Instituciones: ¿dejarlas funcionar o dejaron de funcionar?
Enero 15, 2025

En la actualidad, prácticamente todos hablan de las instituciones y su importancia. Dejar que las instituciones funcionen se ha vuelto una solemne declaración para casi cualquier efecto, siempre que se diga con énfasis y gravitas. A partir de ahí, los usos y variaciones que se encuentran en los medios de comunicación son infinitos: Abuso de poder: las instituciones ¿funcionan?; Chile. Donde las instituciones funcionan, pero para algunos. En Chile, ¿las instituciones funcionan… en serio? Las instituciones están funcionando a punta de filtraciones. Exigimos que las instituciones funcionen;  Si no creemos que las instituciones funcionan, tenemos un problema muy serio; Las instituciones funcionan mal en este país; Las instituciones funcionan de forma relativa; Para luchar contra el narcotráfico, lo primero es que las instituciones funcionen, es más que militarizar; No Presidente Boric, en Chile las instituciones NO funcionan; En este caso se ha hablado demasiado, esperaría que dejemos, como dijo el Presidente Lagos, que las instituciones funcionen; La gente nos exige que las instituciones funcionen; Nuestra posición como Gobierno es que las instituciones funcionen y que además funcionen con la mayor rigurosidad.

Sirva esta colección de citas, todas del año 2024, correspondientes a pronunciamientos de ministros, parlamentarios, columnistas de la plaza, prensa internacional que informa sobre Chile, personeros del oficialismo y la oposición, usadas para atacar o defender, acusar o recusar, como introducción a este ejercicio de lectura sobre la crisis de la institucionalidad.

Instituciones modernas

Es evidente que las instituciones son una de las figuras básicas de las sociedades contemporáneas. Y su importancia crece a medida que aumenta la complejidad de los sistemas que organizan nuestras vidas, trabajo y comunicación.

Cubren un amplio espectro de significados, según muestra la RAE: establecimiento o fundación de algo; cosa establecida o fundada; organismo que desempeña una función de interés público, especialmente benéfico o docente; cada una de las organizaciones fundamentales de un Estado, nación o sociedad; colección metódica de los principios o elementos de una ciencia, de un arte, etc.; órganos constitucionales del poder soberano en la nación.

Una visión sintética de IA dice que, en el campo de la sociología, “una institución es un sistema de reglas y restricciones que moldean la interacción humana, y que pueden ser de índole social, política o económica. Las instituciones son organizaciones que estructuran las relaciones entre las personas, y que pueden ser formales o no, y tener o no un lugar físico”. No está mal.

Además, nos enseña que las instituciones son creadas bajo imposiciones legales, pero además pueden ser producto de tradiciones largamente sostenidas, como es el caso de las universidades, las primeras de las cuales provienen del siglo XII. Tienen el objetivo de ordenar y normalizar el comportamiento de personas que actúan, trabajan, piensan y se comunican dentro de dicha estructura, la que abarca desde una pareja y su familia hasta macro organizaciones como el ejército.

Efectivamente, cada institución posee una cultura, reflexiona sobre sí misma, se observa y autoconoce, elabora un relato institucional (piense usted en el Instituto Nacional, la Pontificia Universidad Católica, o un club deportivo como el Colo Colo). Se crean y evolucionan a lo largo del tiempo por las necesidades de una sociedad y pueden perecer por cambios en el entorno (como ha ocurrido con algunos clubes aristocráticos en Inglaterra) o bien por factores internos de desajuste y la consiguiente pérdida de legitimidad y atractivo (como ocurrió con los dos grandes partidos políticos italianos de la posguerra, la DC y el PCI).

Asimismo, contribuyen a reproducir y a transformar las relaciones sociales a través de todo tipo de organizaciones, trátese de empresas, hospitales modernos, derechos humanos, ópera, prensa, probidad pública y su vigilancia.

Por último, resulta fácil observar que las instituciones constituyen piezas fundamentales de los diferentes campos en que se organizan las sociedades contemporáneas: la política, la economía, el tercer sector (no gubernamental ni de mercado), el campo religioso, intelectual, artístico-cultural. Cada uno posee una o algunas instituciones axiales. Según el orden en que acaban de ser nombrados: partidos políticos, Estado, gobierno; mercado, sistema financiero, empresas de todos los tamaños; fundaciones, cooperativas, movimientos y asociaciones de sociedad civil; iglesias, sectas, profetas; académicos públicos, pensadores; museos, galerías, artistas.

