Columna aparecida en Artes y Letras del diario El Mercurio, domingo 25 diciembre 2005. Ver texto completo más abajo.
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Sobre el carácter
Hoy estar al día es hablar del carácter de las personas; preguntarse, incluso, si acaso las mujeres pueden gozar de este privilegio. Desde antiguo, toda cultura aristocrática hace énfasis en la formación del carácter y vincula esta noción con los prejuicios de la época. Por ejemplo, para Jenofonte lo decisivo de la paideia (la formación del griego noble y virtuoso) residía en la educación del carácter, cuya base eran las disciplinas del cuerpo. El prototipo era el cazador, cuyas obras, decía él, eran gratas a los dioses. La caza hace al hombre vigoroso, aguza su ojo y oído y lo mantiene joven. Es también la preparación del guerrero; el cazador porta armas, recorre abruptos caminos, pernocta al aire libre. Sobre todo, adquiere dominio sobre sí mismo. En la misma línea, según explica Werner Jaeger, Platón condena toda suerte de pesca con red y anzuelo y la caza de aves, por no conducir al robustecimiento del carácter. La propia noción de areté—ideal caballeresco, conducta cortesana y valentía guerrera—encarna este ideal griego, cuya expresión sublimada es el héroe homérico. En cambio, el hombre ordinario no tiene areté. ¡Qué decir del esclavo o la mujer! Dondequiera que después reaparece este ideal—como atributo personal u objetivo educacional—acarrea consigo resonancias aristocratizantes o heroicas. Piénsese en el gentleman inglés durante el apogeo del imperio; hombre de carácter y buenas maneras cultivadas en Oxford o Cambridge habituado a mandar a los nativos. Bajo su forma alemana, el ideal exalta el pathos wagneriano del guerrero. A él apela Heidegger en su discurso de aceptación del rectorado de la Universidad de Friburgo cuando exclama que, en adelante, el estudiantado alemán reconocerá como parte de su verdadera libertad la vinculación con el honor y el destino de la nación, exigiéndole la disposición y la disciplina necesarias para entregarse hasta el límite a través del “servicio de las armas”. Virilidad temprana, honor, carácter que terminarían repletando de jóvenes los cementerios de Europa. Esta misma mezcla de ideales y prejuicios aparece a comienzos del siglo XX en tres famosas universidades de los Estados Unidos (Harvard, Yale y Princeton). En efecto, preocupadas por el creciente número de alumnos judíos que eran admitidos en virtud de sus méritos (lo que amenazaba disminuir la matrícula de alumnos de la élite protestante), deciden redefinir el criterio de mérito para someter a los jóvenes judíos a un régimen de cuotas de ingreso. ¿Cómo? Apelando a un supuesto contraste entre el carácter de ambos grupos de alumnos. Según expresó el decano de admisión de Harvard en la época, los estudiantes judíos eran afeminados, amanerados, afectados e inestables, por oposición a los alumnos protestantes de clase alta que eran viriles y enérgicos. El carácter aparece pues, desde los griegos hasta hoy, como un atributo masculino de nobleza, amalgamando el dominio de género con la jerarquía social. Al fondo, es la posesión de un privilegio; una expresión de poder. De allí que sólo quien tiene carácter—en el mundo moderno el hombre con riqueza, capital social y éxito—puede reconocer en las otras personas (por definición mujeres y hombres desprovistos de dinero y conexiones) una falta de carácter. Tales son los ideales y los prejuicios de nuestra época. Los héroes homéricos han devenido grandes comerciantes, banqueros e industriales de carácter.
José Joaquín Brunner
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