
01 Abr La educación en el sexenio de amlo
¿Las políticas educativas correspondieron al ambicioso proyecto de transformación del sexenio pasado?
Manuel Gil*
La jaula del perico
Es bien sabido entre los periodistas que “no hay nada más viejo que el periódico de ayer”. Por lo mismo, en el mejor de los casos, la página donde apareció la colaboración del sábado puede terminar como envoltura de un buen pescado el domingo o, en el peor de los escenarios, puede usarse para cubrir el fondo de la jaula del perico. Quienes no aceptan la naturaleza efímera de este trabajo y suponen que todo mundo los recuerda por algo que escribieron hace uno o dos años, se suben a un tren, sólo de ida, hacia la estación del ego desmedido. Aun así, cabe preguntarse ¿cómo aprovechar una serie de publicaciones sobre una temática común? Una posibilidad es ordenar en otro formato los argumentos que esos textos proponían y emplearlos como materia prima para escribir uno nuevo e independiente.
Del 20 de enero al 13 de abril de 2024, escribí siete columnas seriadas,1 en las que procuré contextualizar y hacer un balance de la política educativa durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador (amlo). Esos textos me sirvieron de cimbra para construir esta reflexión; es decir, no los reproduzco tal como vieron la luz, sino que recupero aquello que los hermana. Así, espero que este artículo —a partir de la distancia temporal con el fin de ese mandato— pueda brindar un panorama de esos seis años, con la advertencia de que ésta es apenas una de las muchas miradas posibles (la mía) y que lleva el sesgo de mis intereses y prioridades. El punto central es la educación básica, aunque también se hace una breve referencia al nivel superior, con base en la reforma constitucional al artículo 3o de 2019 y la Ley General de Educación Superior que se promulgó en 2021.
Etapas significativas del sexenio de amlo
Para repasar de manera ordenada el aspecto educativo de la administración de López Obrador, propongo cuatro fases, marcadas por hechos que resultaron puntos de inflexión en las decisiones gubernamentales durante los setenta meses que duró el sexenio de 2018 a 2024.2
1. El primer intervalo comprende de 2018 a mediados de marzo de 2020, cuando las escuelas cerraron debido a la emergencia sanitaria del covid. Este periodo se caracteriza por la reforma educativa que buscó dejar sin efecto a aquella que impulsó el gobierno de Peña Nieto en el marco del Pacto por México. Para lograrlo, se hicieron modificaciones constitucionales y se crearon tres leyes secundarias: la Ley General de Educación, la Ley General del Sistema para la Carrera de las Maestras y los Maestros y la Ley Reglamentaria del Artículo 3o en Materia de Mejora Continua de la Educación. (Este proceso legislativo y de reorganización se completaría en 2021, con la Ley General de Educación Superior).
2. El segundo periodo comienza con el cierre de las escuelas en los últimos meses del ciclo escolar 2019-2020 y termina 250 días laborables después, ya avanzado el ciclo 2021-2022. Durante ese tiempo, el Sistema Educativo Nacional procuró continuar de manera remota el servicio educativo debido a la pandemia de covid.
3. La tercera fase duró alrededor de un año y abarca la paulatina recuperación de las actividades presenciales y el intento de subsanar los daños educativos posteriores al cerrojazo a los planteles.
4. La cuarta etapa corresponde a los últimos dos años del sexenio, durante la difícil, pero veloz modificación del modelo curricular en 2022, de las estrategias pedagógicas y de elementos didácticos con base en la concepción de la Nueva Escuela Mexicana (nem).
Estas fases permiten advertir hechos significativos y, por tanto, sopesar los alcances, dilemas y consecuencias tanto de las modificaciones legislativas como del largo abandono de las actividades escolares cara a cara, así como las hondas diferencias que provocó el difícil retorno a lo presencial y, por último, la fuerte controversia y los conflictos legales, políticos y prácticos (entonces y ahora) alrededor de la puesta en práctica de la nem —uno de cuyos elementos son los nuevos libros de texto gratuito—, del Modelo curricular y Plan de estudios 2022.