Adicionalmente, surgen ahora otras figuras institucionales pertenecientes al orden digital, como redes sociales, blogósfera, rankings globales, webinars, y otras más que irán apareciendo sobre la base de la esfera de la inteligencia artificial.

Chile, un entorno de baja confianza institucional

Resulta claro que nuestro propio léxico chileno referido a la frase “dejar que las instituciones funcionen”, y todas sus diversas modulaciones, se aplica fundamentalmente, cuando no casi exclusivamente, a las instituciones políticas.

El Estudio Nacional de Opinión Pública (Encuesta CEP Nº 92) dado a conocer en octubre pasado, señala que la Policía de Investigaciones de Chile obtiene un 59% de aprobación ciudadana en cuanto al nivel de confianza institucional, ubicándose primera en este ranking. La siguen con más de un 50%, en orden decreciente, las universidades, Carabineros y las FFAA; entre 49% y 26%, las radios; entre 25% y 15%, sindicatos, diarios, sistema de Salud, municipalidades, iglesia católica, iglesias evangélicas, empresas privadas, gobierno, tribunales de justicia, fiscalía pública; entre 14% y 3%, TV, redes sociales, sistema de pensiones, Congreso Nacional, partidos políticos.

En términos comparativos, según la Encuesta de Confianza de la OCDE (2023), sólo una de cada tres personas en Chile (30%) tiene un nivel alto o moderadamente alto de confianza en el gobierno nacional, y un 24% reporta una confianza alta o moderadamente alta en el servicio civil, en comparación con el 39% y el 45%, respectivamente, en promedio entre los países de la OCDE.

Al igual que en la mayoría de los países de la OCDE, la ciudadanía chilena confía más en la policía (52%) y en el gobierno local (36%) que, en el gobierno nacional, mientras que los partidos políticos (14%) y el Congreso (19%) son las instituciones con menor confianza. Los niveles de confianza en los tribunales y en el sistema judicial son los que más se alejan en Chile del promedio de la OCDE: sólo una cuarta parte de la ciudadanía manifestó confianza alta o moderadamente alta en las instituciones de justicia (25%), 29 puntos porcentuales por debajo del promedio de la OCDE (54%).

Según concluye este estudio, “Los entornos de baja confianza no sólo dañan la cohesión social y la participación política, sino que también limitan la capacidad de los gobiernos para funcionar de manera efectiva y responder a los desafíos complejos, tanto a nivel nacional como global”.

Sin duda, es un cuadro alarmante.  Sobre todo, porque, como sabemos, la falta de confianza en las instituciones públicas debilita la gobernabilidad del país, lentifica y entorpece las decisiones, resta legitimidad a las reglas y autoridades institucionales y lesiona las bases del funcionamiento democrático.

A la larga, puede incluso provocar el fenómeno conocido como de anomia democrática, donde la legitimidad retrocede en sus aspectos fundamentales: (i) legitimidad orientada hacia los insumos, o sea, las preferencias ciudadanas y los procedimientos para representarlas y expresarlas; (ii) legitimidad orientada hacia los resultados, es decir, la efectividad de sus rendimientos; (iii) legitimidad promisoria, esto es, aquella que descansa en las promesas, ideas de futuro e imaginarios que identifican a las gentes con las autoridades políticas.

Chile: declive de la legitimidad institucional

Es razonable suponer que en Chile hemos ingresado, o estamos haciéndolo, a un estado de anomia democrática.

Con todo, la caída de la confianza en las instituciones -medida cuantitativamente por encuestas de opinión pública- no es seguramente el mejor registro, ni el más sensible, de aquel fenómeno. Menos aún se prestan dichos números para entender las dinámicas de la desconfianza respecto de instituciones específicas en cada campo o esfera de la sociedad. Ni dan cuenta del contexto específico que rodea, y a veces explica, la desconfianza medida en cada uno de ellos, ni explican la erosión de legitimidad en sus tres aspectos fundamentales.

Tampoco permite entender, de una manera situada, el papel que en cada caso juegan los agentes del campo en la construcción, mantención, disputa o pérdida de la confianza en determinadas instituciones. Como, por ejemplo, el papel de los sacerdotes de la iglesia católica que en pocos años comprometieron gravemente la legitimidad y confianza de la institución en los tres aspectos, producto de comportamientos abusivos -incluso delictivos, a veces- en los planos del poder y del sexo. O bien, la incidencia negativa que, sobre la confianza depositada en las empresas y sus propietarios y gerentes, tuvieron las acciones realizadas por algunas empresas para limitar, restringir o eliminar la competencia en el mercado o bien para comprar influencias a través del financiamiento ilegal de la política.

