Revista Capital, Artículo correspondiente al Martes 18 de Octubre, 2011
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El informe Brunner
Tres décadas cumple la Ley General de Universidades, que permitió la irrupción de instituciones privadas de estudios superiores en Chile. Fue polémica, no hay duda. Actualmente existen más de 177 entidades en todo el país. ¿Qué ha pasado desde 1981 y qué viene para el futuro? “Hay un cambio brutal en la composición del capital humano de la sociedad chilena”, explica el doctor en sociología y ex ministro de Frei. Por Vivian Berdicheski S.; fotos, Verónica Ortíz.
Es uno de los mayores expertos nacionales en educación. Autor de numerosos papers, libros y estudios, se mueve como pez en el agua al explayarse acerca de un tema que suele ser farragoso. Siempre desde una mirada concertacionista, claro. José Joaquín Brunner, ex ministro de Frei y militante del PPD, conoce como pocos el desarrollo de la educación universitaria en las últimas décadas en Chile y en esta entrevista entrega una mirada crítica a las consecuencias de la reforma a la Ley General de Universidades, de 1981, que permitió el ingreso de las instituciones privadas al sistema.
“En los 80, yo trabajaba en FLACSO y realizaba asesorías en educación por distintos países. En 1973 fui exonerado de mi cargo de profesor en la Universidad Católica por razones políticas y tenía prohibición de trabajar en cualquier otro organismo de educación superior cuando la ley vio la luz”, recuerda Brunner.
El sociólogo remarca el contexto en que nació la legislación: después del golpe, el sistema educativo había sido intervenido y los cargos de rectores los ostentaban delegados de la Junta Militar, lo que quitó autonomía a las universidades. Con la ley de 1981 se dio un giro profundo en cuanto a políticas de educación, al permitir que los privados y las leyes del mercado se sumaran en la oferta de cursos y programas con grados académicos y títulos universitarios. ¿Cuál es el balance del proceso? Aquí, el ex ministro ofrece su evaluación.
-¿Cuál fue su primera impresión al conocer la ley?
-Siempre fui crítico, fundamentalmente porque introducía una suerte de mercado para la educación superior de una manera extraordinariamente gruesa, sin sofisticación en términos de las regulaciones. Y uno podía prever el tipo de consecuencias que traería un mercado regulado, ya que teníamos experiencias provenientes de afuera que nos daban ciertas señales de cómo funcionaba el sistema, sobre todo en Estados Unidos. A la ley le faltaban mecanismos de transparencia, información y sobre todo de aseguramiento a la calidad. A esa altura, nadie –salvo gente muy teórica con poco conocimiento práctico– podía sostener que el mercado por sí solo podía regular la calidad de la educación superior. Sin embargo, esa es la gran inspiración de la legislación del año 81. Por otro lado, fui crítico al sistema de financiamiento. Se vio claro que se reduciría en la práctica el monto total que se destinaba a educación superior por parte del Estado para transferir a los privados una buena parte del costo.
-¿Las universidades privadas no recibieron fondos del Estado, sobre todo en los primeros años?
-Ocurre que el monto total que se destinaba a las ocho universidades empezó a caer a lo largo de los 80. A partir de la ley del 81, se crearon universidades privadas que no recibían dinero del Estado o algo muy marginal, y el número de alumnos creció muy poco. Entre 1973 y 1990, el sistema se estancó desde el punto de vista de la participación. De hecho, entre el 73 y el 81 cayó la matrícula; y entre el 80 y el 90 creció algo. El sistema adquirió dinamismo en los 90, producto de nuevas políticas de financiamiento por parte del gobierno.
-Si asesores y funcionarios clave del gobierno militar venían de estudiar en Estados Unidos, ¿por qué no sé replicó el sistema norteamericano?
-La resistencia fue netamente ideológica. Era tan fuerte la fascinación con los mercados que se creyó que un solo sistema, como el precio de mercado, era capaz de regular cualquier aspecto de la sociedad. Así que no miraron la realidad de otros países. Estados Unidos tenía desde hacía más de 50 años el sistema de acreditación y perfectamente Chile lo pudo haber establecido, pero no lo hizo hasta 1995, porque se pensaba que si los estudiantes podían elegir y había competencia entre las instituciones, entonces, las malas universidades iban a morir. Un error que está demostrado porque en educación existen muchas asimetrías de información; los únicos que saben la calidad de lo que están ofreciendo son las autoridades universitarias y los profesores. Para los padres y los estudiantes es extraordinariamente difícil y recién llegan a saber lo que entre comillas compraron una vez que ingresan al mercado laboral, cuando ya es demasiado tarde.
