Columna publicada en el diario El Mercurio, en la sección Artes y Letras, el día domingo 21 de julio de 2002.
¿Dónde están los intelectuales?
José Joaquín Brunner
El Mercurio, Domingo 21 de Julio de 2002
¿Desaparecieron los intelectuales? ¿Aquellas figuras de antaño, que como Malraux, Aron, Sartre, o más cerca Octavio Paz, Julian Marías, Isaiah Berlin, entregaban una visión de mundo, un pensamiento tranquilizador, que ordenaba los caóticos sucesos de la Historia? ¿Quiénes son hoy los intelectuales?
JOSÉ JOAQUÍN BRUNNER
¿Han desaparecido los intelectuales? ¿O se han retirado y refugiado en el silencio? ¿Han devenido -como sugirió Regis Debray hace dos décadas- figuras mediáticas cuya palabra pública sólo vale el tiempo de su exposición a través de la prensa, la radio y la televisión? ¿O ha concluido el imperio del libro – la Galaxia Gutenberg- y, con ello, el reinado de los escribas y literati? ¿Es que con la muerte de los “grandes relatos”, la difusión del “pensamiento débil” y la transformación de la política en asunto corporativo han dejado de existir las condiciones para el ejercicio de la crítica y la producción de visiones de mundo, dos atributos que hasta ayer parecían inseparables de la función intelectual? ¿O es que con la globalización, la universalización de los mercados y la revolución científico-tecnológica ya no hay lugar para una intelligentsia independiente?
El intelectual patrocinado
Desde el punto de vista sociológico, según observó una vez Mannheim, “el hecho decisivo de los tiempos modernos es que se rompe el monopolio de la interpretación religiosa del mundo, detentado por una casta sacerdotal, y emerge una intelligentsia autónoma”. Efectivamente, la modernidad trajo consigo, junto con los ideales emancipatorios de la Ilustración, a sus portavoces e intérpretes; hombres de letras, philosophes, publicistas, pensadores, intelectuales. Hombres (más que mujeres) imbuidos de una alta concepción de sí mismos y su rol en la sociedad; como agentes de lo público, funcionarios de lo universal, representantes de la Razón. La República de las Letras será en adelante el domicilio de este estamento. Y, como dijo Thomas Carlyle, “la literatura, nuestro Parlamento”.
A este nuevo grupo se asocian inseparablemente dos circunstancias; condiciones de posibilidad. Por un lado, medios más potentes y diversificados de producción y circulación de la palabra. Por el otro, públicos más amplios en disposición de recibir el mensaje ilustrado. Roy Porter, historiador de la Ilustración británica, resume así la interacción de estas condiciones durante el siglo XVIII en ese país: “Con el auge de las belles lettres, novelas, revistas, diarios y folletines, Gran Bretaña se vio inundado de impresos, y surgieron elaborados loops de retroalimentación, reales y virtuales, vinculando a autores y auditores. Iluminados hombres de letras asumen una diversidad de ropajes: como jueces, reformadores, escribidores de jeremiadas, satiristas, columnistas de vida social, profetas, gurúes, guardianes, publicistas y tribunos del pueblo. Muchos adoptaban poses dramáticas; de auto-promoción, auto-publicidad, incluso de lacerante auto-confesión”. Los intelectuales llegan a exudar el aire narcisista de una camarilla bien pensante, escribiendo unos sobre los otros, y propagando subrepticiamente la idea de que los escritores y artistas eran la gente que realmente importaba; los verdaderos legisladores del mundo”.
Con el tiempo, los intelectuales llegaron a ser reconocidos como agentes esenciales de la vida moderna. Productores de ideas e ideologías que debían orientar a las sociedades secularizadas; protagonistas del campo cultural; especialistas en el desciframiento de su época; conciencia lúcida de una comunidad. Su poder residía, precisamente, en la capacidad de contraponerse a los poderes establecidos y ofrecer una visión integrada, aparentemente independiente de los intereses en conflicto.
Como portadores de una función pública, y del superior interés de la racionalidad, definieron para sí una ideología profesional basada en la autonomía de su campo y en el derecho a ser retribuidos por fuera del mercado. El intelectual debía tener medios propios o procurarlos de fuentes intachables: mecenas esclarecidos, organizaciones filantrópicas, editores independientes o el Estado, bajo arreglos que le asegurasen su libertad para criticar.
A esa peculiar economía política que daba sustento a la intelligentsia se asociaban, también, rasgos específicos de sociabilidad y expresión, como el café y la bohemia; los círculos en torno a una casa editora o revista; los suplementos literarios de los diarios; un cosmopolitismo a la distancia; el ensayo como género y la cultura humanista; una ideología anti-burguesa, crítica sobre todo de los comerciantes y la pequeña burguesía; una identificación declarativa con el pueblo y, en general, un estilo de vida que debía dar testimonio de la posición “libremente flotante” del intelectual en relación a las clases y poderes que formaban la estructura de la sociedad. De lado quedaban, en esta auto-percepción y estilización de la vida intelectual, los “intelectual tradicionales”; aquellos que – como abogados, publicistas y políticos- integraban el cuadro de los grupos dominantes y proporcionaban las ideologías necesarias para la reproducción del statu quo.