Sin embargo, la especificidad de campo de los procesos y dinámicas de la desconfianza/pérdida de legitimidad no están exentos de algunos elementos transversales. Tales como el clima de crisis global en que se desenvuelven las democracias liberal-representativas, bajo la triple presión causada por: (i) la desaparición de las instancias y procedimientos de la representación  política; (ii) su incapacidad de rendir a la altura de las expectativas de la gente y, (iii), el retroceso de la legitimidad promisoria de líderes, partidos y gobernantes democráticos (conservadores, liberales, de centro e izquierdas socialdemócratas), según se observa hoy en Alemania, Austria, Canadá, Estados Unidos, Francia e Inglaterra, para sólo nombrar algunos países con democracias consolidadas.

En Chile mismo hay varios de esos fenómenos transversales operando combinadamente y en diferentes planos: el trauma del estallido social del 18-O de 2019 que, hasta hoy, proyecta un sordo ruido subterráneo que nos recuerda que habitamos un territorio de fallas tectónicas socioeconómicas, políticas y culturales y de riesgos de desastres socioculturales y ambientales; la corrupción que parece anegar todos los rincones de la sociedad y el Estado y a una serie de instituciones en todas las esferas de la sociedad; la sensación transversal de abusos que hizo explosión en el estallido y que, sabemos, no ha desaparecido y acompaña a un orden de graves desigualdades; la agudización de una percepción ampliamente compartida de ser un país políticamente estancado y de élites incapaces de ofrecer gobernabilidad efectiva tras el fracaso de dos procesos constitucionales. Las instituciones operan, definitivamente, en un ambiente hostil.

En paralelo con la difusión del fenómeno de anomia democrática, avanza globalmente una marea autoritaria, iliberal, populista, anti-cosmopolita que cubre territorios que van desde unas derechas extremas o radicales, nacional-reaccionarias, autoritario-excluyentes, de supremacismos de clase y cultura hasta unas neoizquierdas propensas al wokeismo del tipo socialismo chavista, ruptura democrática, antineoliberalismo esquemático y dogmático, radical feminismo, anticolonialismo, indigenismo, pro-diversidades y una moral superior.

La política como institución y la economía como permisocracia

¿Qué sucede en Chile, entonces, con la crisis de las instituciones públicas por pérdida de legitimidad y deterioro de la confianza en algunos campos institucionales específicos?

Adelantamos ya que la política como esfera de actividad individual y colectiva, a través de sus instituciones axiales -gobierno, Congreso Nacional, partidos, líderes oficialistas y de oposición- ¿vive la más severa crisis del último tercio de siglo.

Los propios términos “política” y “políticos” dejaron de ser expresiones virtuosas de nuestra polis y se han convertido en insultos. El sentido común transmite implícita y explícitamente un repudio a las instancias y agentes políticos por considerar que no se puede creer en ellos, que sus promesas son vanas, su eficiencia mínima, que abusan de la confianza, son insensibles a las necesidades y demandas de la población, trabajan poco y sólo en beneficio propio, que su desempeño y rendimiento son opacos y, progresivamente, que están siendo absorbidos por el espacio del espectáculo.

De golpe, la política y los políticos pierden legitimidad procedimental, ya no son una correa de transmisión de las preferencias de la gente; legitimidad de desempeño pues no producen acuerdos efectivos sino meras disputas de palabras, y legitimidad promisoria, pues difícilmente se identifican con ideas, programas, utopías realistas e imaginarios de futuro.

En suma, la política y sus actores están desapareciendo en cuanto piezas vitales de la intermediación democrática y pareciera que sólo les preocupa su propia suerte y la constante guerrilla. Esto es visible hoy a ambos lados del espectro (aquí y aquí) y adquiere un significado dramático en el Frente Amplio, que prometió renovar y transformar la política y las políticas sobre la base de nuevas ideas y paradigmas. En realidad, aunque sea una una paradoja, los únicos cambios efectivos en democracias capitalistas son aquellos que se encauzan institucionalmente y cambian las instituciones.

En la esfera económica, dado que el crecimiento sólo ha podido recuperarse en un bajo nivel, y que existe una percepción relativamente amplia de estancamiento nacional, la institucionalidad que debería soportarlo e impulsarlo se ha convertido en un nudo central del debate de la política y de las políticas públicas. Aquí la crisis de confianza se llama permisología”; o sea, es producida por la verdadera muralla de trámites burocráticos que deben cumplirse para impulsar inversiones, crear empresas, obtener créditos y acceder a los mercados.

