Balance y prospectiva: fortuna y virtudes
Enero 1, 2025

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Más que un balance de los últimos 12 meses, o un registro de hitos por venir en 2025, optamos aquí por identificar asuntos y procesos que están en curso (in progress) y, por decir así, se traspasan de un período al siguiente; es decir, inercias y herencias, por un lado y, por el otro, latencias y posibilidades.

Nada encontrará aquí el lector, entonces, de los rutinarios ejercicios de fin de un año y comienzo del siguiente que en estas fechas se convierten en ritos mediales, tales como: “lo mejor y peor” del período, hitos destacados, los sucesos más importantes, personajes del año, los que emergen en el horizonte, las mujeres y hombres influyentes, frases de mayor impacto, noticias más leídas, tablas de posiciones, etc.

Tampoco nos haremos parte de los intentos por reconstruir el historial reciente del gobierno Boric o de la oposición, actividad realizada ad nauseam durante los últimos días, siempre con el indisimulado propósito de alabar lo propio y de desaprobar, o incluso desacreditar, lo ajeno; especialmente si corresponde a competidores o adversarias.

Igualmente, tomamos distancia de cualquier otro empeño -anecdótico o sistemático- por escrutar escenarios de futuro a partir de la evidencia acumulada o de las lecciones aprendidas, para usar terminología en boga.

Lo mismo, de ciertas versiones vulgarizadas de “contabilidad política”, consistentes en calcular el porcentaje de cumplimiento de las promesas programáticas de los gobernantes (por lo demás, ¿quién sabe cuáles son esas promesas en el caso del gobierno Boric, si antes o después de producido el “gran rechazo” del plebiscito del 4-S de 2022 y de sus efectos?). O bien, al otro lado de las trincheras, ¿quién sabe el número de veces que las oposiciones de derechas ensayaron durante el último año -con una desigual “tasa de éxito”- bloquear iniciativas gubernamentales, acusar constitucionalmente a autoridades oficialistas o desdecirse, ellas mismas, de su propia promesa de poner el interés de Chile por encima del interés particular de propinar una derrota mediático-política al oficialismo? Y, para qué decir, ¿quién contabiliza el vacío opositor de propuestas y las confusiones ideológicas que lo acompañan?

En breve, no nos mueve ni entusiasma esta vez cualquiera figura discursiva -común en círculos tecnocráticos y acogida generosamente por los medios periodísticos- que reducen los sucesos históricos en curso, sobre todo si son complejos e intrincados, a una arbitraria localización temporal, buscando transformarlos en datos puntuales y medibles, comparables y traducibles en memes o tuits.

Tal forma de aproximarse a la realidad en curso olvida que la historia no es el despliegue lineal de una racionalidad (progreso) que excluye la sinrazón, al mismo tiempo que niega la contingencia, lo imprevisto y la volubilidad de las situaciones. Al contrario, bajo ese enfoque la actividad humana sería cien por ciento calculable y previsible, igual que sus efectos y las reacciones que estos provocan.

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Por nuestra parte nos sentimos más próximos a Maquiavelo y su larga descendencia intelectual. Esta sostiene que, en el campo de la actuación humana, particularmente en la política, las cosas se rigen por un intrincadísimo balance entre las fuerzas de la razón y del planeamiento estratégico, por un lado y, por del otro por las fuerzas del azar, lo imprevisto, la sinrazón y las contingencias.

Según escribe el pensador florentino en un capítulo de El Príncipe (Cuál es el poder de la fortuna en las cosas humanas y cómo hacerle frente) que aquí nos servirá de guía:

No desconozco que muchos han pensado y piensan que las cosas del mundo están gobernadas tan profundamente por la casualidad y por Dios que los hombres no pueden enderezarlas con su saber, o más aún, que no pueden solucionarlas en absoluto. Por eso podrían juzgar que no hay por qué esforzarse demasiado, y que hay que dejarse gobernar por la suerte. Esta opinión está especialmente difundida en nuestros tiempos, por las grandes transformaciones que hemos visto y que estamos viendo hoy en día, que van más allá de cualquier previsión humana, y cuando pienso en ello, yo mismo me inclino hacia esa opinión en algunos aspectos. No obstante, para no anular completamente nuestro libre albedrío, considero que tal vez sea cierto que la suerte gobierna la mitad de nuestras acciones, pero que aun así nos deja gobernar aproximadamente la otra mitad”. (Maquiavelo, El Príncipe, Espasa, 2012, p. 124).

