La política democrática: coyuntura local y transformaciones globales
Septiembre 23, 2020

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José Joaquín Brunner: La política democrática: coyuntura local y transformaciones globales

Al margen  de la coyuntura chilena y sus múltiples encrucijadas, la política experimenta dos desplazamientos de la mayor importancia, cada uno de los cuales trae consigo serias consecuencias. Por un lado, el fenómeno de la digitalización o virtualización; por el otro, un fenómeno de cientifización que racionaliza las decisiones en términos de evidencia producida por la investigación.

I

La política se halla amenazada desde varios lados. En Chile, los partidos, su principal sostén, atraviesan por un periodo de profundo descrédito. Los militantes son escasos; aquellos activos, menos aún. La elección de las directivas se ha vuelto un rito minoritario. En estas condiciones, la natural tendencia a la formación de una oligarquía partidaria se ve acentuada. Lo mismo que el caudillismo interno, las redes clientelares y los consiguientes fenómenos de  desideologización.

Algo similar ocurre con nuestra elite política, que se halla en pleno proceso de recambio generacional. De salida se encuentra la generación que moldeó la política chilena durante los últimos 50 años. Sus liderazgos históricos —Aylwin, Valdés, Boeninger, Arrate, Marín, Jarpa, Guzmán— forman parte de la memoria pública. Sus líderes todavía  presentes en el escenario nacional, con la excepción del presidente Piñera —Frei, Lagos, Bachelet— no ocupan una primera línea activa y no parecen tener continuadores naturales.

Entre las generaciones jóvenes hay figuras, no líderes. Y en ellas se halla ausente, hasta aquí, la capacidad de producir acuerdos. Parecen haber heredado los clivaje del pasado, no la de generar consensos.

Sobre todo, la elite política en ejercicio —presidentes y dirigentes de partidos, parlamentarios, ministros y subsecretarios y voceros representativos en esta escena— no da muestras de poseer visión de país, ideas rectoras, relatos movilizadores y una comprensión práctica de los difíciles tiempos que les toca vivir y en que deben probar su efectiva incidencia. Al contrario, predomina la confusión ideológica, una cierta medianía programática, una tendencia a la figuración personal, un caudillismo solitario, cuando no—derechamente—una cierta dosis de frivolidad en el desempeño de las delicadas funciones públicas.

Consecuencia de este conjunto de circunstancias adversas es el a ratos deprimente cuadro político nacional. El gobierno no logra sobreponerse al cúmulo de crisis en que el país se halla envuelto. Sin duda, su mera gestión —partiendo por las crisis sanitaria y económico social— representa un reto extraordinario. A ello se suma una administración con un neto déficit de capacidad política y comunicacional. Más encima, la oposición anhela, y hace lo posible por, precipitar un fracaso gubernamental. No existe en el país un sentimiento real de pertenecer a una comunidad nacional imaginada como una “casa común”, la que corre el riesgo de desmembrarse y venirse al suelo.

Tampoco las instituciones de la esfera político-estatal parecen tener una comprensión clara de la gravedad del momento. El respeto por la ley y las reglas del juego es escaso. El Estado de derecho es cuestionado a cada momento sin mayores consecuencias. Una jueza, ministra de Corte de Apelaciones, es acusada constitucionalmente por no haber hecho abandono de sus deberes. Sectores de oposición harán lo mismo con el ex ministro Mañalich, uno más, buscando propinar otra derrota política al gobierno, esta vez en un sector crucial de su gestión. La máxima autoridad del Senado declara estar dispuesta a cometer “un sacrilegio con la Constitución” antes que pasar por alto una demanda social. Y el Contralor de la República, al igual que algunos fiscales, buscan proyectarse mediáticamente, poniendo en tensión los límites de sus respectivas atribuciones.

Al margen  de la coyuntura chilena y sus múltiples encrucijadas, la política —como actividad esencial de las sociedades democráticas—, experimenta dos desplazamientos de la mayor importancia, cada uno de los cuales trae consigo serias consecuencias.

