Palabras leídas con ocasión de la ceremonia de clausura de la gestión del Consejo Superior de Educación (CSE)
José Joaquín Brunner, ex Vicepresidente del CSE
Santiago, 27 de octubre 2010.
Ante todo deseo saludar a los miembros del Consejo—ayer Consejo Superior de Educación, hoy Consejo Nacional de Educación—y recordar con emoción a quienes como Iván Lavados y el Dr. Héctor Croxatto, ambos admiradas y queridas figuras—ya no están con nosotros. Su contribución a este Consejo fue decisiva y es apreciada por todos nosotros. Simbolizo en ellos, por lo mismo, el aporte de muchos que a lo largo de los últimos 20 años formaron parte de este organismo; sea que se encuentren presentes en este acto de conmemoración que hoy nos congrega o que no hayan podido acompañarnos.
Todos recordamos las circunstancias en que nació el Consejo Superior de Educación. Fue establecido por Ley Orgánica Constitucional de Educación (LOCE), Nº 18.962, publicada el 10 de marzo de 1990, como un organismo autónomo, relacionado con el Presidente de la República a través del Ministerio de Educación.
Estuvo integrado este Consejo por el Ministro de esa cartera o su representante y por un grupo de académicos designados por las diversas instituciones de educación superior, por las Academias del Instituto de Chile, los Consejos Superiores de Ciencias y de Desarrollo Tecnológico, la Corte Suprema de Justicia y los Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas y el General Director de Carabineros de Chile. Estos miembros, una vez nominados, procedían a elegir entre ellos a un Vicepresidente, el que pasaba a presidir el organismo junto a un o una Secretaria Ejecutiva, que actuaba como Ministro de Fe se y encargaba del equipo profesional y la administración del organismo. María José Lemaitre desempeñó esta función con notable efectividad durante los años formativos y de consolidación del CSE y, con la venia de ustedes—en este país que suele ser ingrato con sus servidores públicos—le rindo aquí el homenaje que sin duda se merece.
A nuestro Consejo correspondió ejercer un conjunto de importantes funciones en un momento en que, según el sentir de muchos, el sistema terciario chileno—luego de experimentar importantes transformaciones—había recuperado su funcionamiento democrático y requería urgentemente adoptar las regulaciones necesarias para consolidar su base institucional, asegurar la calidad de sus programas y mantener la confianza y credibilidad en los títulos y grados expedidos por las universidades e institutos.
La ley le encomendó funciones precisas: debía pronunciarse sobre los proyectos institucionales presentados por personas o grupos que deseaban fundar universidades e institutos profesionales para efectos de su reconocimiento oficial; debía verificar el desarrollo progresivo de dichos proyectos; podía recomendar al Ministro de Educación la aplicación de sanciones a las entidades bajo su supervisión, y debía otorgar la plena autonomía a las universidades e institutos que hubiesen satisfecho las condiciones requeridas para autogobernarse.
Además, la ley entregó al Consejo la responsabilidad de pronunciarse sobre los objetivos fundamentales y contenidos mínimos de la educación básica y media, paso previo para que el Presidente de la República pudiera establecerlos mediante decreto supremo.
Mirado con perspectiva histórica, el funcionamiento del Consejo representó la confluencia de al menos dos fenómenos llamativos de aquella época.
Por un lado, da testimonio del proceso de normalización democrática que comenzaba a producirse en el país, no sin dificultades e incertidumbres. Un Gobierno recién elegido con amplio respaldo electoral, se hacía cargo de aplicar una ley aprobada por una Junta de Gobierno cuyas disposiciones—en diversas materias y aspectos—no compartía ni juzgaba razonables. La propia conformación del CSE, por cierto no sus miembros con nombre y apellido sino las modalidades de su designación, no contaba con la simpatía de las nuevas autoridades. Tampoco la forma en que se hallaban establecidas y organizadas algunas de las funciones de nuestro organismo tenía la opinión favorable de estas autoridades y de buena parte de la comunidad experta del campo educacional.
Aún así el Consejo fue puesto en acto, se le dotó de infraestructura y apoyo material, se respetó escrupulosamente la designación de sus miembros, se promovió la autonomía del organismo, se respaldaron sus decisiones y se valoró el papel que él cumplía en relación a las políticas educacionales del primer y siguientes gobiernos elegidos a partir del año1990.
Por otro lado, las atribuciones del Consejo y su gradual ejercicio con vistas a la supervisión y el licenciamiento de las nuevas instituciones privadas constituyen una importante innovación en materias de política pública en nuestro país. No sólo un cambio de marea en relación con el período inmediatamente anterior sino además, y sobre todo, con respecto a la tradición de políticas públicas que se había consagrado en Chile en este ámbito a lo largo del siglo XX. En efecto, mientras perduró esta tradición, un pequeño número de universidades—estatales dos y seis privadas subsidiadas por el estado—se autorregulaba y decidía sobre la educación superior, contando con el apoyo benevolente y, a veces incluso generoso, de los gobiernos y la renta nacional. Por primera vez en 1990 se estableció pues, al menos para un sector de las instituciones de educación terciaria—aquellas de origen privado y que no recibían un aporte directo del estado—un sistema y procedimientos de evaluación y control ejercidos por pares a través de una agencia pública independiente.
