Benjamín Gonzalez: Discurso de Graduación 2012 de 4os Medios del Instituto Nacional
Enero 8, 2013

IN.jpg Un discurso que ha causado polémica y que descorre un poco el velo sobre la magia de un liceo mitico, el Instituto Nacional.
Ecos y reacciones frente al texto de Benjamín Gonzalez en su Discurso de Graduación 2012 de 4os Medios del Instituto Nacional, 29.12.2012

Don Jorge Toro Beretta, Rector del Instituto Nacional
Don Raúl Blin Necochea, ViceRector del Instituto Nacional
Doña Carolina Toha Morales, Alcaldesa de la comuna de Santiago
Padres, apoderados, amigos y compañeros
Autoridades Varias y Vagas
Tengan todos ustedes, muy buenos días.
Antes de comenzar a leer estas líneas, con motivo de la Licenciatura de los Cuartos medios 2012, mi generación, me gustaría pedir perdón. Perdón a quienes después de revisar un discurso que yo envíe semanas atras, me autorizaron y dieron la oportunidad de leerlo aquí frente a ustedes. Disculpas porque las páginas que hoy leeré, son distintas a las de ese borrador. De otra forma no me hubieran dejado hacer este discurso. Disculpas y espero puedan entenderme.
Cuando me embarqué en la tarea de hacer un discurso con motivo de la Licenciatura, me encontraba con más dudas que certezas. ¿Qué digo? ¿Cómo, en cinco minutos, resumir mi paso por este colegio? ¿Cómo, en un discurso, intentar plasmar siquiera en su uno por ciento, la gama de sentimientos que poseo hacía El Nacional? ¿Cómo redactar algo, lo suficientemente digno para tan importante día?
En primera instancia, intenté hacer algo similar a los discursos que he escuchado, como presidente de curso, cada diez de agosto, en las ceremonias de aniversario del colegio. Hacer un breve repaso de la historia del colegio. Mi idea era empezar diciendo que el Instituto Nacional fue fundado como una obra del gobierno de José Miguel Carrera en 1813, tras la fusión de las casas de estudio del periodo colonial. Luego, tras la ofensiva de la Corona española por recuperar sus posesiones en América, e identificando al Instituto Nacional como un símbolo de la soberanía y la lucha por la emancipación, deciden clausurarlo. Bernardo O’higgins, cinco años después, con la Independencia ya asegurada, lo reabre para seguir funcionando, sin interrupción, hasta nuestros días.
También pensé recordar que han sido Institutanos, 18 presidentes de la República de Chile. Entre los que destacan nombre como Pedro Aguirre Cerda, José Manuel Balmaceda y, el poco mencionado en los discursos, Salvador Allende.
Pero no. Hoy no vengo a repetir ni recordarles lo que ya todos sabemos. (Para más información leer el artículo del Instituto Nacional en Wikipedia, muy interesante) Ni tampoco vengo a hablar en representación de todos ustedes, ni siquiera represento, como presidente de curso, la voz de mis compañeros. Cosa que no quita, que puedan hacer suyas estas palabras. Así como en la televisión, advierto: Las opiniones vertidas en este discurso no representan necesariamente el sentir de mi curso, familia, amigos ni colegio. Este discurso me represente a mí y solo a mí. Yo soy su único responsable.
Hoy, vengo hablar de aquello que todos como Institutanos callamos. De aquello que la historia oficial prefiere olvidar y dejarlo fuera de lo público. De aquello de lo cual todos somos culpables: las autoridades por ocultarlo bajo el manto de la tradición o el amor a la insignia, los Institutanos fanáticos que avalan y defienden irracionalmente conductas que rozan en lo enfermizo y los Institutanos que reconociendo la enfermedad, no hacemos nada al respecto: ni irnos del colegio, ni intentar cambiar algo.
Cuando entré en séptimo básico y me dijeron que el gran Instituto Nacional llevaba 193 años de vida, saqué la cuenta y pensé que si no repetía ningún año saldría para el aniversario 199. Un año antes del famoso Bicentenario. Hace 6 años me dio tristeza e incluso, un poco en broma un poco en serio, pensé que sería una buena opción repetir para ser parte de la “Generación Bicentenario”. Hoy, con la perspectiva que el tiempo me ha dado, considero como un símbolo de mi paso por este colegio el salir un año antes de la Gran Fiesta: nunca me he sentido lo suficientemente Institutano como para soportar un año entero de chovinismo Institutano. Incluso, fue uno de los argumentos a favor cuando decidí pasar de curso el año pasado, el no estar aquí para el bicentenario. ¿Por qué?