II

El primero se produce en torno al eje de información y comunicación —el carácter público-deliberativo de la política, por ende— que está moviéndose desde la palabra —el homo loquens, el texto, la ley, la argumentación, la retórica, el hablar reflexivo, la lógica de la razón— hacia el homo virtualis u homo digitalis, aquel inmerso en Internet y las plataformas, la rotación de los signos, el espacio de las emociones y los avatares, el juicio binario (gusta o no gusta), los memes y la lógica de la circulación infinita.

Una fase intermedia de ese desplazamiento, que todavía se manifiesta en los mercados de la comunicación, corresponde al homo videns; aquel que vive más en las imágenes que en las palabras, más en públicos masivos que en grupos reflexivos, y frente al cual las ciencias sociales fueron pesimistas al analizar la televisión, su hábitat natural.

El politólogo italiano G. Sartori, admirado por sus escritos y análisis sobre la democracia, fue lapidario: la televisión, decía, “modifica radicalmente y empobrece el aparato cognoscitivo del homo sapiens […]  produce imágenes y anula los conceptos, y de este modo atrofia nuestra capacidad de abstracción y con ella toda nuestra capacidad de entender”. Para la democracia, sostenía, era un golpe mortal. Le restaba su base en una opinión pública informada, razonable e ilustrada y la sustituía por la emocionalidad ante la imagen que teledirige a las masas hacia una valoración de líderes personalizados en vez de conducirlas a un espacio público crítico-reflexivo.

A su turno, P. Bourdieu, en sus dos conferencias sobre la televisión, parte por declarar así su perspectiva de análisis: la televisión, sostiene, “pone en muy serio peligro las diferentes esferas de la producción cultural: arte, lite­ratura, ciencia, filosofía, derecho; creo incluso, al con­trario de lo que piensan y lo que dicen, sin duda con la mayor buena fe, los periodistas más conscientes de sus responsabilidades, que pone en un peligro no menor la vida política y la democracia. El propio y celebrado McLuhan había dicho en su momento que “la televisión ha introducido […] una especie de rigor mortis en el público como ente político”.

Bourdieu fue más allá. Su punto es que la televisión instaura una nueva necesidad en medio de la sociedad de masas: la de ser visto en dicho medio. Esto instalaría en la esfera política una verdadera compulsión por aparecer, mostrarse y ser parte de ese nuevo espacio de revelación masiva. Agregaba además otra serie de fenómenos que marcaban a la televisión como dispositivo de la política y el poder:  mostrar ocultando, (sobre)dramatización, escenificaciones truculentas, “producción de  realidades”,  censura tácita, fast thinkers (pensadores que piensan más rápido que su sombra…), homogeneización, caza de primicias, debates falsos o falsamente verdaderos, etc.

El reinado del homo virtualis o digitalis acarrea consigo varios de esos factores negativos que vienen con la televisión. Pero ésta sigue siendo hegemónica solo en algunos escenarios y franjas del consumo cultural de masas y la simbolización de la política; en lo demás, aquel reinado instaura un nuevo mundo de sujetos, medios, prácticas y resultados.

Es el escenario de las redes digitales que, luego de ser recibido con optimismo como una expresión democratizadora (e-participación, e-Estado, e-movilizaciones, e-votación, etc.), desde hace unos pocos años es percibido como una amenaza para la política y la sociedad democrática.

En efecto, estudios recientes muestran diversos fenómenos que implican riesgos: desinformación sistemática y fake news; cultivo del odio y funas por parte de activistas anónimos con el fin de acallar a sus adversarios; difusión de teorías conspirativas que corroen la legitimidad y confianza en las instituciones; decaimiento de la representación política cuyos actores se hallan expuestos a tormentas de improperios e insultos; manipulación electoral mediante tele-campañas de contenidos dirigidos a individuos y grupos específicos; creciente poder cuasi-monopólico de unas pocas empresas sobre los flujos de información en línea; fragmentación en aumento de las audiencias ciudadanas que tienden a formar grupos donde todos piensan lo mismo, restándose de cualquiera confrontación plural de puntos de vista; consecuente polarización del ambiente político, todo lo cual dificulta la gobernabilidad democrática.

