El esfuerzo como ideal educativo
Marzo 2, 2025

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2 de marzo de 2025

Con el arribo de la sociedad del rendimiento—donde todo se registra, sopesa, mide y evalúa constantemente—el esfuerzo como valor clave del campo educacional corre el riesgo de convertirse en una mera unidad de cálculo.

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A lo largo de la historia el esfuerzo humano aparece como un valor central en todo tipo de sociedades. A fin de cuentas, es la base de su reproducción a través del trabajo. Como dice el mandato bíblico: “con el sudor de tu frente comerás tu pan”.

Independiente de los arreglos colectivos que cada época y sociedad encuentra para organizar el trabajo y distribuir sus recompensas, al fondo siempre hay una enorme inversión de esfuerzo individual y social. Sobre él se fundan las diferentes civilizaciones, cada una con sus dioses e idiomas, formas de explotación y apropiación de los beneficios, modos de coordinación y nodos de comunicación.

Pero no sólo el trabajo exige esfuerzo. Desde antiguo, todas las esferas de la sociedad lo requieren: para la guerra y en los tiempos de paz, al interior de la familia para la crianza y enseñanza de las nuevas generaciones, en la producción y el intercambio de bienes, de parte de los escribas y los esclavos, para que opere la polis y se legisle el derecho, entre sacerdotes, artistas, profesionales y técnicos.

Por el contrario, las sociedades aborrecen y condenan (o temen y excluyen) la pereza, el dispendio de energía, la flojera, la lujuria, al vagabundo y el que no hace nada. Ocho siglos antes de nuestra era, Hesíodo formula la siguiente admonición: “Los hombres y los mortales se indignan igualmente contra cuantos viven sin hacer nada y muestran los instintos del zángano sin aguijón, que se niega a trabajar pero gasta y devora la labor de las abejas No hay oprobio en trabajar; el oprobio es no hacer nada”.

Sin duda, la esfera históricamente más decisiva para inculcar el esfuerzo como hábito y disposición, mentalidad y comportamiento, ideología y ethos es, hasta hoy, la esfera educacional. Tras cualquier forma de educación, ¿no se esconde acaso un ideal que impulsa al sujeto a elevarse a una mejor imagen de sí mismo? O sea, ¿a hacer un esfuerzo para llegar a ser lo que cada uno es como promesa?

Hay variadas formas de expresar esa intención en un currículo escolar: desarrollar el propio potencial, alcanzar un ideal de persona, transformarse en un individuo pleno, adquirir humanidad, volverse un experto, un ciudadano, un ser solidario, etc.

La educación clásica de los griegos aspiraba a la areté, esto es, la virtud o excelencia. En eso consistía el fin de la paideia; la perfección del ser humano. Más explícita aún es la noción alemana de Bildung; autocultivo de la persona que apunta a una realización armónica de un ideal de humanidad; una imagen (=Bild, en alemán). Según Guillermo von Humboldt, fundador del famoso modelo alemán de educación a inicios del siglo XIX, significaba algo así como esforzarse por cumplir la tarea más fundamental de nuestra existencia; esto es, el alcanzar tanta sustancia  como sea posible para el concepto de humanidad en nuestra persona.

Con todo, no podemos pasar por alto que enfoques formativos como el de la areté y la Bildung, lo mismo que los ideales romanos de una educación urbano-aristocrática, solo atendía a una selecta minoría en cada sociedad. Era, esencialmente, una educación de elites para elites. Una imagen romana del alto imperio retrata la situación magníficamente: camino a la escuela, los alumnos se hacen acompañar por un esclavo, el “paedagogus”, originalmente un acompañante que guía al niño.

Falta pues en estas elevadas visiones la otra parte esencial que liga educación y esfuerzo; la enseñanza que prepara para el trabajo y para los asuntos prácticos de la vida. Desde este ángulo de ver las cosas, cabe aceptar que en las condiciones contemporáneas de la sociedad no hay como recrear una suerte de paideia o de Bildung para las masas; es decir, popularizarlas y traducir su molde estamental (privilegiado) a los códigos culturales del estado llano.

Al revés, el camino elegido por las ciencias de la educación para insistir en el carácter estructurante que posee el esfuerzo en cualquiera práctica pedagógica ha sido el siguiente. Transformarlo en un conjunto de competencias, habilidades o destrezas—como dedicación, perseverancia, resiliencia, autonomía, autorregulación—imprescindibles para que las personas puedan desempeñarse productiva y virtuosamente en las circunstancias del siglo 21. O sea, desarrollarse a sí mismos como sujetos activos, libres y responsables.

La noción para traducir este ideal al vocabulario educativo contemporáneo (inevitablemente norteamericanizado) es la de “grit”; el poder de la perseverancia para alcanzar el éxito, que encontró rápida acogida en los medios de comunicación. Existe una abundante literatura que postula la centralidad de “grit” en diversas áreas como el éxito escolar y el desempeño académico, el progreso en la carrera, la satisfacción en el trabajo y hasta mejores condiciones de salud y bienestar.

Entretanto, con el arribo de la sociedad del rendimiento—donde todo se registra, sopesa, mide y evalúa constantemente—el esfuerzo como valor clave del campo educacional corre el riesgo de convertirse en una mera unidad de cálculo. De hecho, así se lo representa ante la opinión pública a través de un constante flujo de información sobre notas y rankings, exámenes nacionales e internacionales, cuantificación del desempeño y sus logros.

El esfuerzo pierde su conexión con un ideal educativo y pasa a representar, en cambio, un resultado relativamente abstracto en múltiples tablas de posiciones. Pone al estudiante en una constante carrera consigo mismo y con sus pares, donde el esfuerzo pierde su sentido de superación personal para reducirse a un juego de ganadores y perdedores. En vez de concebirse como base de un auténtico orden meritocrático—que reconoce y premia el esfuerzo— adquiere la figura de una meritocracia donde el esfuerzo vale igual o menos que el lugar de nacimiento, la herencia socioeconómica y cultural, las redes de intercambio de favores y deviene un odioso privilegio. Hay pues que rescatar al esfuerzo para los ideales humanos y no lapidarlo en nombre de falsos ídolos meritocráticos.

 

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