Pablo Astudillo: Institucionalidad científica: controversias, consensos y actores
Enero 23, 2017

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por 19 enero 2017

Entregar un diagnóstico sobre el estado de la ciencia chilena a estas alturas, con cerca de una veintena de reportes e informes de comisiones asesoras, expertos, think tanks y agrupaciones, aparece hoy como un ejercicio tal vez redundante. Por lo mismo, urge la necesidad de centrarnos en los elementos que aparecen como controversiales, en especial dentro de la comunidad científica. A esto nos lleva Jorge Gibert Galassi en su columna publicada en este medio, aunque creo que se equivoca en algunos aspectos, y presenta una imagen errada y poco generosa del rol que han jugado las agrupaciones de científicos jóvenes.

Considerando que los consensos son relativos, contingentes y en ningún caso sinónimos de “acuerdo absoluto”, cabe recordar, tal como lo hace Gibert, que hoy existe consenso sobre la necesidad de dotar al país de una institucionalidad de rango ministerial para la ciencia. Pero al contrario de lo que afirma Gibert, este consenso ha rondado más bien sobre la idea de un ministerio que abarque a la ciencia, la tecnología y la innovación. Muchos creen que incorporar a la educación superior sería un “suicidio” institucional, relegando a la ciencia al mismo plano secundario o terciario que hoy tiene en el Ministerio de Educación. Incluso un informe de la OECD, que abordó la propuesta entregada por la comisión asesora del gobierno de Sebastián Piñera (que recomendaba crear un Ministerio de Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Innovación), alertaba sobre la inconveniencia de reunir a ciencia con educación superior en una misma cartera. Incluso algunos dirían que es necesario que la investigación no se desarrolle exclusiva o principalmente en las universidades.

También podríamos cuestionar si es que existe un deseo amplio, entre la comunidad científica, de mejorar CONICYT. Es necesario preguntarse, en primer lugar, qué queremos decir con “mejorar”. Si por mejorar pensamos en cambios graduales y sostenidos en el tiempo, tal vez lo que se requiere más bien es un cambio importante en cómo asignamos los recursos, cómo funcionan los instrumentos de financiamiento, y cómo estos operan en general. Los problemas y desafíos que ha enfrentado CONICYT en años recientes argumentan, más que a favor de cambios graduales, a favor de una nueva forma de visualizar el funcionamiento de la agencia de fomento científico más importante del país.

Al respecto, Gibert afirma que “… más allá de los guarismos, lo que importa es lo que necesitamos. Sólo sabemos lo que necesitamos de un modo aproximado: primero, porque no hay una visión robusta del futuro del país; y segundo, porque no sabemos si podremos gastar bien esos recursos, dada la escasez de científicos activos”. Es imposible no coincidir con él en lo primero: nos falta una visión de futuro del país, aunque bien podríamos preguntarnos si en verdad queremos -o podemos- construir un futuro de país en el que la ciencia no sea protagonista. El segundo punto es más controversial. ¿De verdad podemos tomar en serio esta afirmación hoy, cuando científicos jóvenes claman por falta de oportunidades? Esta idea de que tenemos una falta de investigadores -que, dicho sea de paso, varios hemos defendido en el pasado- necesita hoy una revisión urgente. Solo el año 2014 la matrícula total de doctorado ascendía a más de 4.500 alumnos en las universidades del CRUCH, y actualmente se cuentan más de 160 programas de doctorado acreditados. Solo entre los años 2008 y 2014 se graduaron cerca de 4 mil doctores en el país, mientras que al 2014 existían cerca de 6.300 docentes con grado de doctor trabajando en universidades a jornada completa equivalente.

Esta verdadera sobreproducción de doctores, si bien teóricamente es deseable considerando la brecha de Chile con otros países en materia de número de científicos, es catastrófica ante el restrictivo escenario presupuestario. Los miles de científicos formados solo en los últimos años se enfrentan hoy a dos realidades dramáticas: las tasas de adjudicación más bajas del programa FONDECYT en años, y un escenario universitario complejo, debido al déficit que las universidades acusan por la gratuidad.

Esta verdadera sobreproducción de doctores, si bien teóricamente es deseable considerando la brecha de Chile con otros países en materia de número de científicos, es catastrófica ante el restrictivo escenario presupuestario. Los miles de científicos formados solo en los últimos años se enfrentan hoy a dos realidades dramáticas: las tasas de adjudicación más bajas del programa FONDECYT en años, y un escenario universitario complejo, debido al déficit que las universidades acusan por la gratuidad. Tal vez es cierto que “cualquier científico joven que ha retornado de las becas Chile hoy tiene muchas más posibilidades y acceso a subsidios que los más connotados científicos en los años 80…”. Pero ¿qué hay de las décadas siguientes? Es indudable que ser científico joven hoy es más difícil que en gran parte de los 90’s y del 2000, y un número creciente de profesores taxi o dedicados derechamente a otras actividades profesionales, además de los clamores de los becarios en el extranjero para flexibilizar el retorno al país, dan cuenta de esta realidad. Respecto a las tasas de adjudicación de FONDECYT, Gibert afirma que “la probabilidad de ganarse un FONDECYT era muy escasa en esa época [en referencia a los 80]. Hoy es 1 de cada 3 o 2…”. Invito a Gibert a revisar con detención las tasas de adjudicación y cómo estas se han desplomado en años recientes. La dimensión presupuestaria, en especial con un fuerte foco en jóvenes e inserción, será fundamental en la construcción no solo de la futura institucionalidad, sino que de la futura política científica del país.