En América Latina, será la universidad pública el lugar donde a lo largo del siglo XX se fusionen esa particular economía política y las condiciones asociativas que favorecen el desarrollo de las capas intelectuales, en interacción con editoriales subsidiadas – como EUDEBA y el Fondo de Cultura Económica- y, posteriormente, con los partidos populares a cuyo servicio se ponen “orgánicamente” los intelectuales, sirviéndose a la vez de ellos como vehículos de proyección ideológica e influencia personal. Primero en las facultades de filosofía y letras, más adelante también en las escuelas de educación, ciencias sociales y comunicación, la intelligentsia latinoamericana encuentra un lugar protegido, institucionalmente autónomo y financiado por el Estado, para ejercer sus funciones de conocimiento. En realidad, como veremos más adelante, la institucionalización universitaria del intelectual fue un regalo envenenado.
El intelectual en el mercado
La gran transformación que experimenta el mundo de los intelectuales durante los últimos cincuenta años tiene que ver con la progresiva subsunción de las funciones intelectuales por el mercado. “En la sociedad opulenta o comercial”, escribió Adam Smith, “pensar o razonar llega a ser, como cualquier otro empleo, un negocio particular, que es ejercido por poca gente, quienes proporcionan al público todo el pensamiento y razones poseídos por las vastas multitudes que laboran”.
En germen están allí enunciados los nuevos fenómenos que han cambiado dramáticamente la posición y el destino de los intelectuales. El tránsito del carisma a un empleo, para usar términos weberianos; la profesionalización de la intelligentsia y su progresiva especialización; la mercantilización del conocimiento; el carácter empresarial o de negocio de la función productora de bienes simbólicos; el desplazamiento de la esfera pública deliberativa por una esfera de la opinión pública y la publicidad, que Habermas construyó como cuestión teórica, y el carácter reflexivo que adopta la modernidad. Todo esto es propio del nuevo mundo intelectual. Al mismo tiempo es piedra de escándalo para los intelectuales que añoran su antigua y privilegiada inserción en la esfera pública.
Hay un punto, sin embargo, que Smith no llegó a prever; cual es, la amplitud que alcanzaría el segmento productor y transmisor de información y conocimientos avanzados. Si bien continúa siendo un grupo compuesto “por poca gente”, la masificación de la educación superior ha engrosado el campo de reclutamiento de los intelectuales, al punto que las funciones de producción, circulación, intermediación y difusión del conocimiento han perdido su carácter elitista y se diversifican rápidamente.
Digamos así: los mercados de oferta y demanda de bienes intelectuales, de ocupación de quienes ejercen esas funciones, al igual que los mercados de proveedores e intermediación para su producción, impulsan hacia una irresistible especialización y diversificación de la intelligentsia, dando lugar a una proliferación de nuevas categorías. En su momento, el sociólogo alemán Helmut Schelsky propuso distinguir al menos cuatro grupos funcionales de intelectuales: tecnócratas y expertos; productores de “valores espirituales autónomos” como artistas, escritores y filósofos; la intelligentsia del análisis social; los analistas de la situación de época, prospectivistas y planificadores. Y agregaba otras tres vertientes que suelen escapar a los estudiosos: la intelectualidad docente compuesta de profesores, académicos y otros enseñantes; la intelligentsia de las comunicaciones y la información, que hoy posee una enorme gravitación, y lo que llama intelectualidad pastoral de antigua data, donde concurren sacerdotes en su rol de anunciadores de la palabra y administradores de los bienes de salvación.
Fin del “gran intelectual”
Parafraseando a Mannheim, puede decirse que como resultado inmediato de esta proliferación de agentes en el campo intelectual, y de las nuevas formas de división y organización del trabajo de producción y manipulación de conocimientos avanzados, se rompe el monopolio de la interpretación pública del mundo, detentado por una casta intelectual, y emerge una variada intelligentsia sustentada, en su mayoría, por las fuerzas del mercado. El “gran intelectual” público de antaño – heredero del aura sacerdotal, de palabra indiscutida, rector de la vida espiritual, legislador y educador, en la tradición que en América Latina va de Andrés Bello hasta Octavio Paz- desaparece efectivamente y es reemplazado por una cohorte diferenciada de productores de bienes intelectuales especializados. Estos se asemejan más a quienes Robert Reich llama “analistas simbólicos” que al intelectual agente de lo público, funcionario de lo universal y representantes de la Razón.
También sus lugares y modos de producción son diferenciados, como lo son sus audiencias y medios de comunicación. El tecnócrata puede estar en una oficina gubernamental, un think tank, una empresa, una agencia de consultoría o una escuela universitaria de economía y administración; el académico docente puede trabajar en una institución pública o privada, habitualmente buscando cómo generar un ingreso adicional; el intelectual pastoral estará en su iglesia, un centro comunitario, un organismo asistencial o filantrópico o una organización no-gubernamental; el científico social trabajará en un organismo centralizado o descentralizado del Estado, para el departamento de marketing de una empresa, en un municipio, con un organismo internacional o como pequeño empresario que vende free lance sus propios servicios.
