Columna publicada en El Mercurio, domingo 10 de enero 2010
La decisión del Gobierno de darle urgencia al proyecto de ley de educación pública y los rectores llamando a los candidatos a pronunciarse sobre el “nuevo trato” a los planteles estatales revelan el nivel de distorsión del debate educacional en época electoral.
José Joaquín Brunner
El Mercurio, domingo 10 de enero 2010
La oferta y demanda de decisiones de política pública suele distorsionarse en tiempos electorales. Es precisamente lo que ocurre en estos días con dos iniciativas que atañen al sector educacional.
Del lado de la oferta, el Gobierno decidió tramitar con urgencia el proyecto de ley que reorganiza la educación municipal (llamado de Fortalecimiento de la Educación Pública), enviado originalmente al Congreso en diciembre de 2008 para mitigar el malestar que grupos internos de la Concertación manifestaban ante la aprobación de la Ley General de Educación. Surgido pues más con fines terapéuticos que de un serio análisis del estado de la educación municipal, el proyecto es, además, sustantivamente débil y se halla mal orientado.
En efecto, carece de una adecuada evaluación técnica de los males que desea superar; propone solucionar los déficits de la gestión local sustituyendo a los municipios por unas corporaciones de giro único dirigidas por los alcaldes que concurrirían a formarlas, y entrega a dichas corporaciones la administración de los colegios, cuya autonomía limita aún más junto con restar atribuciones a sus directivos.
En suma, se trata de una iniciativa que desafía cualquier principio de éxito y que, de llegar a aplicarse, terminaría por entrabar definitivamente la acción de los colegios condenándolos al fracaso.
Del lado de la demanda de decisiones de política pública, los rectores del Consorcio de Universidades Estatales han emplazado a los candidatos presidenciales a responder una serie de preguntas. Éstas giran principalmente en torno al “nuevo trato” que las universidades estatales reclaman para sí y, en particular, si acaso los candidatos, una vez en el Gobierno, apoyarían que “el Estado aporte anualmente al menos el 50% de los actuales presupuestos de las universidades del Estado”.
Sin duda, llama la atención que los rectores limiten su diálogo público a asuntos de su propio interés corporativo exclusivamente; en especial, de carácter pecuniario. No expresan mayor preocupación, en cambio, sobre el futuro del sistema en su conjunto.
El bien público de la educación superior se ve reducido así a la suma de bienes corporativos que las universidades estatales demandan para sí. ¿Por qué al menos un 50% de sus presupuestos actuales debería ser garantizado automáticamente mediante un subsidio público? ¿Y si los presupuestos actuales encubren ineficiencias y los recursos son mal administrados por debilidades del gobierno corporativo o fallas de gestión?
En efecto, en días pasados el rector de la UTEM ha declarado que de ser la suya una universidad privada habría sido declarada en quiebra y el decano de la Facultad de Economía de la Universidad de Chile llama a revisar drásticamente la naturaleza, composición y funciones del gobierno corporativo de esta universidad. ¿No cabría abordar este tipo de cuestiones antes de conversar sobre incrementos del subsidio fiscal y, por el contrario, discutir tales aumentos en relación a las necesidades del sistema en su conjunto y al desempeño de las instituciones?
En fin, el valor de los mensajes -sobre oferta y demanda de decisiones de política pública educacional- tiende a disminuir rápidamente a medida que se multiplica artificialmente su emisión en tiempos electorales. Se crea un ambiente irreal de deliberación pública y de súper-actividad decisoria, cuando en realidad las decisiones ofrecidas o demandadas están lejos de contar con el respaldo de la economía política real del sistema educacional.
Ministro Educación sobre educación superior
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