Acreditación
Julio 26, 2006

artes&letras_9.gif Columna de opinión publicada en Artes y Letras de el diario El Mercurio, 23 julio 2006.
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Acreditación
Finalmente, tras dilatada discusión, el Parlamento aprobó (de manera unánime en el Senado de la República), la ley que establece un sistema de acreditación para las instituciones de educación superior.
He visitado varias universidades e institutos profesionales últimamente y en todos ellos, sin excepción, los académicos manifiestan satisfacción con la legislación aprobada, sin dejar de expresar algunas dudas –lo cual es comprensible– sobra la forma cómo será implementada. El sentimiento más común es: ¡ya era hora de dar este paso!
De hecho, Chile viene experimentando con diferentes modalidades de evaluación externa de sus instituciones de enseñanza superior, y de los programas que ellas ofrecen, desde hace más de 15 años. Tiempo suficiente para disipar cualquier temor que haya podido existir. Sólo se resisten a estas prácticas –prácticas bien generalizadas alrededor del mundo–instituciones muy precarias y algunos académicos que alimentan ideologías anacrónicas. Al contrario, como señalaba hace algún tiempo el Presidente de la Universidad de Harvard, uno de los factores que han contribuido al prestigio mundial de esta institución, es el hecho de que ella se sujeta periódicamente a un escrutinio externo, que le ayuda a identificar aspectos débiles y mejorables.
En esto consiste, precisamente, un proceso cíclico de acreditación. Es un instrumento para el mejoramiento continuo de las instituciones y sus programas basado en la auto-evaluación primero y, luego, en una revisión externa practicada por pares prestigiosos de la comunidad académica.
Un sistema relativamente nuevo como el nuestro, donde la mayoría de las instituciones y programas apenas comienzan a funcionar, requiere, con más razón todavía, examinar asiduamente su propio desarrollo e identificar aspectos de insuficiente solidez y calidad.
Quienes desde dentro del sistema se resisten a adoptar esta visión crítica y evaluativa de su quehacer, habitualmente recurren a argumentos trasnochados. Oponen la autonomía institucional a la acreditación, desconociendo que las 500 mejores universidades del mundo se hallan sujetas a rigurosos procedimientos de evaluación externa. O bien alegan que bastaría con las preferencias manifestadas por los alumnos al matricularse en una institución para que ellas queden automáticamente acreditadas, sin reparar que la educación superior es además un bien público que, por lo mismo, debe sujetarse, también, a examen público.
En verdad, resulta incomprensible esta resistencia en un momento en el cual a lo ancho de la sociedad se difunde una ética evaluativa y de mayores exigencias de transparencia y de responsabilización pública (accountability), movimiento que abarca por igual al Estado, las empresas, los hospitales, las policías, clubes deportivos, colegios, iglesias y organismos no-gubernamentales.
¿Por qué las universidades habrían de quedar al margen de esta corriente que recorre a las sociedades modernas?
La idea de que las instituciones funcionan mejor al margen del escrutinio público, y sin evaluación externa, es una idea reñida con las mejores prácticas contemporáneas de gestión y con los conceptos clásicos del bien común y la provisión de bienes públicos. Refleja un apenas velado desprecio por el juicio de los pares, tras el cual suele ocultarse una desconfianza hacia la deliberación racional y el temor a convivir en una comunidad que –como ocurre con la comunidad académica –está obligada a reflexionar críticamente sobre sus propias instituciones y a sujetarse al juicio informado de sus pares.
José Joaquín Brunner

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