Mi columna de opinión –y reflexión crítica– sobre la agenda del gobierno publicada hoy en el diario El Mercurio, sección Educación, 18 de julio 2010.
Educación: más medidas, menos claridad
José Joaquín Brunner
Estamos frente a una revolución anunciada, pero que carece de un proyecto, de objetivos claros, prioridades y estrategia.
Tener una visión comprensible de dónde se desea llegar y especificarla en pocas y bien definidas prioridades es una condición esencial para llevar adelante una política ambiciosa de reforma educacional. Tal es la principal lección que enseñan países exitosos como Corea, Australia y Finlandia.
La visión transmite a la sociedad un propósito moral y contribuye a movilizar voluntades y a generar acuerdos; las prioridades determinan la estrategia y guían los procesos de implementación. A esto se refería Edgardo Boeninger, nuestro mejor ejemplo de un conductor e implementador de políticas de cambio, cuando hablaba de la imperiosa necesidad de contar con una “carta de navegación”.
Justo en el ámbito educacional, donde el actual gobierno anuncia una revolución, se echa de menos todo esto: visión, prioridades, estrategia, carta de navegación. Al contrario, se acumulan sin parar nuevas propuestas de muy desigual importancia, valor y potencial para mejorar la calidad y equidad del sistema escolar.
Así, por ejemplo, se ha anunciado una inversión de US$ 1.200 millones para construir o reparar mil escuelas y más de 300 salas cunas; el pronto despacho de la ley que establece una nueva institucionalidad educacional; echar a andar en marzo próximo 15 liceos altamente selectivos como el Instituto Nacional; la modernización del Mineduc; duplicar el valor de la subvención escolar a lo largo de los próximos 8 años.
Otros anuncios son mantener abiertos los colegios municipales hasta las ocho de la noche; aumentar la calidad y cantidad de computadores y conexiones a internet en escuelas vulnerables, junto con dotarlas de mil pizarrones electrónicos; multiplicar las veces que se aplica el Simce e incluir más áreas, como inglés y educación física; bombardear a los padres con la información generada por estas evaluaciones.
Y también se suman fijar un puntaje mínimo para el ingreso a las carreras de pedagogía; convocar, dentro del próximo mes de agosto, a la creación de una nueva institucionalidad para la educación superior que supere las insuficiencias del Consejo de Rectores; modificar sustancialmente el modelo de financiamiento de la educación superior, etc.
Se trata pues de una variopinta colección de medidas (en continua expansión) que no ofrece una visión coherente a la sociedad ni parece obedecer a un planteamiento gubernamental congruente.
Tampoco aparecen estas medidas debidamente priorizadas. Al momento, semejan más el material para un ejercicio académico sobre opciones para una reforma educacional que a un diseño de política con posibilidades efectivas de implementación. En breve, estamos frente a una revolución anunciada, pero que carece de un proyecto, de objetivos claros, prioridades y estrategia.
De hecho, al día de hoy poco se sabe del avance de las dos tareas que, de suyo, son prioritarias e ineludibles: la construcción y reparación de establecimientos y el despacho de la ley que crea la nueva institucionalidad escolar.
La mayoría de las demás medidas enunciadas no pasan aún, siquiera, a la etapa de formulación concreta. Por lo mismo, el diálogo en torno a ellas, con el fin de buscar acuerdos, prácticamente no ha comenzado.
Sólo se avanza -claro que con escasa atención a las críticas que han proliferado- en dos frentes: la creación de 15 liceos, cuya excelencia se aseguraría mediante una fuerte selección, y el semáforo informativo de los resultados Simce. Dos medidas, por lo demás, difíciles de compatibilizar con un enfoque de equidad educacional.
En suma, el Gobierno no ha encontrado aún, o no ha mostrado, su carta de navegación para el sector educacional.
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