Los límites del pragmatismo
La administración de López Obrador inició de manera formal el 1 de diciembre de 2018, pero las primeras acciones de su gobierno empezaron a prepararse desde su victoria en las elecciones de julio de ese año y, sobre todo, a partir de su nombramiento como presidente electo el 8 de agosto: esos cinco meses antes del inicio de su administración no fueron morralla. Ahora bien, si amlo había anunciado que su mandato sería el comienzo de la Cuarta Transformación (4T) en la historia del país —a la par de la Independencia, la Guerra de Reforma y la Revolución—, parecía lógico esperar que su propuesta educativa correspondiera a ese objetivo. Sin embargo, el único compromiso expreso por parte de López Obrador en este tema —según dijo durante su campaña en Guelatao, Oaxaca, el 12 de mayo de 2018— era acabar con la “mal llamada Reforma Educativa”, que impulsó, formalmente, Peña Nieto, pero que acordaron los principales partidos del Pacto por México: pri, pan y prd.
En consecuencia, el 12 de diciembre de 2018, en sus primeros días como titular del Ejecutivo, amlo envió al Congreso una propuesta en materia de educación que provocó sorpresa y desconcierto por su mala redacción, propia de un documento improvisado y hecho con descuido. Este atropello al idioma se acompañaba de dos faltas más serias: errores en la denominación de los niveles educativos y la omisión del párrafo constitucional dedicado a las universidades autónomas —un simple olvido, según la explicación oficial—. Si estos dislates eran un mal presagio para el lugar que ocuparía la educación en el proyecto de la 4T, un análisis más allá de la forma —que también es fondo— y con una perspectiva más amplia no dejaba duda alguna: el nuevo gobierno había optado, en principio, por una reforma pragmática y no programática.
El texto de la 4T reivindicaba al magisterio por su función educativa y a sus integrantes como agentes del cambio social; además, eliminaba el condicionamiento de ingreso y permanencia de los docentes de acuerdo con un sistema de evaluación poco fiable e inválido, pues la reforma de Peña Nieto empalmó lo académico con lo laboral y, por ende, echó a perder el valor de un sistema de información y análisis crucial que llevaba a cabo el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (inee) desde 2002 —cuando no era autónomo— al incluir a este instituto como garante y supervisor del proceso contractual y de estratificación del magisterio. Lo que Mexicanos Primero llamó, en su momento y sin pudor, “una evaluación con dientes”.
Promesa cumplida: la modificación de amlo eliminó el vínculo laboral, punitivo y clasificador, de la evaluación docente de la “mal llamada” Reforma Educativa de Peña Nieto. Al preguntarle a un profesor en esos meses qué opinaba de la nueva reforma, me respondió: “Es maravilloso trabajar sin miedo”. Aunque resolvía la aguda tensión del sexenio anterior, la modificación de la 4T parecía, sin embargo, corta de miras respecto a la anticipada transformación de fondo del país.
El 15 de mayo de 2019 se aprobó esa iniciativa de reforma, y el 30 de septiembre del mismo año se emitieron las leyes reglamentarias. ¿Un “nuevo” marco legal? Ha lugar a dudas. La reforma de amlo emplea el mismo “telar” que la de Peña-Chuayffet-Nuño, pero, en vez del inee, establece una comisión para la mejora continua de la educación y, en lugar del Servicio Profesional Docente, se crea el Sistema para la Carrera de las y los Maestros de México. Asimismo, cambia la noción de ‘calidad’ —muy criticada en el pasado debido a la supuesta raigambre neoliberal— por ‘excelencia’, cuya etimología remite a la perfección: peor alternativa terminológica, imposible. Por último, anuncia que habrá una Nueva Escuela Mexicana (nem), aunque en el texto reformado esas tres palabras tienen poco contenido.
El pragmatismo tiene un límite, pues, si acaso, resuelve un problema, pero no provoca entusiasmo, efecto que una propuesta de renovar el programa educativo sí tendría. Al inicio del gobierno de amlo no se propuso un horizonte educativo distinto, aunque, como veremos, la situación cambiaría años después, cerca del ocaso de su sexenio.