También tenemos consensos “relativos”. Damos por sentado que estamos de acuerdo en que la ciencia debe conectarse de mejor manera con las necesidades del país. Pero no existe un consenso tan evidente respecto a la idea de priorizar el gasto, en particular qué priorizar. Aunque muchos afirmen que la priorización es un objetivo deseable, cabe preguntarse quiénes renunciarán a sus líneas de investigación con el fin de priorizar y apostar por “desafíos concretos”, toda vez que un aumento presupuestario significativo se ve lejano. Gibert afirma, de manera algo inadecuada para con los jóvenes, que salvar CONICYT significa, entre otras cosas, “fortalecer la capacidad del CONICYT para conectarse con la sociedad, en especial su capacidad para responder a las críticas de quienes son demasiado jóvenes o ignorantes para valorar su rol en el panorama general”. ¿Qué significa conectar a CONICYT con la sociedad? ¿Dirigir las líneas de investigación de los científicos para que estas respondan a necesidades sociales? ¿O debemos aspirar más bien a construir una política científica que identifique desafíos y necesidades sociales relevantes, y que formule programas que busquen generar conocimiento en estas áreas, y que complementen los esfuerzos de los investigadores que trabajan en la generación de conocimiento?

Otro consenso relativo se relaciona con lo del “consejo asesor”. Gibert afirma que “la idea de un consejo asesor robusto, que presente al gobierno de turno propuestas de desarrollo (para los 3 a 6 años siguientes), ha mostrado también bastante aceptación, sobre todo si representa bien a los ingenieros y ciertas áreas de la biología y medicina, la punta de lanza de la conexión ciencia-tecnología; y si considera en su representación a los cientistas sociales, economistas, sociólogos, cientistas políticos y antropólogos, quienes saben de políticas públicas y de “población y sociedad”…”. Algunos tecnócratas seguramente discreparían de esta visión, que expone a la ciencia al “riesgo de captura”, con científicos elaborando una estrategia a su discreción. Por otro lado, se ha abusado en años recientes de la idea de los consejos de “notables”, gente de vasta trayectoria, de respecto entre sus pares, y con “amplias redes”. Sin embargo, es evidente que una instancia de orientación estratégica para el futuro debe tener en cuenta otras miradas. Los investigadores jóvenes han permanecido marginados de estas instancias por demasiado tiempo. La mirada territorial y de género también es necesaria. Un consejo de esta naturaleza tampoco puede excluir la mirada de los actores del mundo de la tecnología y la innovación.

Gibert afirma también que “… especialmente en algunos grupos de influencia juvenil, las potenciales mejoras en el mundo científico y tecnológico son muy fáciles y básicamente no se hacen porque quienes están a cargo son incompetentes o carentes de coraje o voluntad política”, e incluso habla de “arengas facilistas”. Aunque es evidente que el asunto no es “llegar y copiar” políticas o experiencias de otros países, me parece que Gibert comete un error al descalificar la motivación y trabajo de los “grupos de influencia juvenil”. Aunque mi intención no es hacer una defensa de ninguna organización en particular, es evidente que, hasta poco antes del 2010, la conversación sobre la institucionalidad para la ciencia se encontraba restringida principalmente a círculos académicos e intelectuales, y ni la protesta del 2007 frente a Conicyt sirvió para poner este tema en la agenda pública, al menos con la fuerza que se instaló en los últimos cinco años. Problemas como la falta de una institucionalidad y una política científica, mejoras en las becas de postgrado, la necesidad de nuevas políticas de retribución e inserción, y la precariedad del personal de investigación, tuvieron que esperar la irrupción de movimientos conformados por investigadores jóvenes, los cuales no han contado necesariamente con el apoyo de académicos de mayor trayectoria. En este sentido, y sin deseos de polemizar, resulta irónico que Gibert afirme que “la descalificación sólo retribuye a los intereses corporativos, que los actores tendrían que soslayar si realmente van a poner manos a la obra en esta tarea gigantesca”. Si existen grupos que han renunciado precisamente a intereses corporativos y han sacrificado su estabilidad profesional con el fin de impulsar y trabajar por estos temas, son precisamente aquellos formados por científicos jóvenes compatibilizando dicho trabajo con su lucha por una oportunidad profesional en el mundo de la investigación.

No discutiré otros temas abordados por Gibert, por razones de espacio. Pero cabe recordar que debemos trabajar por una política de desarrollo científico, más que apelar a una política industrial. La ciencia “no se agota en la innovación”, y es fundamental rescatar su valor social, cultural y político, por lo que amerita una política de peso propio, con objetivos y plazos. Y el “sentido nacional” que conlleve dicha política científica, no puede centrarse únicamente en la “utilidad” (o pertinencia) de la ciencia. Pero la creación de dicha política requiere, en primer lugar, el compromiso, responsabilidad y también generosidad de parte del mundo académico y científico.

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