Recuerdo claramente el segundo día de clases del 2007, cuando llegó una profesora, y nos empezó a contar la historia de este colegio, además de decir que del Instituto Nacional han salido 18 Honorables Presidentes De La República, nos comentó que también habían salido de esta institución importantes forjadores de la patria, que cuando nos pasaran Historia de Chile en segundo medio sabríamos. Sin embargo, luego de que en el preuniversitario me pasaran Historia de Chile (en el colegio no la vi más de un mes), reconozco que la profesora obvió el contarnos varios detalles.
Detalles como que entre los 18 presidentes de Chile, no son pocos los que tienen las manos manchadas con sangre de este pueblo. A modo de ejemplo, Institutano fue Pedro Montt Montt, presidente de Chile que dio la orden de asesinar a 3.500 salitreros en el Norte Grande, conocida actualmente como la mayor matanza en la historia de nuestro país (después de los 17 años de dictadura, claro) hablo de La Matanza de la Escuela de Santa María de Iquique. También a mi profesora se le olvidó mencionar que Institutano fue Germán Riesco Errázuriz, presidente de la República en el periodo del auge de la “Cuestión Social” destacando la matanza a raíz de la Huelga de la Carne, la cual dejó un saldo de más de 300 muertos en las calles del centro de Santiago. Previamente, destacan dos tristes hechos en la historia de Chile en que Institutanos también han sido actores principales. Fue un Institutano Manuel Bulnes Prieto, quien sofocó la Revolución Liberal de la Sociedad de la Igualdad, causando decenas de bajas. Fue Institutano también, Anibal Pinto, presidente de Chile, quien nos condujo a una absurda guerra contra nuestros hermanos peruanos y bolivianos por intereses oligarcas. Esta guerra, la Guerra del Pacífico, causó 3 mil bajas en Chile y más de 10 mil bajas en los países vecinos.
Diego Portales también fue Institutano. Para todo el que sepa un poco de historia, cualquier aproximación resultaría vaga en tratar de explicar las obras de él. Prohibió, so pena de cárcel, el participar en chinganas. Instauró una nueva forma de castigo para los “criminales peligrosos”, azotes públicos. Conocida es su frase: “Palos y bizcochuelos, justa y oportunamente administrados, son los específicos con los que se cura cualquier pueblo, por arraigadas que sean sus malas costumbres.”.
Pero, para terminar con este breve, recorrido histórico por la “Historia no contada” de los ilustres Institutanos, quisiera concluir con un deseo: El próximo año hay elecciones presidenciales. Ojalá el número de presidentes Institutanos no crezca hasta los 19. Me daría vergüenza que Laurence Golborne, un Institutano que hasta hace 3 años era Gerente General de Cencosud, (a saber: Jumbo, Paris, Santa Isabel, Costanera Center, entre otros) consorcio que paga $4.072 de patente al año, fuera presidente de Chile.
Más allá de la falsa historia que nos han intentado vender del Instituto, el principal problema que reconozco además funciona como parte básica, casi como un pilar que sostiene todo este aparataje institucional: los mitos y tradiciones.
Recuerdo cuando mi curso de séptimo básico conoció por boca de un profesor, una famosa frase que terminó dando vueltas por la cabeza de todos mis compañeros: “Errar es humano pero no Institutano” sin tener estudios algunos de pedagogía, ni pretender hacer un análisis psicológico de la educación, me parece que la pregunta cae de cajón: ¿A qué clase de profesor se le puede pasar por la cabeza decirle eso a niños de 12 años? ¿Por qué intentar separar al Instituano del humano común y corriente? ¿Tan inteligentes somos? Luego de vivir 6 años con esa frase, ¿Cómo se le explica a alguien que obtuvo 500 puntos ponderados en la PSU? Y que salió con un NEM y un Ranking por debajo de la media nacional.
Desde el primer día que pisé este colegio, sentí como todos los dardos y las acciones van dirigidas a un solo objetivo: el éxito. El éxito no como un instrumento para un fin mayor y más noble (la felicidad, por ejemplo). Sino como la meta final de la vida. Un éxito aparente eso sí, un éxito centrado sólo en lo económico: ser puntaje nacional, estudiar una carrera tradicional, casarse, escalar lo más alto posible en la empresa, comprarse una camioneta para pegarle la insignia del instituto en el parabrisas. Como dirían los Fabulosos Cadillacs: “En la escuela nos enseñan a memorizar: fecha de batallas pero que poco nos enseñan de amor”. Amor a lo que hacemos, amor al prójimo, amor a la clase o incluso a la humanidad. No, nada de eso. Sólo buenos puntajes para el día de mañana comprarse la camioneta 4×4.