De allí se desprenden dos conclusiones que son destacadas por los estudiosos del florentino.

Primera, que, de acuerdo con Maquiavelo, “los hombres tendríamos oportunidades similares de intervenir y gobernar nuestras vidas y las de los demás”; o sea, la regla del 50/50 por ciento atribuido a la suerte y a la acción autónoma de los individuos (el libre albedrío).

Segunda que, según un famoso historiador británico, Maquiavelo invita a “concebir la política como el arte de hacer frente a los eventos contingentes […]  aquí que nos encontremos inmersos de lleno en la cuestión de las relaciones entre la virtù de un individuo y su fortuna […] De una parte, la virtù es el vehículo a través del cual se opera la intervención y por cuya intermediación se liberan aquellas secuencias de contingencia que escapan a nuestra capacidad de predecir o controlar y que hacen de nosotros rehenes de la fortuna; de otra, la virtù es la cualidad interna de nuestra personalidad que nos confiere la fuerza para resistir a la fortuna y para imponerle patrones de orden susceptibles incluso, de convertirse en patrones de orden moral” (Pocock, Tecnos, 2002, pp. 241, 252, 252).

Llegado a este punto, el propio Maquiavelo explica cómo debemos entender esta dialéctica entre fortuna (contingencia) y virtù (fuerza interna). Escribe:

comparo a la suerte (fortuna) con uno de esos ríos impetuosos que, cuando se enfurecen, inundan las llanuras, arrasan los árboles y las casas, quitan tierra de un sitio y la colocan en otro, y todos huyen frente a ellos, todos ceden ante su ímpetu sin poderlos frenar de ninguna manera. Y aunque esa sea su naturaleza, nada impide que los hombres, en los días tranquilos, tomen precauciones y construyan defensas y diques, para que luego, cuando los ríos crezcan, fluyan por un canal o, por lo menos, su ímpetu no sea tan desenfrenado y tan dañino. Lo mismo ocurre con la suerte (fortuna), que demuestra su poder allí donde no hay ninguna virtud preparada para hacerle frente, y dirige sus embestidas a donde sabe que no hay diques ni defensas para contenerla” (El Príncipe, p.124).

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Con esta dialéctica entre fortuna y virtù como marco, podemos regresar ahora al terreno de los balances, no como análisis de activos y pasivos del gobierno y la oposición, sino como “estudio comparativo de las circunstancias de una situación, o de los factores que intervienen en un proceso, para tratar de prever su evolución”, que es como la RAE define el término “balance” que aquí usaremos de manera maquiaveliana.

Es decir, balances del campo de fuerzas trazado por el despliegue de virtù y fortuna en distintos ámbitos de nuestra sociedad. De un lado, virtù del poder político (gobernabilidad, instituciones, habilidad, destrezas, carácter, liderazgos, seguridad, norma, regularidad, etc.) para moldear la realidad creada, del otro lado, por fortuna (unos procesos y fenómenos contingentes, azarosos, irracionales, sin sentido, descontrolados, anómicos, resistentes, adversarios; en suma, situados fuera del alcance del poder racionalizador, burocrático, eficiente, ordenador, gerencial y disciplinario del Estado y, más ampliamente, de la gobernabilidad como virtud ordenadora que busca administrar la contingencia y reducir a la moderna fortuna la cual, a ratos, parece representar valores muy superiores al 50% de los resultados históricos que le atribuía nuestro intelectual florentino.

Considerando diferentes ámbitos de la sociedad chilena, en lo que sigue buscaremos poner a prueba algunos balances de virtù y fortuna -aquí y ahora- en perspectiva de procesos más largos previos y en cuanto a su proyección futura.

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En primer lugar, el balance de la gobernanza (timón) del país está condicionado por el desarrollo de las fuerzas productivas que determina en última instancia casi todos los aspectos de la vida en común. La sociología suele definir a este ámbito como estructura tecno-económica. Es el mundo de la producción, circulación y consumo de bienes. Si se quiere decir así, es también la parte más estructural de toda sociedad, según predicaba Marx ya en siglo XIX; el andamiaje que la sostiene, la mano invisible que maneja los hilos de las clases sociales y alimenta las pasiones y los resentimientos en torno a la abundancia y la escasez, la inclusión o la exclusión, los de arriba y los de abajo y, claro que sí, el algoritmo de la lucha de clases.

