde el fin del franquismo. Por un lado, ha retrasado todo cuanto ha podido —exactamente dos orteguianas generaciones de 14 años— que los chicos y chicas aprendieran a convivir en el colegio. Por otro, cuando el Estado ha exigido la transformación, no ha defendido los motivos existenciales de este retraso, sino que ha aceptado la decisión con un inmejorable sentido táctico, casi incomprensible para la obstinación previa.
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