Frases como esas son las que forman el carácter del general del alumno Institutano: petulante, soberbio, chovinista y exitista. Personalmente, no es ningún orgullo ser el colegio más odiado de los “emblemáticos” (y no me trago el cuento que nos decían los profesores que es porque somos los más inteligentes o los con mejores pololas) es porque de una u otra manera de verdad creemos que nosotros no nos equivocamos: porque somos Institutanos.
En este colegio desde que entramos, se nos ha inculcado el valor de la competencia y la discriminación. Las evaluaciones tienen que ser individuales. Para que así, la satisfacción del que se sacó un siete, sea personal. De él solo. Sin embargo en la vida: ¿Qué actividad se puede desempeñar solo? Ninguna. Nos educan en una burbuja idílica.
Cuando miro hacia atrás, pienso: ¿Qué valores aprendí en este colegio? Si todos hemos sido testigos de horrorosas frases estilo: “corran como hombres, no como maricones” “asuman sus consecuencias como machitos” “al colegio se viene solamente a estudiar” o “dejen la población en la casa” ¿Son acaso estas frases las que corresponden a un colegio que se jacta de estar forjado sobre los valores de la ilustración? No lo creo. Apropósito de los mismo, yo personalmente no he sido testigo, y tengo la impresión que es una conducta que va en retirada, pero hasta hace sólo un par de años, era común ver a un respetado y sacralizado profesor de este colegio, echando alumnos de la sala por negro. O suspendiendo aleatoriamente (Hacía formarse a un curso y decía: un, dos, tres: suspendido. Un, dos, tres: suspendido) sólo para demostrar su hipotético poder en este colegio. Ahora bien, de lo que sí he sido testigo, es de tratos abiertamente homofóbicos por parte de profesores hacia compañeros homosexuales: “Este colegio por gente como ustedes está como está, váyanse” y, en la misma línea he sido testigo de de profesores pegándole a compañeros (no combos ni patadas, pero sí empujones)
Estas son algunas de las cosas que hacen que yo no pueda sentirme orgulloso, como me han dicho que tengo que estarlo, de portar esta insignia. No podría sentirme orgulloso de ir en un colegio que la sola idea implica discriminación. Si la educación en Chile fuera buena en todos los establecimientos educacionales ¿Qué motivo habría para la existencia del Instituto Nacional? Ninguna. Si mi antiguo colegio me hubiese ofrecido la misma calidad de enseñanza que el nacional, yo no me hubiera cambiado. Pero me cambié porque no la ofrecía. Entonces, ¿Cómo sentirme orgulloso de haber dejado a 40 ex compañeros pateando piedras en mi ex colegio, para yo venir y “salvarme” de no patear –tantas- piedras? La sola idea suena aberrante.
No puedo dejar de mencionar lo sorprendente que fue para mí ver en la página del preuniversitario Pedro de Valdivia (de los mismos dueños de la Universidad Pedro de Valdivia, la cual tiene preso a su ex rector por el escándalo de las acreditaciones) un aviso que decía que habían firmado un convenio con el Instituto Nacional. El símbolo del lucro en la educación firmando un convenio con el símbolo de la educación pública. Es así como el CEPAIN lleva a la práctica sus comunicados “¿a favor de la educación pública? ¿Quién los autorizó para usar el nombre del colegio, a quién le preguntaron?” Patético.
Para concluir esta katarsis contenida por 6 años, me gustaría compartir con ustedes dos anécdotas que me ocurrieron este año en el colegio.
Corrían los primeros meses del año, cuando equis profesor preguntó en voz alta a todo mi curso: ¿Quién de aquí sabe qué es la comisión Valech o el informe Rettig? Ninguna mano se levantó. Nadie de un cuarto medio humanista del “Mejor colegio de Chile” lo sabía.