Se manifiesta a través del crecimiento, el PIB per cápita, la evolución del empleo y los ingresos, la satisfacción de las necesidades materiales, sociales y simbólicas. Influye decisivamente sobre todos los aspectos colectivos y los ritmos de las relaciones sociales, la inclusión y exclusión, los dinamismos de la vida pública y privada, la sensación de cambio y progreso, de ser parte (o no) de circunstancias vitales creadores, de superación y movilidad y así por delante.

La virtù de este ámbito se expresa en la habilidad de la sociedad para producirse a sí misma continua y ascendentemente, a la vez que, de la manera más eficiente y veloz, como es propio del capitalismo tardío moderno en su fase de cuarta revolución industrial. O sea, la virtù tecno económica reside en la productividad del conjunto de aquella estructura que, sabemos, en Chile está estancada desde hace a lo menos diez años. Según la regla maquiavélica, una causa (y también consecuencia) de esa virtù debilitada es, usualmente, un desbalance favorable a fortuna que, a su turno, se ve fortalecida. Al decir del florentino, fortuna “demuestra su poder allí donde no hay ninguna virtud preparada para hacerle frente, y dirige sus embestidas a donde sabe que no hay diques ni defensas para contenerla”, como ríos impetuosos que, cuando se enfurecen, inundan todo.

En el caso de Chile, las explicaciones de este desbalance son muchas. Tienen que ver con la frágil dependencia de nuestra estructura tecno económica de las fuerzas globales de los mercados, especialmente financieros; su carácter altamente heterogéneo; los vaivenes entre súper ciclos y ciclos estilo “década pérdida”; el estancamiento de la productividad total de factores de la economía; la baja productividad laboral; los desastres naturales y manufacturados, impulsados por el calentamiento global y la civilización industrial; la debilidad del sistema de ciencia, tecnología e innovación, especialmente su vinculación con el sector  productivo; la pobre calidad de nuestras capacidades (capital humano, según los economistas); el mal funcionamiento institucional, en especial, la burocratización perversa (denominada piadosamente como “permisología”; la ausencia de competencia y falta de “animal spirits” de nuestra clase empresarial (¿sería eso a lo que el Presidente Boric se refirió con el nombre de “pesimismo ideológico”?) Y, como consecuencia de todo esto, la muy reducida productividad del conjunto de nuestra estructura tecno-económica que va revelándose cada día, desde hace una década, en todo tipo de indicadores, reportes internacionales, información de prensa, sondeos de opinión e informes expertos y a través de su impacto neto sobre el estado de ánimo de la población que vive rodeada de un halo pesimista.

En suma, el balance actual de este ámbito es de un neto predominio de contingencias negativas y tendencias adversas (fortuna) y una baja dotación de virtú en el sistema, prolongada ya por una década. Cubre los últimos tres gobiernos: de la Nueva Mayoría (Bachelet-II, “Chile de Todos”), Piñera-II (Chile Vamos, “Tiempos Mejores”) y de Boric (Apruebo Dignidad, “Un Nuevo Chile”).

La poderosa fortuna negativa opera como el factor externo más importante que detuvo “el poderoso vuelo que había tomado la República” en las dos décadas previas. Con todo, aquello que lo detuvo y mantiene estancado es el factor interno; es decir, la falta de virtù de las élites gobernantes, los sucesivos gobiernos y alianzas oficialistas, la mala calidad de las oposiciones, una generalizada confusión ideológica y la falta, por ende, de orientaciones capaces de movilizar la voluntad nacional. La suma de estos elementos crea un desequilibrio catastrófico; un entorno de fortuna fuertemente desfavorable, acompañado de una falta acumulativa de virtù. Ambos impiden al país, hasta hoy, volver a despegar.