Casi sin excepción – algunos intelectuales pastorales, intelectuales rentistas o de mecenazgo público- el resto de esta vasta gama de intelligentsia contemporánea debe trabajar desde posiciones constituidas dentro del mercado laboral, debe competir en el mercado y, crecientemente, sus servicios de conocimiento son valorados a través del mercado.
La universidad pública ha sido, en este sentido, el último bastión de resistencia; el hogar de una intelectualidad que se empecina por mantenerse al margen del mercado. El precio ha sido, sin embargo, alto. Bajas remuneraciones del personal intelectual especialmente en las áreas donde éste abunda; gradual pérdida de prestigio y consistencia de los saberes tradicionales donde se producen “valores espirituales autónomos” (filosofía, artes y letras, humanidades) y de las ciencias sociales; “semi-proletarización” de las capas de la intelligentsia que reclaman para sí una industria protegida por el Estado; localismo y folklorismo de una parte de esa vida intelectual protegida; dificultad por parte de la universidad pública para incorporar los nuevos modos de producción de conocimiento de los que habla Gibbons; insensibilidad a los cambios en los contextos de demanda e insistencia en orientar la producción exclusivamente desde el lado de la oferta, etcétera.
El bastión ya no resiste más. Desde hace algunos años, la propia universidad pública ha debido ingresar al terreno que Slaughter y Leslie denominan “capitalismo académico”, caracterizado por la exposición de los docentes e investigadores a una competencia cada vez más intensa por recursos, a la medición de su productividad y desempeño, a la participación en concursos y venta de servicios, y en general a desarrollar actividades intelectuales de carácter empresarial. Con ello cambia también la percepción de sí mismos y la estilización de los intelectuales-académicos, cuyos productos tienen que ser valorados simultáneamente en tres mercados. El mercado de los pares productores que confieren legitimidad, reconocimiento y prestigio; el mercado de la opinión pública, articulado por grandes y pequeños medios de comunicación y en torno a redes electrónicas globalizadas; y el mercado de usuarios del conocimiento avanzado, incluidos gobiernos y otros organismos públicos, empresas y oficinas consultoras, organismos internacionales y no gubernamentales. La universidad deja así de ser un hogar protegido y se transforma, para el intelectual, en una prolongación del mercado; una entidad, por lo mismo, arrollada por las fuerzas de la competencia.
Asimismo, han desaparecido del horizonte, como fuentes proveedoras de recursos y legitimidad, los partidos y los sindicatos, relegando la influencia propiamente política de los intelectuales a sus propios medios: asesorías técnicas y consultorías, revistas y libros, participación en comisiones y equipos de tarea; todos los cuales requieren, adicionalmente al esfuerzo de producción, una incesante labor de marketing personalizado, de posicionamiento estratégico, de valorización del capital intelectual y de participación en redes de financiamiento, visibilidad y, en último término, de poder.
Poco antes de morir, Bourdieu argumentaba que, con estos fenómenos postmodernos, la autonomía del campo intelectual estaba amenazada. Sostenía que “amenazas de una especie totalmente nueva” pesan hoy sobre su funcionamiento y que los intelectuales están “cada vez más completamente excluidos del debate público”. Es este un sentimiento compartido, en general, por los intelectuales en retirada. Desde su punto de vista, la tiranía del mercado ha terminado por imponerse a los productores de cultura y, de paso, ha erosionado las condiciones de autonomía bajo las cuales, como dice el mismo Bourdieu, “se producen y reproducen los instrumentos materiales e intelectuales de lo que llamamos la Razón”.
Tales apreciaciones no reparan, sin embargo, en el hecho de que no sólo la autonomía sino la propia estructura del campo intelectual se ha transformado, incluyendo su centro de gravedad, sus agentes y públicos. La autonomía del intelectual hegeliano, representante corporativo de la Razón, está efectivamente amenazada. Mas eso no significa ni el fin de la vida intelectual, seguramente hoy más rica y diversa que nunca (esto último daría para otro artículo), ni la desaparición de los intelectuales, salvo en su encarnación como monopolistas de la conciencia lúcida de su época y sociedad. Lo que viene ahora es otro juego: uno con muchos jugadores, que compiten en una variedad de campos diferenciados de producción, donde las reglas están cambiando continuamente y los resultados se obtienen en el mercado. Hay un registro más amplio de modos de producción de conocimientos y de medios de circulación. Los públicos son también mucho más amplios y diversificados y buscan, en general, no sólo significados sino, al mismo tiempo, maestría de ciertas competencias y recursos para la acción. Es un juego, por tanto, que está en las antípodas del trascendentalismo propio de los intelectuales públicos tradicionales. Ahora se trata de transformar la sociedad, y no sólo de otorgar sentido a los procesos históricos, aunque para ello se deba recurrir al mercado. En realidad, ya no hay alternativa: los intelectuales están, definitivamente, en el mercado.
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