El inmenso reto ante lo inesperado
Sería inaceptable hacer un balance de la actividad educativa sin atender el trancazo social de la pandemia y la forma en que las autoridades buscaron enfrentarlo. En mi opinión, la emergencia sanitaria fue el fenómeno que más ha impactado a la educación en México desde que se creó la sep en 1920. El cierre de todos los planteles educativos entre marzo de 2020 y agosto del 22 fue inédito. El cese de las actividades presenciales para reducir la posibilidad de contagio por el traslado y convivencia de 33 millones de estudiantes —desde prescolar hasta posgrado—, así como de más de dos millones de docentes y personal administrativo en 260 mil espacios educativos fue un choque frontal, sin frenos, contra el azar, ese factor que siempre acompaña a la vida personal y social.
El ciclo escolar 2019-2020 se interrumpió tras la Semana Santa, y el correspondiente a 2020-2021 se desarrolló de manera remota. La apertura gradual y voluntaria de los planteles se inició en el mes de agosto de 2022, y el retorno generalizado a las actividades cara a cara fue paulatino. Las cifras oficiales señalan que el confinamiento duró 250 días laborables, pero para cientos de miles fue aún más largo y, para un buen número, no hubo vereda de regreso. Por ello resulta interesante observar cómo se atendió la pandemia, un acontecimiento imprevisible, cuyos efectos aún no entendemos del todo ni dimensionamos, aunque el impacto negativo resulta insoslayable y diferenciado, pues recayó en un sistema social y educativo altamente desigual.
En primer lugar, es falso —hay que decirlo con claridad— que se haya recurrido a la educación a distancia, cuya base pedagógica y de infraestructura no están disponibles en México. En realidad, se generaron formas de educación remota de emergencia sobre la marcha, que no es lo mismo. La encrucijada en ese momento era, por un lado, continuar los procesos escolares en todo el país “desde lejos”, sin modificar los planes de estudio o, por el otro, dejar en manos del magisterio la facultad de generar estrategias educativas que se adecuaran a las circunstancias y a diferentes entornos, sin apego a lo que se haría sin la presencia del covid, para mantener el vínculo pedagógico. Con el fin de no perder el control del sistema en los niveles de educación básica y cumplir con lo previsto, a pesar de la crisis, se simularon “sesiones de clase” por televisión, el medio más accesible para transmitir información, mediante la estrategia Aprende en Casa.
Esa medida de simular el salón de clases fue controvertida desde el inicio y no sólo a luz de la perspectiva actual. Esta propuesta se impuso a otras enfocadas en el aprendizaje de lo fundamental, por ejemplo, estimular la lectura por niveles para fortalecer esa capacidad —básica en todo proceso educativo— u ofrecer actividades artísticas, como ciclos de cine y programas culturales para las diferentes fases formativas en curso, entre otras propuestas para las distintas realidades locales. Ninguna de las medidas era fácil de ejecutar, pero tampoco imposible, si se comprendía lo inédito de la situación. No había estrategia perfecta y había que actuar deprisa, por lo que se reiteró el centralismo de siempre, y la escuela se coló en las casas. Aunque el esfuerzo fue notable, el ogro pedagógico tradicional que habita en la sep, y su añeja inercia, se resistieron a la innovación y desconfiaron de la versatilidad creativa de los docentes. Junto con la invasión de esa lógica televisiva escolar en las casas, se inoculó en los hogares la tarea, el peor virus educativo conocido, pues atarea, atora, atolondra y ataranta, no forma ni educa. La tarea se concibe como un fin y conlleva la obligación de enviar evidencias, como forma de vigilancia, a un sitio inútil en la nube sin dirección postal. A pesar de ello, surgieron múltiples iniciativas locales entre grupos de docentes que sería muy valioso recuperar antes de que queden en el olvido, pero hasta ahora, no se ha hecho ningún esfuerzo en esa línea.
No conocemos el saldo real de las afectaciones al aprendizaje formal y al ámbito emocional de los estudiantes, aunque conjeturamos que no es menor o intrascendente. Estamos todavía muy lejos de comprender las consecuencias de lo que sucedió. No obstante, tras el retorno a la paradójica “nueva” normalidad, las autoridades —muy apresuradas en retomar actividades— no organizaron formas coherentes de resarcir, en lo posible, los daños producidos.