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En segundo lugar, el momento actual y nuestro próximo futuro está determinado por el balance de la gobernanza (timón) del país que, a su vez, aparece condicionado por el funcionamiento del Estado y de la superestructura institucional de la sociedad. Nos desplazamos pues desde la tecno-economía hacia la esfera política, o sea, el orden de los poderes, la ley y la justicia; la definición de la ciudadanía por sus derechos; el espacio público comunicativo y de legitimidad de las instituciones que regulan las interacciones, las confianzas y el tráfico cívico.

Puede decirse, pues, que estamos aquí en el terreno más propio de la virtù, en el sentido antiguo renovado a la luz machiaveliana. Pocock, el historiador británico tiene un pasaje alusivo a este respecto que ahorra un volumen de lecturas:

Virtus, un término que originariamente fue y que durante mucho tiempo continuaría siendo parte del ethos de una clase dirigente política y militar, se asimilaba a la areté griega con la que compartiría su evolución conceptual. […] Áreté y virtus se hicieron expresiones idénticas que significaban: primero, el poder por el que un individuo o grupo actuaba de manera efectiva en un contexto cívico; segundo, aquella propiedad esencial que hacía de una persona o de un elemento lo que era; tercero, la rectitud o bondad moral que hacía de un hombre, en la ciudad o en el cosmos, lo que debía ser. Toda esta variedad de significaciones del término ‘virtud’ y sus equivalentes en diversos idiomas, se perpetuaron hasta el momento de la desaparición del pensamiento del viejo Occidente; y la importancia del término resulta obvia para cualquier libro estructurado en torno a la figura de Maquiavelo” (p.121).

De modo que la virtù específica de este ámbito de la sociedad, aquello que le otorga su fuerza en las sociedades democráticas contemporánea -que sólo de estas estamos hablando acá- es la capacidad de generar gobernabilidad. Puesto en términos de la dialéctica maquiaveliana para Chile, hasta qué punto el orden político existente se halla firmemente establecido en la sociedad (luego de dos intentos fracasados de rehacer la Constitución); cuenta con amplia legitimidad y confianza, y el Estado funciona con relativa efectividad y garantiza la seguridad, incluyendo los derechos individuales y sociales de la modernidad tardía.

A su vez, en sentido contrario, fortuna emplea su propia fuerza para imponer, mantener y aumentar la contingencia pura, incontrolable e ilegítima. Puede concebirse, por tanto, ante todo, como desorden, sea que provenga desde el exterior de la esfera política o de su interior, donde actúan los agentes dedicados a la política.

En el primer caso, desde el exterior, nos encontramos frente a las más diversas amenazas provenientes no sólo del balance negativo de la infraestructura tecno-económica (“it’s the economy, stupid!”), sino particularmente de la inseguridad más básica de las personas frente al crimen organizado, narcotráfico, robos y portonazos, deterioro del medio ambiente urbano, la inmigración irregular, los campamentos, la falta de policías, el desorden social, los actos terroristas, la violencia en sus más diversas formas; en breve, el estado de naturaleza hobbesiano, donde hay “miedo continuo y peligro de muerte violenta; y para el hombre una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”, según reza el famoso pasaje de Hobbes que hoy es parte del sentido común también en Chile.

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Sin embargo, fortuna en sus aspectos negativos afecta adicionalmente también a la virtù propia del orden cívico-político que, como vimos, consiste en la fortaleza del Estado, la gobernabilidad de la sociedad, la solidez de las instituciones públicas y el comportamiento virtuoso de los agentes políticos. Gran parte de la prensa de papel y electrónica estuvo dedicada en los últimos días a diagnosticar cómo -dentro de la esfera política- la (mala) fortuna domina a su favor el balance de fuerzas en cada uno de los cuatro aspectos mencionados.

En primer lugar, el Estado chileno es percibido progresivamente como débil, falto de virtù por inanición, principalmente, en el plano hobbesiano de la lucha contra el crimen organizado y de la provisión de seguridad física, material y simbólica. Pero, además, como ya vimos, por su bajo rendimiento en la estimulación del crecimiento (ingreso, empleo y oportunidades) y la regulación de las áreas centrales del bienestar social: salud, educación, vivienda y previsión. Las encuestas de opinión, las declaraciones de oficialistas y opositores, los trabajadores y empresarios, los columnistas, técnicos y académicos, los organismos públicos y las organizaciones privadas, las iglesias y los centros de pensamientos coinciden en declarar que el Estado chileno es pesado, lento, clientelar, excesivamente centralizado, tramitador, decepcionante y que requiere urgente modernización. La cual, por otro lado, nadie cree vaya a producirse a corto plazo. En esta materia estamos pues en un punto muerto.