-¿Cuáles son los hitos de esto 30 años?
-Ha corrido mucho agua desde la ley, y son varios los momentos que marcan la historia de la sociedad ligada a la universidad. Primero, es el planteamiento de que se puede tener una educación de calidad al abrir el mercado a la educación superior. Hito dos: la dictación de la Ley Orgánica de Educación (LOCE) a pocos días del término del gobierno de Pinochet. Pero la transformación más grande proviene de mediados de los 90, con el sistema de aseguramiento a la calidad de la educación; al principio de manera experimental y luego, formalmente, con la ley de aseguramiento a la calidad que crea el régimen de acreditación. Después de 2000, sobresale como hecho clave la creación del crédito con aval del Estado, que fue lo que realmente permitió una segunda explosión de la matrícula y el acceso de muchos jóvenes de modestos recursos a la educación superior. Y que hoy ha sido uno de los puntos más discutidos por la Confech y el gobierno.
-¿El segmento qué más ha cambiado en estas tres décadas ha sido el estudiantado, en términos cualitativos y cuantitativos?
-Radicalmente. Hasta 1990, el grueso de los estudiantes venía de los dos quintiles de mayores ingresos de la sociedad y marginalmente de los otros tres. Hoy, si se observa la matrícula, la principal dinámica de acceso a las universidades son alumnos que vienen de los quintiles 1, 2 y 3. En la práctica, los dos más ricos ya están instalados en la educación superior, por lo tanto, hay un acceso masivo de los jóvenes que provienen de familias de menores ingresos; sobre todo, después de 2004, cuando se crea el CAE. El 75% de los estudiantes que hoy cursan educación superior en universidades y centros de formación técnica es primera generación. Este es por lejos uno de los cambios más grandes que ha experimentado la sociedad chilena en los últimos 20 años. Los graduados pasaron de ser 25 mil en 1990 a 120.000 en 2009. Eso genera un cambio brutalmente profundo en la composición del capital humano de la sociedad chilena.
-¿El mercado está preparado para recibir tal cantidad de ilustrados?
-Es un riesgo. Se supone que la economía está creando un alto número de empleo todos los años. Sin embargo, crear trabajos de bajo nivel de calificación resulta bastante más simple que generar puestos para técnicos, profesionales y ejecutivos calificados desde el punto de vista del conocimiento. Hoy, las remuneraciones promedio en varias profesiones tienden a bajar y la brecha entre los que ganan más y menos aumenta.
-¿Qué pasa con un alumno que ha hecho un gran esfuerzo económico y comprueba la existencia de estas brechas?
-Precisamente lo que estamos viendo en las calles. Toda la seguridad asociada al estatus profesional está cambiando radicalmente; la incertidumbre se metió en la piel de los estudiantes y de la sociedad. Es tan evidente el problema que nadie queda indiferente. La mayoría de estos muchachos son primera generación en la universidad y vienen todavía con la idea de que van a conquistar algo que los padres de otros jóvenes llegaron a conquistar, que es estatus. Lo cierto es que no van conquistar nada de eso; el mercado laboral está altamente competitivo, los sueldos promedio no son altos y el recién graduado sale endeudado de su universidad.
-¿Es pesimista?
– No. Lo que pasa es que tenemos que cambiar la mirada. Hoy, la educación superior dejó de ser “superior”, alta, excelsa, en el sentido más habitual de la palabra. Hoy, a los 21 años, vas a tener tu primer título de pregrado, pero no será lo más alto que vas a alcanzar. Se supone que un número creciente de gente hace diplomados, especializaciones, maestrías, etc. y te formas a lo largo de la vida hasta los 60 años por la lucha en el mercado laboral, y eso es el futuro: lo que se llama educación terciaria. Es decir, aquella que sigue a la primaria y a la secundaria. No es más que eso. Una educación que pronto será, igual que los dos niveles anteriores, universal. Al alcance de todos.
-En todo este proceso, ¿cómo evalúa el papel del Estado?
-Muy insuficiente. Aunque ha ido mejorando y aprendiendo a lo largo del tiempo, también los problemas han ido cambiando. Es completamente distinto regular un sistema para 250 mil alumnos que uno para 1.100.000. Es distinto imaginar un sistema de acreditación para 800 carreras que para 6.000 que tenemos ahora. O financiar becas y créditos, cuando en la década de los 90 se los dábamos a 50 mil alumnos y ahora a 600.000. El Estado no puede resolver nunca de manera definitiva los problemas, porque sólo lo hace para una fase, mientras el sistema crece de manera dinámica y siempre va generando nuevos problemas.