En un estudio del año 2023, la Comisión Nacional de Evaluación y Competitividad dio a conocer un análisis de los permisos sectoriales prioritarios para la inversión en Chile que identifica 439 trámites; de estos, 309 requieren un pronunciamiento expreso favorable de la autoridad correspondiente para autorizar el desarrollo del proyecto. Explica: “Aunque la existencia de estos permisos sectoriales nace de diversos fundamentos (protección de la salud, del medio ambiente, del patrimonio fiscal, entre otros), comparten como elemento común la característica de condicionar el desarrollo de una determinada actividad a la dictación del acto aprobatorio correspondiente”.

La opinión mayoritaria de empresas y del mundo gerencial es que este tipo de permisos lentifican los proyectos y pueden tomar años en ser otorgados. “La lucha por los permisos para una planta desaladora tarda unos 12 años. Un proyecto minero, más de 9 años. Y, por si fuera poco, todavía hay más de diez hospitales públicos que no se pueden recibir por permisología. Monumentos Nacionales, por ejemplo, acumula restos arqueológicos y vestigios en bodegas” (L. Montes, CEP, 2024). Por eso, este autor advierte: La permisología podría conducirnos a una arbitraria “permisocracia”; la tiranía de los permisos.

Dos hechos recientes ilustran este régimen perverso de burocratización excesiva.

Por un lado, el proyecto Dominga -para una explotación minera en la comuna de La Higuera, Región de Coquimbo- que viene arrastrándose desde hace más de 10 años por el laberinto de la permisocracia. No podemos entrar aquí a la evaluación sustantiva del proyecto y de cómo propone preservar las condiciones medioambientales y mitigar los riesgos que generan los grandes proyectos.

Lo que sí resulta claro para el ciudadano es que el largo itinerario de permisos se ha cumplido -han participado las agencias públicas legalmente mandatadas, se han hecho las correcciones ordenadas, se cumplió con las consultas a la población afectada (que se manifestó masivamente a favor del proyecto)- pero las instancias político-administrativas han logrado bloquear sucesivamente esta iniciativa en diversas etapas ante los tribunales de justicia, hasta llegar a la Corte Suprema cuya reciente resolución favorable a su implementación ha sido impugnada nuevamente por la instancia administrativa. Según concluye una autoridad académica de la UDP: “El caso del proyecto Dominga es el reflejo de un sistema que parece diseñar laberintos más que soluciones claras. Un proceso donde la decisión final se difumina en un ir y venir interminable entre instancias técnicas, legales y políticas, además de controversias mediáticas que exponen no sólo los conflictos entre conservación ambiental y desarrollo económico, sino también la falta de claridad y consistencia en la legislación actual. Este interminable ciclo de rechazos, apelaciones y revisiones no sólo alimenta la incertidumbre, sino que también deteriora la confianza en la institucionalidad, perjudica la imagen del país y desalienta futuras inversiones”. Luego, a la base del caso Dominga -y de decenas de otros proyectos frustrados de inversión- existe un diseño institucional fallido.

El segundo caso ilustrativo en este ámbito permisológico es el fracasado intento de vender la casa de Salvador Allende al Ministerio de Bienes Nacionales que la adquiría para convertirla en un museo en memoria del ex Presidente. Aquí la tramitación permisológica parece tan laxa que ninguna de las autoridades y abogados participantes detectó a tiempo que la transacción no podía realizarse pues beneficiaba a dos autoridades (una senadora y la ministra de Defensa) que están impedidas de contratar con el Estado.

Resultado: un bochorno para el Gobierno, el Presidente Boric (que puso en movimiento la iniciativa), varios ministros y asesores de primera línea. A esto se agregan disensiones internas en el PS, partido al que pertenecen las dos autoridades involucradas, un deterioro de la imagen del Poder Ejecutivo, un festín de los medios de comunicación y redes sociales alimentando el escándalo político y un inmerecido regalo para las oposiciones que, con este tipo de episodios, logran intensificar su guerrilla contra el gobierno a la vez que justifican su ausencia de una visión alternativa de gobernabilidad para el país.