A su turno, en segundo lugar, la gobernabilidad -que depende del Estado, el gobierno en particular, pero también de múltiples otras agencias públicas y privadas, y del balance entre virtù y fortuna- está claramente debilitada. Tal debilitamiento se expresó de manera dramática en torno al estallido social del año 2019, pero se había manifestado ya un lustro antes y ha continuado acompañándonos después y hasta hoy. Luego, no cabe duda, estamos en medio de una ya prolongada crisis de gobernabilidad, caracterizada por un aumento de incertidumbre (fortuna) y una baja capacidad de respuesta sistémica (virtù).

En tercer lugar, también la solidez de las instituciones públicas se encuentra dañada al interior de este cuadro. Como escribí a comienzos del año pasado (2024), llegado cierto momento crítico, las propias instituciones comienzan a destruir confianza (un valor público) más rápido de lo que la sociedad y su esfera política puede crearla. Es lo que en grados variables viene ocurriendo con el Poder Judicial y los tribunales, el Parlamento (la Cámara de Diputados en particular), el comité político y la asesoría presidencial del Segundo Piso.

Mas la pérdida de confianza en las instituciones no se detiene ahí. Afecta a las élites de la sociedad chilena en su conjunto, igual que a los medios de comunicación, las empresas y los empresarios, la iglesia católica, la figura de los expertos, las profesiones y hasta el fútbol profesional. En vez de generar orden, estabilidad, certidumbre, menores costos de transacción, mayor regularidad en las interacciones, confianza en los rangos y jerarquías, proyección de los ciudadanos y consumidores, se desconfía de toda la estructura institucional que debiera contribuir a integrar la sociedad y a estabilizar a la sociedad y el Estado.

Por último, en cuarto lugar, hace ya un buen rato que se echa de menos un comportamiento virtuoso de los agentes políticos, individuales y colectivos, de oposición y del oficialismo; en cambio, todos ellos -encargados del timón del Estado y la sociedad civil, productores de gobernabilidad- aparecen envueltos en dinámicas confrontacionales, polarizadas, de corto alcance, puramente tácticas, en constantes rencillas, ajenos a la res pública, sin ninguna virtud para hacer frente a la (mala) fortuna maquiaveliana que, como vimos, por ahora parece haber tomado en sus manos el destino del país.

Lo mismo sucede con los asuntos de Estado, porque los problemas que nacen se pueden solucionar rápidamente cuando se perciben a tiempo (un don que sólo tienen los prudentes), pero si, por no haberlos advertido a tiempo, se los deja crecer hasta que todos los conocen, ya no tienen remedio”, escribe nuestro guía florentino (p.34). Es lo que parece suceder en Chile, por ejemplo, con los problemas de la salud y la previsión, o con la violencia en las escuelas y las comunas, o, más recientemente, con los flujos desregulados de inmigración y las nuevas dinámicas de asentamiento de todo tipo de campamentos en algunas ciudades principales y del comercio ambulante en los centros urbanos.

En suma, en las dos áreas revisadas al momento de iniciarse hoy el nuevo año -la tecno-economía y la esfera política del país, ambas decisivas en todos los ámbitos de la sociedad- el balance entre fortuna y virtù favorece ampliamente a aquella sobre esta. Luego, los factores de amenaza, riesgo, incertidumbre y contingencia superan largamente las capacidades de previsión, resistencia y acción estratégica de los agentes individuales e institucionales, en el Estado y la sociedad.

Las tareas por delante son por lo mismo de gran envergadura y complejidad. De acuerdo a lo lógica adoptada en este texto y a nuestro propio balance del estado de situación nacional, no todo está perdido. En principio hay 50/50 por ciento de posibilidades para virtù y fortuna y la primera podría ensanchar su margen de control y conducción a condición de que, en los días tranquilos, tome precauciones y construyan defensas y diques, para que luego, cuando los ríos crezcan, fluyan por un canal o, por lo menos, su ímpetu no sea tan desenfrenado y tan dañino, como enseña Maquiavelo.

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