Columna publicada en el diario El Mercurio, sección Educación, domingo 14 marzo 2010.
No cabe duda: hacerse cargo de la emergencia escolar es la primera tarea del nuevo Gobierno en este sector. Representa un desafío de gran magnitud. Hay más de 2.500 escuelas y liceos inhabilitados, donde estudian cerca de 800 mil alumnos. Adicionalmente hay otros 1.200 establecimientos dañados, pero que pueden repararse. Una estimación inicial indica que deberán destinarse 1.600 millones de dólares para reconstruir la infraestructura escolar.
Sin embargo, la gestión de la emergencia supone mucho más. Se debe restablecer a la brevedad la plena provisión educacional, especialmente en las zonas más afectadas y en favor de los estudiantes más vulnerables. No parece lógico arrancar la tarea con la idea de reducir al mínimo la provisión, con tal de reunir a los alumnos en un recinto y darles unas pocas horas de convivencia y trabajo escolar al menos. Ni es correcto partir de la premisa de que, inevitablemente, la solución consistiría en acortar y comprimir la jornada escolar.
Bien puede ser -pensado con realismo y carácter temporal- que deban disminuirse los estándares materiales de la provisión (es decir, encontrar soluciones constructivas de emergencia). Pero debe reclamarse a las autoridades que hagan todos los esfuerzos necesarios para mantener -y, cuando sea posible, mejorar- los estándares académicos de dicha provisión.
De no procederse así, estaríamos ante la paradoja de que los estudiantes castigados por la naturaleza recibirían ahora, más encima, el castigo de la sociedad, rebajándose en su caso el nivel del servicio formativo que se les ofrece, el cual, lo sabemos bien, ni siquiera alcanza todavía para compensar las desventajas que estos niños y jóvenes acarrean desde la cuna.
Para poder gestionar adecuadamente la emergencia, las nuevas autoridades del Ministerio de Educación deben poner en marcha, desde el comienzo, un proceso de modernización de esa secretaría de Estado. Es imprescindible reforzar sus órganos ejecutivos y de planeamiento, hacer una reingeniería de sus principales procesos, eliminar y simplificar procedimientos burocráticos y controles innecesarios, mejorar las funciones de evaluación y apurar los procesos de decisión.
En paralelo, el ministerio deberá ocuparse de obtener, a la brevedad, la aprobación de la ley que crea la agencia nacional de calidad y una superintendencia de educación, cuidando que ambos organismos sean diseñados de tal forma de reforzar la autonomía de gestión de los establecimientos municipales y apoyar el mejoramiento de los resultados de aprendizaje de los alumnos. El proyecto correspondiente se encuentra en avanzado estado de tramitación y cuenta con respaldo transversal entre los partidos del gobierno y la oposición.
Además, la autoridad necesitará ocuparse desde ya de evaluar la subvención escolar preferencial (SEP), programa que otorga recursos adicionales a las escuelas que atienden al 60% de alumnos más vulnerables de la enseñanza básica. Se trata de un instrumento clave para mejorar las capacidades de compensación de las desigualdades de origen socio-familiar que poseen las escuelas, pero cuyo funcionamiento no se ha evaluado aún. Para poder cumplir con eficacia su fin público, se requiere revisar su operatoria e impacto real en los niños y niñas a quienes está destinado. Este es un asunto de alta prioridad.
En suma, el nuevo Gobierno se estrena en un escenario educacional que se desenvuelve en circunstancias turbulentas y bajo alta presión. Debe administrar eficientemente la emergencia y, al mismo tiempo, hacerlo con sentido de equidad. No tiene tiempo que perder ni hay tareas claves que pueda postergar.
Para poder gestionar adecuadamente la emergencia, las nuevas autoridades del Ministerio de Educación deben poner en marcha, desde el comienzo, un proceso de modernización de esa secretaría de Estado.
JOSÉ JOAQUÍN BRUNNER
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