En defensa de la universidad pública y su historia
Julio 24, 2016

En defensa de la universidad pública y su historia

Universidades públicas y el carácter público de las universidades, una discusión que ha estado ausente en forma seria del debate sobre educación superior.  

José Joaquín Brunner , El Mercurio, 24 de julio 2016

Una discusión seria sobre el carácter público de la institución universitaria y sobre las universidades públicas se halla ausente de nuestros debates. Sin embargo, es un tema clave.

La universidad nació como una corporación medieval de maestros y alumnos reconocida por la Iglesia y el poder secular -emperador, monarcas y príncipes- para expedir grados académicos y títulos profesionales. Es más antigua que el Estado y que la división moderna de lo público y privado.

A partir del año 1500, con el surgimiento de las monarquías nacionales, la división de la cristiandad tras la Reforma religiosa y la Ilustración europea del siglo XVIII, las universidades se nacionalizan y comienza su gradual dependencia de los estados nacionales.

De estas condiciones nace la universidad moderna en torno a 1800, impulsada por un doble paradigma. Por un lado, el concepto napoleónico de un Estado docente absoluto, encarnado en la Universidad Imperial, suerte de ministerio de educación con poderes sobre todo el sistema educacional. Y, por el otro, el Estado cultural prusiano de Guillermo von Humboldt, que reconoce a la Universidad de Berlín un estatuto de relativa autonomía y a sus catedráticos y estudiantes la libertad de enseñar, investigar y aprender.

Aparecen así las llamadas universidades constructoras del Estado que, se dice, le confieren legitimidad, preparan su personal directivo, forman a la élite profesional y convierten a los catedráticos en representantes de la república de las letras.

Esta idea se encarnó también en nuestra sociedad durante el siglo XIX. Así, en 1888, don Valentín Letelier refiriéndose a la Universidad de Chile señala: “Llamada, como corporación docente, a desarrollar la ciencia, corresponde a ella como poder espiritual, como ‘superintendencia de la instrucción pública’, imprimir a la enseñanza nacional el doble sello de la aplicabilidad social y de la unidad científica, y mantener encendida en este suelo la luz de la filosofía”.

Feliz fusión, como puede verse, de Napoleón y Humboldt; del utilitarismo profesional y la vocación intelectual, del Estado docente y el cultural.

Durante esta etapa, hasta mediados del siguiente siglo, mientras las universidades estatales son financiadas por el Estado, en Chile este apoya la formación de un número de universidades privadas confesionales y no-confesionales, a las que financia igualmente. Crea pues un régimen mixto de provisión financiado casi puramente con recursos fiscales, característico del sistema chileno.

A partir de 1950, la educación superior cambia en el mundo entero. De ser un privilegio de las élites pasa a ser un derecho de las masas hasta desembocar, de facto, en una obligación universal. Los proveedores se multiplican y diversifican. La mayoría de los países adopta esquemas mixtos de provisión de la educación y para su financiamiento. Se vuelve común recuperar costos a través del cobro de aranceles con esquemas de ayuda estudiantil, incluso en universidades estatales. Con ello se modifican también las bases sobre las cuales se sostenía el carácter público de la universidad y la identidad de las universidades públicas.

Primero, la exclusividad estatal de lo público se diluye y banaliza. Desemboca en una noción propietario-administrativa de la universidad estatal. La universidad tiene dueño, dirán nuestros rectores. Lo público pierde su vínculo con la filosofía del Estado docente napoleónico y con la concepción del Kulturstaat (Estado de cultura) del tiempo de Humboldt. Se difumina su aura. La universidad deja de ser imaginada como un poder espiritual, heredera laica del poder cultural de la Iglesia.

Segundo, la idea de que la universidad estatal importa un valor único por los bienes públicos que produce también se debilita. A fin de cuentas, estos bienes pueden ser de origen estatal, privado, comunitario, filantrópico o, incluso, lucrativo. Se acepta, además, que las universidades producen en realidad bienes mixtos: de valor público y de retorno privado, de beneficio social e individual, de valor monetario y no monetario. La idea que estatal sería igual a público deja de tener sustento.

Tercero, flaquea asimismo la idea de que la universidad debe mantenerse alejada del comercio humano. La vieja idea medieval de que “el conocimiento es un don de Dios y no puede venderse” sucumbe ante las tentaciones del mercado. El conocimiento se convierte en un medio de producción y mercancía; un generador de capitales e innovaciones en torno al cual se realizan continuas transacciones.

Por último, cuarto, lo público de la universidad migra hacia la esfera pública, ese espacio donde desde Kant el ejercicio de la razón crítica distingue a la universidad, situándola entre la sociedad civil (redes asociativas y mercados) y el Estado. La universidad misma es pública por tanto no por su dependencia del Estado, sino en contraposición reflexiva y crítica a él, al mercado, la sociedad civil y sus propios intereses corporativos. Tal es su lugar en la deliberación democrática.

Dicho sucintamente, la universidad pública y lo público han mudado a lo largo de la historia. Sería trágico que a propósito de la reforma de la educación superior, el Estado, desconociendo esa evolución, terminase ahogando lo público y a las universidades bajo su peso político-burocrático

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