El caótico retorno a las aulas
En la tercera fase ocurrió algo inusitado: se decidió continuar con las clases como si la experiencia pedagógica improvisada en los meses de encierro no hubiera tenido consecuencias y llevar, en paralelo, un curso pobre y brevísimo (sólo tres meses) para recuperar lo perdido, cuestión por demás imposible. En su momento, aquellos con un serio y genuino interés por la educación criticaron esta medida con ímpetu y buena fe, a diferencia de quienes celebraban los yerros de la gestión en curso como triunfos. Hubo muchos ejemplos de los daños; por citar sólo uno: a un niño que cursaba el tercer grado al momento de la emergencia, que lo “terminó” a distancia y cursó —es un decir— todo el cuarto grado lejos del vínculo pedagógico, la autoridad educativa lo inscribió en quinto cuando se reanudaron las actividades presenciales. Según me contaron colegas de esos niveles, al volver, ese niño no podía ni escribir su nombre, acción trivial antes del cierre de los planteles.
¿Por qué no se hizo un balance urgente de las consecuencias de la pandemia? Una valoración que debía, además, considerar que los efectos de la emergencia no fueron iguales para todos, ya que nuestro sistema educativo no sólo se inserta en un contexto de desigualdad social y pobreza, sino que lo reproduce y ahonda. Con base en ese recuento, ¿no hubiese sido mejor diseñar programas de estudio fincados en los conocimientos más importantes, al menos durante un semestre, para intentar restituir, aunque fuera en parte, las habilidades cognitivas y de socialización que se perdieron, y recuperar los aprendizajes no escolares, pero hondos, que propició la covid? Ésa fue mi opinión, pero las autoridades de la sep la desestimaron como la preocupación académica de un investigador universitario desde la comodidad de su cubículo y arguyeron que el magisterio calcularía el saldo contextualizado en cada salón, por lo que era innecesario hacer un estudio nacional y desglosar los resultados. Aún sostengo que habría sido factible y útil hacer tanto el recuento de daños y haberes como ofrecer programas especiales pospandemia de acuerdo con las vivencias de los estudiantes.
La Nueva Escuela Mexicana: una propuesta de fondo apresurada
Habrá que recordar el martes 26 de abril de 2022 por el impacto que causó la intervención del doctor Marx Arriaga, director general de Materiales Educativos de la sep, en la conferencia matutina de amlo (del minuto 55 en adelante). Como trueno en cielo sereno, se escuchó desde Palacio Nacional que el hilo conductor de la Nueva Escuela Mexicana (nem) era terminar con el modelo educativo previo: “Neoliberal, meritocrático, conductista, punitivo, patriarcal, racista, competencial [sic], eurocéntrico, colonial, inhumano, clasista, enciclopédico, especializado, legitimador de las diferencias…”. Catorce adjetivos en poco más de diez segundos. Arriaga afirmó, además, que era preciso adoptar un nuevo modelo “decolonial [sic], libertario, humanista, contrario al racismo y las pruebas estandarizadas que segregan a la población…”. Para construirlo, se reuniría a cientos de miles de docentes, padres de familia, pedagogos, académicos y estudiantes. Este modelo le permitiría al magisterio, “concebido como un conjunto de líderes sociales”, “recuperar la memoria histórica y la lectura como actividad compleja” y propiciaría “aprendizajes continuos, sin fragmentación y con enfoque de género”. Según dijo, no bastaba con la vuelta luego de la pandemia, pues regresar a las aulas con los planes y programas vigentes y retomar la misma posición pedagógica sería incongruente con la transformación necesaria de la educación en México. Se dio a conocer entonces al público general, y no sólo a los especialistas, la intención de modificar de raíz el sistema educativo nacional.
Pero ya meses antes de la participación de Arriaga se habían filtrado varias versiones del Modelo curricular y el Plan de estudios 2022 de la Educación Básica Mexicana, en las que, luego de un diagnóstico, muy superficial, negativo y sin matices, del plan vigente, se anunciaba el tránsito de una educación tradicional a la innovación más profunda de la que se tenga memoria, esto es, hacia una escuela orientada por los aportes de la pedagogía crítica que ofreciera la oportunidad de lograr aprendizajes relevantes y dejara de lado la enseñanza por asignaturas aisladas.