-Si los problemas de la educación son cíclicos, ¿qué viene ahora?
-El primer problema a solucionar ahora es re-balancear el gasto del Estado y el de las familias, para que los padres no se lleven el gran peso de la inversión en la educación superior. Segundo: ¿cómo acreditamos un sistema tan grande y complejo como el actual? ¿Sirven las evaluaciones que se realizan en la actualidad o se necesitan nuevos parámetros para saber si las carreras que se imparten son de calidad o no? Además, vamos a pasar de una educación superior masiva a una universal; va a llegar un momento en los próximos 20 años en que la educación superior o terciaria va ser efectivamente para el 90% de la población. Y la diferenciación entre un graduado y otros serán los diplomados, los posgrados. Ahí van a estar las competencias más escasas. Por otro lado, las nuevas tecnologías de información y comunicación, como Internet, van a cambiar la forma de distribuir el conocimiento y las maneras de enseñar y aprender. Estamos recién al comienzo de esta revolución.
-¿Habríamos llegado a este mismo punto si no se hubiese promulgado la Ley General de Universidades?
-Tendríamos algo muy parecido a lo que tenemos hoy; me refiero a que los procesos de masificación habrían ocurrido con o sin universidades privadas. De hecho, en varios países de Europa la universalización ocurrió con las universidades de carácter público, pero además se crearon nuevas y se siguen fundando. En otros países, como Estados Unidos, se han masificado y universalizado los sistemas a través de regímenes mixtos, es decir, con instituciones estatales, privadas, subvencionadas y privadas sin apoyo fiscal.
-Algunos argumentan que la reforma del 81 sirvió para hacer más democrática la educación superior.
-Eso es vestirse con ropa ajena; algo que suele hacer la gente que defiende la ley del 81. La verdad es que entre el año 1973 y el 90 no hubo crecimiento significativo de la educación superior; por el contrario, el país perdió posiciones en el mundo en este ámbito. La explosión vino después de los 90, a partir del nuevo contexto social y con políticas para financiar créditos y becas de apoyo a las instituciones. Además, resulta casi de mal gusto sostener que la reforma del 81, realizada en medio de una dictadura y con las universidades intervenidas y vigiladas, fue un impulso a su democratización. Es absurdo.
-¿Cómo ve el futuro?
-Pienso que va a mejorar positivamente nuestra educación superior, como ha venido ocurriendo desde 1990. Se va a crear un régimen más equilibrado de financiamiento, en el que el Estado va a invertir más y, a su vez, los particulares van a disminuir la carga que llevan sobre sus espaldas para costear la educación superior. Se va a crear un sistema más sano, más equitativo para la gente. Y si hacemos las cosas de manera racional habrá también mayor financiamiento para las instituciones, de modo que éstas puedan incrementar su volumen y la calidad de su docencia e investigación.
-Una manera de hacerlo es vinculando a la empresa privada en el ámbito de la universidad.
-Ese es un tema de futuro que ya partió. Ya hay universidades en el país, como la Chile y la Católica, para nombrar las principales, que tienen una serie de vínculos interesantes de generación de productos y servicios de conocimiento y tecnologías que van al mercado y adquieren allí un valor comercial. Eso le interesa a la empresa porque es parte de su innovación y competitividad. Por otro lado, les interesa a las universidades –ya sean privadas o estatales– porque forma parte de sus ingresos y les permite canalizar conocimiento ya no sólo hacia la investigación pura o básica sino también hacia un tipo de actividades que tiene impacto sobre la economía y genera beneficios para el conjunto de la sociedad.
-¿No hay riesgos de que los intereses comerciales se vuelvan prioritarios?
-Claro que los hay. Si uno mira la experiencia de países más avanzados, uno de los capítulos mayores de las preocupaciones actuales de las universidades de investigación tiene que ver, justamente, con su vínculo con las empresas. Claro que hay riesgos. Por ejemplo, sujetar la publicación de descubrimientos a la voluntad de la empresa que financia la investigación; o favorecer con informes expertos a una industria que financia a la universidad. Por cierto, aquí las políticas públicas juegan un rol fundamental, ya que pueden dar incentivos a las empresas para trabajar con las universidades, por un lado; pero por otro, regular esa relación de manera que la universidad no pierda su alma en el mercado, o en el lucro, como está de moda decir en Chile.
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