Y la segunda, casi en la misma línea: El 11 de Septiembre del año que se va, cayó martes. Día en el cual me tocaba por asignatura Historia electivo e Historia Común. En mi interior, cuando me dirigía al colegio pensé que por lo particular de la fecha, y por ser un curso Humanista usaríamos esas 3 horas para discutir respecto al tema. Craso error. Parece que era más importante las Batallas Napoleónicas en historia común y la Ley de oferta y demanda en historia electivo que las bombas de ruido que se escuchaban explotar en el colegio a esas horas de la mañana. Comentando con unos compañeros en el recreo la situación, recordamos que nunca, en los 6 años que llevamos en el colegio nos pasaron el Golpe de Estado (donde, paradójicamente, murió un Presidente Instituano). Es decir, haciendo el experimento que yo sólo sepa lo que me han pasado en el colegio y nada más, no sabría quién fue Augusto Pinochet en la historia de Chile. Repito: Cuarto medio humanista en el mejor colegio de Chile.
Ahora bien (aquí viene la parte emotiva) no podría ser tan hipócrita de sólo quedarme en la crítica. Digo hipócrita porque yo postulé al nacional porque quise y me quedé aquí también porque quise. Y es porque dentro de todo lo yermo aun existen pequeños oasis fértiles. Profesores en los que se puede confiar una palabra más allá de la materia oficial, profesores que entienden la educación más que como un “motor de asenso social” y que conciben al colegio más que como un preuniversitario de 6 años. Profesores de materias “no-psu” que luchan día a día contra el sistema para darle dignidad a su ramo. Y creo que lo logran, sus ramos son los más dignos de todos. Pedro Lemebel, un escritor chileno en una crónica rememorando sus años en el Liceo Manuel Barros Borgoño lo describe mejor que yo, cito: “Pero rescato de ese liceo, las clases progresistas que me enseñaron política, filosofía, literatura, poesía y otras lecturas más allá del horroroso Quijote en papel de biblia que después me lo fumé entero”. No daré nombres, pues sé como funcionan las cosas en este colegio y no quiero que vinculen a ningún profesor con este discurso, pero estoy seguro que ellos saben quiénes son.
Paradocentes que muchas veces te alegran el día con sus saludos y su disponibilidad desinteresada y casi religiosa para ayudarte. Los tíos auxiliares que a las 7.30 de la mañana cuando llegas a la sala y están sólo ellos barriéndola son tu primer “Buenos Días”, tías del Kiosko que nos prestaban microondas cuando a mitad de año dejaron de funcionar los del casino, y en general toda la gente que te conoce por tu nombre y no por tu apellido o número de lista, a todos ellos: gracias, infinitas gracias y espero no se dejen avasallar, porque sepan que tienen todo en contra.
Sin más que palabras de agradecimiento para, como dije anteriormente, lo fértil dentro de lo yermo, palabras de disculpas a los que me dieron la oportunidad de leer un discurso, palabras de desprecio para quienes hacen de este colegio un preuniversitario de 6 años deshumanizador, les digo a ustedes, compañeros de generación: éxito, pero éxito de verdad, del que incluye felicidad y crecimiento personal.
Y espero que con estas palabras no haya herido su orgullo Institutano, si fuera así, cumpliría mi deseo: “Sólo espero que el día de mi licenciatura, me reciban con gritos de odio”.
Compañeros, hoy, se acabaron los 12 juegos. Muchas gracias
Benjamín Gonzalez, Presidente del 4to F Humanista del Instituto Nacional


El modelo del Instituto Nacional
Jorge Inzunza H, Académico de la FACSO U.de Chile. Psicólogo de la Universidad de Chile. Magíster en Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad de París X Nanterre. Doctorando en Educación de la Universidad Estadual de Campinas UNICAMP, El Mostrador, 4 de enero de 2013
El discurso de Benjamín González en la ceremonia de licenciatura de los cuartos medios del Instituto Nacional se ha transformado en un éxito mediático innegable. Dentro de mi generación de institutanos ha dividido las aguas entre quienes se sienten completamente identificados –especialmente aquellos provenientes de los cursos humanistas-, y aquellos que lo consideran un discurso marginal, responsabilizándolo del masoquismo de “quedarse” –lo que me recuerda una de las frases favoritas de varios profesores e inspectores de mi época: “si no le gusta, se va”-. El discurso de Benjamín tiene elementos de continuidad y otros de ruptura.
El Instituto Nacional nació en 1813 de la fusión de varias instituciones realistas: la Academia de San Luis, el Convictorio Carolino, el Seminario Conciliar y la Universidad de San Felipe. El 18 de junio de ese año Camilo Henríquez en La Aurora de Chile encendía el mito: “el gran fin del instituto es dar a la patria ciudadanos que la defiendan, la dirijan, la hagan florecer, y le den honor”. El Instituto constituyó el símbolo del proyecto republicano, al que se suma la Universidad de Chile en 1842. Hay que decir que en gran parte del siglo XIX, lo público en la República de Chile en realidad era un espacio muy reducido de la sociedad, integrado sólo por las elites, masculinas, terratenientes. La educación era para esta clase heredera de la invasión española, que utilizó los mismos instrumentos de la colonia para mantener una división social estratificada. No es sino hasta las primeras décadas del siglo XX que se rompe el modelo elitista del cual el Instituto Nacional hacía parte.