La educación atrapada en una malla burocrática

A caballo entre la esfera administrativa y supervisora del Estado y algunos sistemas pertenecientes a otras esferas, la permisocracia ha extendido sus reglas y controles burocráticos generando una malla cada vez más amplia, tupida y detallada para regular ciertas actividades y sus regímenes de rendición de cuentas, autorizaciones previas y acreditaciones posteriores, sin que a esta altura pueda verificares su funcionalidad, pero cuyo poder inhibidor y de expreso es cada vez más abarcador en extensión y profundidad. Una verdadera grilla de control que envuelve a las instituciones y, a través de ese proceso, les resta flexibilidad y efectividad.

Los sectores en que ese poder se va instalando son todos vitales para la sociedad: seguridad, salud, previsión, educación, vivienda, transporte, generación de arte y cultura, campo de la producción científica y tecnológica. Elijo sólo uno para ejemplificar: la educación escolar.

Vean ustedes: al comienzo de este gobierno, el Mineduc (2023) publicó una Guía sobre Normativa Vigente para la aplicación del Marco para la Buena Dirección y el Liderazgo Escolar (MBDLE) (2022), marco que debe orientar esas prácticas directivas “abarcando desde la construcción e implementación de una visión estratégica compartida, el mejoramiento de capacidades, la instalación de procesos sistemáticos de enseñanza y aprendizaje, la convivencia y la participación, hasta la concreción y sostenibilidad de los proyectos educativos que los establecimientos definen y desarrollan en ejercicio de su autonomía”.

La Guía tiene 189 páginas (¡sí, no leyó mal!), lo cual lleva a intuir que, en realidad, poco queda para el ejercicio de la autonomía escolar, atributo esencial para el buen desempeño de los establecimientos. Ni cabe imaginar, bajo este predicamento, que haya el necesario espacio para desarrollar prácticas directivas centradas en lo que ocurre al interior de la sala de clase. En suma, una vez más, falla el diseño institucional; en este caso, por no dotar a la autoridad del colegio de tiempo, recursos y orientaciones que le permitan a él o ella, y a sus equipos, intervenir resueltamente en el gobierno de la escuela y facilitar procesos de mejoramiento pedagógico. La autonomía escolar es esencial para ello.

Anomia democrática y desconfianza institucional

En breve, estamos en Chile ante un fenómeno masivo y a la vez transversal -entre y dentro de las diferentes esferas o campos de la sociedad- de deterioro progresivo de la confianza en las principales instituciones públicas, acompañado por una pérdida de legitimidad procedimental, de resultados y de promesas que sostiene a esas instituciones.

Esta deriva es altamente riesgosa, como venimos observando en Chile desde hace una década, pues lleva a una anomia democrática. Escribí sobre este tópico en un libro publicado en 2016, donde decía (y con esto concluyo):

«Quizá el mayor y más gravoso efecto para la idea de la democracia y el espíritu democrático sea la apatía, pasividad e indiferencia masiva. La gente, sobre todo los más jóvenes, los pobres y quienes sienten “no tener nada que ganar”, se declaran fuera de juego y (…) no participan, no deliberan y no se interesan en conversar sobre los asuntos de la polis. La política no es motivo de preocupación e interés. Sin esto, la democracia misma se vacía. No es ya el espacio de elaboración de una razón común; ni siquiera un lugar de deliberación.

Asociado a lo anterior, la difundida desconfianza en las instituciones de la polis -el gobierno, el Parlamento, los tribunales de justicia, los partidos, el voto, régimen electoral, personal funcionario del Estado, etcétera- (…) se manifiesta amplia y difusamente en la opinión pública encuestada, pero también a nivel de los ciudadanos consultados cualitativamente. Es el fantasma que recorre los salones del poder y los claustros académicos, alimentando allá el temor y aquí la vanidad explicativa.

En realidad, la democracia se degrada así al punto de descender al plano de una comprensión conspirativo-irracional de los procesos políticos como urdidos por una constante batalla de pequeñas traiciones e inmoralidades; de confabulaciones secretas, y oscuras apetencias de riqueza e influencia. (…) Se impone así un difundido clima de anomia democrática, ya bien por pérdida del ideal (democrático) como fuerza moral reguladora de los comportamientos, o bien por la percepción, frecuentemente verdadera, de que los medios disponibles, lo recursos de poder al alcance de la mano de los ciudadanos, son inadecuados para la obtención de los bienes proclamados por el ideal. La democracia, entonces, es vista como un engaño; en el mejor de los casos, un espectáculo donde los titiriteros se ocultan en los laberintos del poder y las figuras que ocupan el escenario y las pantallas son meros títeres; muñecos manejados desde la altura por otros poderes».

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