En otras palabras, mediante campos formativos y ejes articuladores, se proponía adoptar estrategias de trabajo por proyectos de aula, escuela y comunidad, que, por ser significativos para los docentes y estudiantes, impulsarían una educación activa. Así, el trabajo en equipo durante la investigación permitiría, por un lado, adquirir conocimiento sin fragmentarlo en “materias inconexas” y, por otro lado, incentivar los valores propios de la crítica y la solidaridad. Es decir, se fomentaría la colaboración en pos del bienestar común, en lugar de la noción del mérito individual para conseguir las competencias propias del capital humano como mercancía. Sus promotores afirmaban que no se trataba de reformular lo tradicional, sino de dejar atrás lo acostumbrado.
Vino tan nuevo reclamaba, al menos, odres renovados. La magnitud del propósito y la complejidad inherente requerían todo menos prisa, y lo peor que le puede ocurrir a un empeño interesante es que se crea factible de inmediato. Considero que el rumbo y las ideas centrales de la nem son en buena medida necesarias, pero, por lo mismo, no es correcto llevarlas a cabo sin asegurar antes las condiciones básicas y el tiempo suficiente para ello; sin embargo, eso es lo que, a mi entender, ha sucedido. Sus impulsores afirmaban que “no eran iguales a los [funcionarios] de antes”, pero, como siempre, la iniciativa se caracterizó por la premura y la idea de que todo se puede cambiar desde la sepcentral. Al mismo tiempo, se hizo caso omiso de los proyectos alternativos de educación, algo que cala mucho a los sectores del magisterio que resistieron por décadas las reformas neoliberales.
Además, el mensaje que se dio en aquella conferencia albergaba pretensiones de superioridad. Se dice que los integrantes del muralismo mexicano solían afirmar: “¡No hay más ruta que la nuestra!”. Pues bien, en un tenor parecido está ese comunicado al magisterio y a quienes han estudiado los antecedentes de la educación nacional. Y esa pretensión —a veces expresa y otras latente— contradice por completo la pedagogía crítica en que dice fincarse porque la convierte en un dogma que, además, proviene de la autoridad educativa.
Pero llegados a este punto, conviene señalar que, como en muchas dimensiones de la vida social, en el sector educativo lo que presenciamos fue el desplazamiento de los grupos de poder que crearon las políticas y programas educativos, y los pusieron en práctica durante las décadas previas. En la sep, las élites económicas y los desplazados de los puestos de control del sistema vieron el cambio de la dirigencia como la llegada de los “bárbaros” a los salones “civilizados” que creían dominar, lo que significó la pérdida de su poder, influencia, manejo de recursos públicos y construcción de clientelas, que no estaban exentas de relaciones comerciales (ni siquiera opacas, sino traslúcidas).
Basta un ejemplo. Con todo cuidado y atención, sin más instrumentos que una calculadora y la información disponible en la página de la propia sep, me di a la tarea de hacer sumas y divisiones a partir del reporte de gastos en comunicación social de esa dependencia, cuando su titular era Aurelio Nuño, durante el gobierno de Peña Nieto. En 2016, la sep gastó 2 259 000 pesos cada 24 horas, en promedio, para promocionar una visión idílica de su reforma. Tan sólo en el rubro de “Apoyo a la Reforma Educativa”, ese año se firmaron 398 contratos con diversos medios y personas para mostrar sus avances en espacios televisivos y radiofónicos, en anuncios de página entera en casi todos los diarios y en muchas columnas de opinión. Todo ello significó alrededor de 824 600 000 pesos en 365 días o una media de 94 mil pesos por hora. A esa velocidad corrió (a ese costo se pagó) la propaganda gubernamental a favor de la más importante reforma estructural, como señalaron Peña y su grupo, el nuevo pri, que de nuevo sólo tuvo una capacidad de hurto y cinismo mucho mayor.