Las transformaciones macro que trae consigo este tipo de sociedades basadas en la acumulación y manipulación de big data son resumidas en diversos libros y artículos publicados recientemente: capitalismo de vigilancia o sociedad panóptica, sociedades híper conectadas y vaciadas de privacidad, monitoreo de comportamientos individuales y sociales a gran escala, revolución del control social y riesgo del conformismo, individuación de la comunicación política, resistencia a las formas organizadas de representación, desconfianza generalizada frente a las mediaciones, etc.

III

El segundo desplazamiento de importancia en la política democrática está teniendo lugar en torno al eje cognitivo o del tipo de conocimientos que deberían comandar esta actividadad; en particular, la formulación y aprobación de las políticas públicas. Aquí, el centro de gravedad viene corriéndose desde el juicio prudencial, la práctica experimental, la negociación, la información siempre insuficiente, la racionalidad limitada y la diversidad de fuentes y flujos cognitivos frente a situaciones inciertas, hacia las ciencias, la evidencia bien probada, el encadenamiento lógico-causal, la seguridad que proporciona un juicio verdadero, la acción basada en un saber indiscutible, que aparece como una prueba de racionalidad superior; en breve, la evidenced-based policy.

La política basada en evidencia tiene su origen en el sector de la salud, en los países del norte, donde con el propósito de evitar daños para los pacientes y de contar con rigurosos protocolos, se impulsó fuertemente una medicina basada en resultados de investigación; en especial, ensayos clínicos aleatorizados como los que actualmente se llevan a cabo para verificar la efectividad y seguridad de posibles vacunas para el Covid-19.

Trasladada al campo de las políticas públicas, esa técnica de producción de evidencias se basa en dos supuestos equivocados. Primero, que una decisión o acción de política pública puede predicarse sobre la base de una acumulación de hechos cuantitativamente medidos y la domesticación de la incertidumbre. Segundo, que la evidencia así generada puede arbitrar desapasionadamente (sine ira et studio) las controversias sobre la mejor política pública a seguir. En Chile, esta perspectiva positivista, cientificista, es adoptada con igual facilidad por la derecha neoliberal, en nombre de la evidencia proporcionada por una escuela económica que hasta ayer era considerada inexpugnable, y por la izquierda que ahora invoca las ciencias médicas y sanitarias como única base racional para decidir confinamientos y su apertura.

La acusación constitucional contra el ex-ministro Mañalich dará lugar a un amplio debate sobr este tipo de asuntos y mostrará lo absurdo que resulta la idea de una política democrática determinada por hechos científicos y cuya orientación se define por la evidencia producida por experimentos controlados.

Al contrario, esa visión estrictamente tecnocrático-científica de las políticas, una suerte de gobierno comandado por la ciencia, deja de lado la compleja (y, a veces, explosiva) mixtura que constituye los “hechos” con que trabaja la política. Si bien su  definición es producto de datos, información y conocimiento, éstos, sin embargo, se hallan sujetos a interpretaciones, provienen de diferentes fuentes,  son enmarcados dentro de luchas de poder y leídos a la luz de las preferencias ideológicas de los diversos actores.

Las pugnas —a veces sordas, a ratos abiertas— en torno a la definición de las políticas más adecuadas, mejores, más efectivas y eficientes frente a la pandemia han estado saturadas de esas pugnas. Incluso llegamos a tener una lucha de expertos sobre cómo definir muertos, contarlos y procesarlos estadísticamente. Y hemos visto dividirse a los expertos y contraponer sus opiniones, cada uno invocando la parte de la ciencia y la evidencia que calculan los favorece. De modo que en vez de basarse la política sobre evidencias, a veces ocurre precisamente lo contrario: la evidencia es creada por (y para)  la política.

Asimismo, el supuesto control de la incertidumbre, o sea, de una completa racionalización científica de la situación, que crearía la posibilidad de adoptar políticas de laboratorio, es algo completamente ajeno a la evolución de las sociedades democráticas y su gobernanza, donde la incertidumbre es inherente al propio juego democrático. En él, los efectos de la agencia humana, y las consecuencias de decisiones generadas interactivamente, son en gran medida imprevisibles, como hemos podido observar con la pandemia alrededor del mundo.