Fue a partir de 1920 cuando todo comienza a trizarse con la Ley de Instrucción Primaria Obligatoria. La educación se transforma en campo de batalla, porque ya no era propiedad exclusiva de la “natural” superioridad de la elite. Comienza la expansión del derecho a la educación, que consideró una incorporación mayor de mujeres y clases populares. Al mismo tiempo, la elite chilena –en un acto patriótico- comienza a abandonar la educación pública en un movimiento irreversible. Hasta hoy, nuestros dirigentes –políticos y empresarios- no han pasado en su gran mayoría por escuelas públicas, y la dictadura significó el tiro de gracia definitivo para cortar cualquier lazo de la elite con las clases medias y populares.
Entonces, ¿qué significa el discurso de Benjamín en este contexto? Por una parte, como él mismo señala, no constituye ninguna novedad en términos de revelación histórica. Recuerdo a un querido profesor de lenguaje –castellano en esa época-diciendo que aquí se enorgullecen por tener tal cantidad de presidentes –cuyos rostros se observan mutuamente en la galería de los presidentes al llegar a rectoría-,sin embargo, para cómo está el país, deberían sentir vergüenza. Deliciosa provocación.
El discurso de Benjamín representa la declaración del habitus como diría Bourdieu, una meta-reflexión sobre la posición, sobre la distribución social de los privilegios, y sobre el rol que asume la institución. La otra cara de este discurso la encontramos en el Manifiesto del diputado UDI Felipe Ward. Ambas comparten la desmitificación de las apariencias, y muestran el lugar social desde el cual se construyen a sí mismos, dejando entrever los límites de acción política que pueden desencadenar.
El Instituto Nacional abrazó progresivamente la incorporación de las clases medias, fue su modo de sobrevivir, pero lo hizo conservando los aires y sentidos de su fundación. Aparecieron con mayor fuerza los discursos de ascenso social y meritocracia. Cuando entré al Instituto, en 1989, se seguía hablando de elite, pero no era aquella elite de las clases dirigentes del país; ahora era una elite académica nacida de la selección de los mejores alumnos de las escuelas públicas y particular subvencionadas, y alguna que otra particular pagada. Es verdad, la clase social se vuelve un asunto menos significativo, se puede ser de clase media o pobre, todo queda oculto en el “número de lista”, en una especie de olvido de la persona y de su historia, asunto que para el caso de la cultura nacional, algo de sentido tiene.
El Instituto Nacional se ubica hoy en una encrucijada contradictoria. Sigue siendo el bastión de la educación pública, sus alumnos siguen reaccionando en su defensa junto a los estudiantes de las escuelas de las periferias y de los otros emblemáticos. Y también, por otro lado, muchos de sus ex alumnos alcanzan destacadas posiciones en las gerencias de las empresas de los grupos económicos y desde allí han encontrado vías para tornarse figuras políticamente atractivas para las elites. La cooptación de los institutanos es pan de cada día. Pero no sólo se coopta a los ex alumnos, sino al Instituto como tal, que se ha convertido en un modelo de excelencia para el actual gobierno. Para las elites que nos gobiernan en estos días, la selección social es natural, y serán los mejores los que lleguen a las posiciones dirigentes. Lo que se lee en la traducción del Manifiesto de Ward es justamente la otra cara del modelo del Instituto, y es que aún hoy la mayor parte de las posiciones son hereditarias, y no tienen nada que ver con los esfuerzos individuales.
La continuidad en el discurso de Benjamín se da cuando lo inscribimos en una larga tradición de un discurso que ha sido crítico, y que encuentra quizás su expresión más dramática en las grandes alamedas de Allende. La continuidad es, sin duda, la preocupación por el sentido de público en una sociedad estructurada económica, social y culturalmente en base a intouchables.
La ruptura de Benjamín se sitúa en el simple hecho de desnudarse a sí mismo, mostrar los artificios que construyen la posición de privilegio, y preguntar desde allí si esto es justo. Esta es reflexión política y a esta es la que nos invita un joven de 18 años.
Bienvenidos a la celebración de los 200 años del Instituto Nacional.

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