Ahora bien, en lo que respecta a la nem y a un sector de la crítica, lo más interesante, a mi juicio, es que, frente a la serie de adjetivos proferidos por el doctor Arriaga en aquella conferencia de amlo, la élite desplazada y la “oposición educativa” (por llamarle de alguna forma) decidieron responder, con vehemencia, usando la misma estrategia de descalificación sin argumentos. Así, Enrique Krauze —quien desacreditó a Delfina Gómez, a la sazón titular de la sep, desde un clasismo inaceptable— expresó que los nuevos libros de texto eran “veneno para el alma y la mente de los niños mexicanos” y Arriaga, “un palurdo”. Marko Cortés, miembro distinguido del pan, señaló que los planes educativos de la nem eran estratégicos para convertir las escuelas en “centros de adoctrinamiento”, en “templos para la adoración de López Obrador y su visión política”. Gilberto Guevara Niebla —primero, férreo defensor de la reforma del Pacto encabezado por Peña Nieto; luego, converso por un corto periodo al obradorismo como subsecretario de Educación Básica, y después el especialista y crítico autorizado de la élite desplazada— señaló: “Los libros encierran una intencionalidad perversa, pues es perversa la intención de desmontar nuestra cultura moderna, democrática, universal, cosmopolita y nacional”. Calificó la reforma de “antiliberal, antiindividualista y anticientífica”, los libros de texto como panfletos y a Arriaga de “arrogante, muy activo e hiperquinético”. Frente a adjetivos, adjetivos de regreso.
¡Está en peligro la educación de nuestros hijos! ¡No se valora el mérito! ¿De veras en el pasado se hacían bien las cosas con preciosos libros de texto? Falso: a lo largo de al menos dos décadas, con sus propios elementos de evaluación, conservamos los mismos resultados deficientes en su venerada prueba pisa y en las extenuantes evaluaciones nacionales que se hacían cada año. Recuerdo la consigna de la resistencia: “¡Evaluación sí, pero no así!”.
Ante los riesgos indudables del nuevo modelo, la respuesta fue exigir el retorno a lo que no sirvió durante tantos años. El arribo de nuevas personas a la conducción del sistema provocó ansia de regresar a los puestos de mando y decisión, porque ellos sí saben hacer las cosas. ¿De verdad? No: sus propios instrumentos de evaluación estandarizados los desmienten. Su actitud manifiesta la nostalgia por los buenos puestos, ahora ocupados, según sus parámetros, por ignorantes y plebeyos. Esta “oposición educativa” es interesada y resulta inútil para un debate serio sobre la educación en nuestro país. ¿Todo tiempo pasado fue mejor? En este caso, como en tantos otros, el dicho no es sostenible. Lo más grave que le puede pasar a quienes ocupan la posición del despecho ilustrado es brindar ellos mismos las razones en su contra.
Conclusión del balance
Con base en este repaso, me parece que nos enfrentamos a un dilema: por un lado, apostar a una escuela activa fincada en la enseñanza por proyectos, pero sin las condiciones indispensables para hacerla posible; por otro, continuar con la escolarización tradicional, que muestra claros signos de agotamiento y está estancada en los resultados de sus propias métricas. Es como estar en la orilla de un acantilado, con un barranco a las espaldas y un precipicio enfrente. Pocos pasos, a uno u otro lado, nos conducen a la caída sin remedio: a un pasado estéril o a un futuro imaginado que resuelve todo por pura voluntad.
Si cada sexenio se proponen proyectos que aseguran ser la panacea para todos los problemas, seguiremos sujetos a las ocurrencias de la soberbia ignorante y a los atajos para asaltar el cielo en tres semanas; ambos ávidos, además, de “resultados” vertibles en réditos de corto plazo y de distinta índole. ¿Qué hacer entonces? Con la educación como prioridad, desde la estrechez de aquella orilla, es ineludible reunir esfuerzos para iniciar la construcción de un puente con un grupo amplio y plural que conozca la complejidad de lo educativo: los docentes —imprescindibles— y especialistas en pedagogía, en didáctica, en infraestructura física y digital, y en otros campos necesarios. Un grupo como éste, integrado por personas de todo el país con sabiduría y solvencia ética, tendría legitimidad social para darle rumbo y fortaleza a este puente. Es decir, a una estrategia a largo plazo, una política sólida, factible y transexenal de Estado (no de gobierno ni de partido) para modificar y redirigir las estructuras, procesos y relaciones hacia un cambio real en el ejercicio pleno del derecho a la educación, que va más allá del aprendizaje e implica una formación integral. No creo que tal planificación sea imposible, tampoco fácil, pero de lo que sí estoy seguro es que es necesaria, muy urgente y más nos vale.
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