IV

Dicho sumariamente, el proceso político de decisión de políticas transcurre sobre bases que se alejan definitivamente del paradigma cognitivista-tecnocrático. Este supone, de acuerdo con los manuales de la academia, que dicho proceso sigue cinco pasos claramente demarcados: (i) se identifica limpiamente un problema que requiere acción política cuyos fines/valores y objetivos se hallan bien definidos; (ii) se cubre exhaustivamente el abanico de cursos de acción posibles y éstos se enumeran y analizan; (iii) se anticipan las consecuencias de cada uno de esos cursos alternativos; (iv) enseguida se compara esas consecuencias y contrastan con el fin y objetivo buscados, y (v) se elige finalmente la estrategia a seguir que es aquella cuyas consecuencias se emparejan de la mejor manera con ese fin y objetivos.

La irrealidad de tal esquema de aparente racionalidad completa es demasiado evidente; no resiste el test de la experiencia —largamente descrita y estudiada— ni  corresponde a ningún proceso de adopción de políticas concretamente situado. Mas bien, los hacedores de políticas actúan frente a problemas que desde su origen, como vimos, se hallan envueltos en disputas respecto de su identificación, causas y efectos; tienen tiempo, información y conocimiento limitados; no pueden prever sistemáticamente las consecuencias de las acciones que están en proceso de ir definiendo y negociando interactivamente; y no deciden con pleno control de los factores intervinientes sino que deben hacerlo en medio de pugnas de poder y entornos cambiantes, con un margen importante de incertidumbre, por ende, respecto del desenlace y efectos de su actuación.

Como señala un valioso informe sobre estas materias: “Los hacedores de política ofrecen razones para sus acciones, razones que inciden en si acaso actuar o no, se orientan por los intereses y valores en juego, y suponen que la política propuesta se comportará como se pretende, sin provocar consecuencias no-buscadas. Además, tales razones se hallan situadas en medio de una argumentación política; y ésta, para decirlo con un término prestado por la filosofía, es una forma práctica de la razón.[…] Al final, un argumento político busca persuadir a otros de aceptar las razones esgrimidas en favor o contra una determinada acción de política”.

En suma, en el marco de la política democrática, la deliberación práctica sobre políticas necesita y debe acoger todos los datos, información y conocimientos disponibles. Pero, por fuerza de la situación, las decisiones serán disputadas, conflictivamente procesadas y resultan no de la evidencia científica, por influyente que esta pueda ser como insumo, sino de un proceso de ajustes mutuos entre agentes de poder que interactivamente las adoptan y de ese modo dan lugar a las políticas.

V

En conclusión, en las sociedades democráticas —de suyo complicadas porque se autoimponen límites en beneficio de la libertad de los agentes y del pluralismo de visiones, creencias y valores— la política experimenta en la actualidad dos desplazamientos fundamentales. Por un lado, el fenómeno de la digitalización o virtualización; por el otro, un fenómeno de cientifización que racionaliza las decisiones en términos de evidencia producida por la investigación.

En ambos frentes los riesgos son evidentes. En el primer caso, el control panóptico de la sociedad y la difusión de una cultura de la vigilancia, junto con la neutralización de la deliberación pública y la pulverización de la e-opinión pública. En el segundo, la sustitución de la argumentación sobre políticas por la imposición tecnocrática de una racionalidad basada en una (supuesta) evidencia científica; por ende, la utilización de la ciencia como un recurso de legitimación del poder y un intento por rejerarquizar las formas de conocimiento en desmedro de la razón práctica y de los diversos saberes surgidos de la experiencia humana en la polis.

Por ambos lados la política democrática está siendo empujada —por la tecnología y la ciencia— a comprometer su sustancia a cambio del espejismo de una racionalidad superior. No vaya a ser que al final se produzcan reacciones en contrario de igual fuerza pero de signo irracional.

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