Indigencia de un debate
Agosto 14, 2016
Domingo 14 de agosto de 2016

Indigencia de un debate

“¿Qué sentido tiene insistir en la consigna ‘gratuidad universal’, facilitando así que una ‘mala moneda’ argumental desplace los buenos argumentos, obligándolos a camuflarse incluso como ocurre con el ingenioso informe financiero del Ministerio de Hacienda que acompaña al proyecto del Gobierno?…”.

Llama la atención la facilidad con que nuestro debate sobre reforma de la educación superior se desplaza hacia asuntos de menor cuantía. La polémica en torno a la petición de renuncia a la rectora encargada de crear una universidad estatal en la Región Aysén del General Carlos Ibáñez del Campo es un ejemplo ilustrativo.

En vez de una discusión de fondo sobre la creación de nuevas instituciones estatales de educación terciaria -su contribución al desarrollo regional, sus modalidades de organización y gobierno, la forma cómo se asegurará la calidad y efectividad de sus funciones, sus vínculos con la comunidad regional y el sector productivo, el tipo de programas que enseñarán y de investigación que realizarán, su plan estratégico, metas e indicadores de desempeño que usarán, y así por delante- asistimos a un lamentable espectáculo del cual salen mal paradas tanto la ministra que pide la renuncia como la rectora que se niega a presentarla.

Mientras esa polémica se toma la agenda, preguntas valiosas quedan en el aire. ¿Qué fundamento tiene la propuesta del Gobierno? ¿Cuales lecciones extrae y utiliza de experiencias exitosas previas de desarrollo de universidades estatales regionales como las Universidades de Talca y La Frontera, dos casos bien conocidos? ¿Qué relación se estableció con la prestigiosa Universidad Austral ya instalada anteriormente en la región? ¿Cuáles son las innovaciones de tipo académico, de gestión y emprendimiento que propone la nueva Universidad de O’Higgins en la Región del Libertador donde en el pasado iniciativas similares -tanto privadas como estatales- fracasaron ni siquiera con ruido, sino apenas con un quejido, como escribe el poeta?

Así como suele decirse que en las economías de mercado la mala moneda desplaza a la buena, puede postularse también que en el mercado de las ideas existe una Ley de Gresham. De acuerdo con esta, los malos argumentos, relatos, discursos e ideologías desplazan a los buenos. Este movimiento sería el resultado, conjeturan algunos, de la proliferación de medios de comunicación y redes sociales, del decaimiento de la deliberación pública y, en general, de la banalización de las opiniones propia de las sociedades de masas. Tal suele ser la explicación invocada por intelectuales y académicos conservadores.

Sin duda, hay algo de verdad en este punto de vista. Pero también hay otra forma de encarar la pérdida de valor de ciertos argumentos en el mercado de las ideas. Puede ser que la oferta misma de ideas y propuestas sea de baja calidad. O que no exista suficiente diversidad de planteamientos de valor. O bien que la competencia intelectual se halle entrampada por tendencias monopólicas o favoritismos. O que los públicos sean poco exigentes. O que los promotores de iniciativas -como la creación de nuevas universidades y centros de formación técnica- prefieran eludir la deliberación pública y por lo mismo procedan con estrategias comunicativas de baja intensidad.

De hecho, la reforma de la educación terciaria muestra fenómenos de tipo Gresham también en el plano nacional, particularmente, en relación con el rico debate existente sobre materias similares a nivel global.

En efecto, hay dos tópicos -el del aseguramiento de la calidad y el del financiamiento de las organizaciones académicas- que hoy se discuten vivamente a nivel mundial con abundancia de argumentos, evidencia, información y conocimiento. Al contrario, en nuestro medio están prácticamente ausentes. Ni siquiera parecieran interesar a los participantes en el debate.

En cuanto al aseguramiento de la calidad, se avanza en el mundo -con excepción de países con regímenes autoritarios de izquierda o derecha- hacia esquemas flexibles, de carácter público, pero independientes de los gobiernos, que reconocen la diversidad institucional y de misiones y funciones, descansan sobre la confianza y la autorregulación y son exigentes a la hora de evaluar a las universidades con el propósito de producir un continuo movimiento de mejoramiento. Es decir, una tendencia diametralmente opuesta a aquella manifestada en el proyecto de la administración Bachelet. Ahí impera un esquema lleno de rigideces, dependiente del poder presidencial, que busca uniformar a las instituciones, desconfía de ellas y parece haber sido diseñado para clasificarlas, alinearlas y sancionarlas.

Algo similar ocurre con el financiamiento de las instituciones. Mientras decenas de informes de la OCDE muestran que los países buscan establecer esquemas de costos compartidos (con fondos fiscales y de fuentes privadas) y usan instrumentos de cuasimercado para asignar recursos tanto a la demanda como a la oferta, en Chile en cambio remamos contra corriente. En vez de mejorar el esquema mixto de financiamiento que desde ya tenemos, estamos empeñados en trasladar el costo íntegro de esta masiva empresa al Estado. Justo cuando aún quienes son fiscalmente más desaprensivos constatan los serios déficits que hoy existen en salud, pensiones y en los niveles inferiores del sistema escolar.

Entonces, ¿qué sentido tiene insistir en la consigna “gratuidad universal”, facilitando así que una “mala moneda” argumental desplace los buenos argumentos, obligándolos a camuflarse incluso como ocurre con el ingenioso informe financiero del Ministerio de Hacienda que acompaña al proyecto del Gobierno?

En fin, es desalentador percibir que estemos más ocupados de aspectos marginales y subalternos de la reforma que de salvar a nuestra deliberación de caer aplastada bajo la implacable Ley de Gresham.

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