Al comienzo no fue fácil para los proyectos institucionales involucrados con, y sujetos a, la función supervisora del Consejo aceptar esta cautela de la fe pública y del recto desarrollo institucional. Algunos estimaron que se trataba de una intromisión en la esfera de la propiedad privada; otros, que se imponía una inconveniente restricción a la autonomía de los proyectos institucionales; otros más, que al regularse de esta forma el mercado de la enseñanza superior, se distorsionaba la sana competencia y se arriesgaba con contaminar política o ideológicamente el desarrollo de las nuevas iniciativas institucionales.
No es mi intención, por cierto, polemizar con los argumentos del pasado. Y sería injusto hacerlo aquí, donde no hay espacio para debatir y rebatir.
Quiero solo resaltar que el Consejo nació en circunstancias pocos favorables y, a pesar de ello, pudo consolidarse rápidamente, con la participación siempre leal de cada uno de sus miembros, el trabajo incansable de su Secretaría Técnica, y el decidido respaldo de los sucesivos gobiernos. Naturalmente, también hubo unos pocos momentos tensos en nuestra relación con los equipos del Ministerio; por ejemplo, con ocasión de haber expedido el Consejo un primer informa desfavorable respecto de los objetivos fundamentales y contenidos mínimos para la educación obligatoria presentados por el Ministerio de Educación. Nosotros cumplimos con independencia nuestro rol legal y el Ministerio debió corregir su propuesta, lo que hizo oportunamente, sin desconocer las facultades y atendiendo a los argumentos de nuestro organismo.
Me parece a mí que hubo otras acciones emprendidas por el Consejo que ayudaron a legitimar sus actuaciones y a consolidar las atribuciones que le otorgaba la Ley.
En primer lugar, haber promovido desde el comienzo la discusión sobre aquellos temas que cabían dentro de su esfera de competencia, especialmente en el ámbito de la evaluación externa y la acreditación de instituciones y programas. Esto ayudó a disipar dudas y malentendidos y, lentamente, a crear una plataforma de información compartida sobre estos tópicos.
En segundo lugar, haber impulsado un sistema de estadísticas e indicadores que, como hace ÍNDICES cada año, informa sobre la evolución de los principales componentes—insumos, proceso y resultados—de nuestro sistema de educación superior. No sólo los medios de comunicación y el público en general se han beneficiado de esta labor de medición del Consejo sino que también los investigadores hemos aprovechado este esfuerzo para desarrollar estudios de diverso tipo.
En seguida, la organización de eventos—como talleres, seminarios y conferencias—sirvió para animar la discusión sobre estos asuntos y alimentar significativos procesos de aprendizaje, al mismo tiempo que permitió conectar al Consejo y a las instituciones a las redes norteamericanas y europeas en este campo.
De allí surgieron, además, algunas actividades propiamente académicas y de investigación sobre diversos aspectos del aseguramiento de la calidad, promovidas por el Consejo y su Secretaría Ejecutiva, las cuales dieron lugar a la Revista Calidad en la Educación y, a partir de 1996, al Seminario Internacional anual convocado por el Consejo que permite reflexionar sobre cuestiones claves para el control de calidad de la educación superior con participación de autoridades institucionales y reconocidos expertos internacionales.
En conjunto, estas varias iniciativas impulsaron la idea de que era necesario establecer un sistema de nacional de aseguramiento de la calidad, estructurado en torno a procesos de licenciamiento, evaluación por pares externos y de acreditación de las instituciones y programas de educación terciaria. Con tal efecto se crearon—inicialmente con carácter experimental—las Comisiones Nacionales de Acreditación de Programas de Pregrado y de Programas de Posgrado y, más adelante, se estableció un sistema nacional de aseguramiento de la calidad de la educación superior por medio de la Ley Nº 20.129, de noviembre de 2006. Este sistema comprende funciones de información pública; de licenciamiento de instituciones nuevas que corresponde al Consejo, y de acreditación institucional y de carreras o programas, función que cabe a la Comisión Nacional de Acreditación.
En suma, la experiencia del Consejo Superior de Educación sirvió al país no solo a través del cumplimiento de las funciones que le encomendó la LOCE sino que dio origen, además, a una progresiva transformación de las prácticas de administración de la educación superior, de gestión de la calidad en las instituciones y programas y de rendición de cuentas ante la sociedad y los órganos que en este sector actúan en nombre del estado.
Finalmente, el Consejo Nacional de Educación, establecido en 2009, es el continuador de esta experiencia y sin duda será un factor importante en el nuevo entramado institucional que se está creando en el campo educacional, donde próximamente coexistirán el Ministerio de Educación, este Consejo, la Comisión Nacional de Acreditación, la Agencia de Calidad de la Educación y la Superintendencia de Educación, para solo nombrar a aquellas entidades más directamente encargadas de la conducción y coordinación de nuestros sistema educacional.
Es así, mediante cambios—cada vez que son necesarios y posibles—y mediante continuidades—que son inherentes a la evolución de las sociedades—que éstas construyen sus instituciones públicas, las cuales a su turno definen las reglas y los incentivos que orientan el comportamiento de los individuos y de las organizaciones buscando alinearlos con el interés general y el bienestar social.
El CSE es parte de esta tradición de continuidad y cambios. Estoy seguro que represento el pensamiento de todos sus miembros si digo que cada uno de nosotros siente la satisfacción—y el honor—de haber trabajado aquí al servicio del país y su educación.
Muchas gracias.
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