Aprender a conocer
En 1981, Buckminster Fuller, un visionario futurólogo estadounidense, observó que hasta 1900 el conocimiento humano venía duplicándose aproximadamente cada siglo y que, a finales de la Segunda Guerra Mundial, esto ocurría cada 25 años, en un contexto de continua aceleración. Efectivamente, al término de la década pasada, el tiempo requerido se había reducido a un año según varios cálculos. Y una proyección de la IBM estimaba que con el desarrollo del internet dicha duplicación se produciría cada 12 horas (Pllana, 2019).
Estas mediciones y proyecciones, imprecisas y discutibles como son, apuntan sin embargo a un fenómeno real. Cual es, que el conocimiento colectivo —entendido habitualmente como aquel proveniente de publicaciones científicas registradas— se vuelve cada vez más abundante siguiendo la flecha del tiempo. Y que con la revolución digital e internet se ha vuelto oceánico, o sea, literalmente, cubre la mayor parte de la superficie terrestre. Vivimos rodeados de datos e información y navegamos por un espacio de conocimiento que aparentemente no tiene límites.
De allí que la Unesco haya planteado, en su famoso Informe sobre los cuatro pilares del aprendizaje —aprender a conocer, hacer, convivir y ser—, que la educación debía proporcionar las cartas náuticas de este mundo complejo y en perpetua agitación y, al mismo tiempo, la brújula para poder navegar por él. Para ello, lo primero en el orden educativo es enseñar a conocer dentro de las nuevas y extraordinarias condiciones de un conocimiento que crece según una acelerada “curva de duplicación”, como la llamó Fuller.
Aprender a conocer, sostenía aquel informe, “tiende menos a la adquisición de conocimientos clasificados y codificados que al dominio de los instrumentos mismos del saber”. Pero, ¿cuáles son esos instrumentos? En lo más elemental, aquellos que se adquieren a lo largo del proceso de escolarización: lectura comprensiva, manejo de las matemáticas, razonamiento metódico y alfabetización digital. Todos dominios en que, sabemos, nuestro sistema presenta importantes déficits. Posteriormente, los instrumentos proporcionados por diversas disciplinas y especialidades necesarias para el desempeño de roles productivos en la sociedad. De ello se encarga la educación superior, que nos cualifica para variados roles laborales y ciudadanos.
También se espera que la educación nos enseñe a conocer y a hacernos parte de una cultura común de valores, normas y tradiciones, socializándonos en una comunidad diversa y plural, pero que, sin embargo, comparte referencias comunes en la poesía y la música, la historia y las ciencias, el lenguaje y la moral cívica.
Paradojalmente, varios de los supuestos del aprender a conocer, y de la educación que busca materializar dicho aprendizaje, se hallan hoy cuestionados, justamente cuando se vuelven más necesarios en sociedades de conocimiento en constante expansión.
Por ejemplo, se sostiene que la educación no debería preocuparse de transmitir contenidos de conocimiento, sino que bastaría con enseñar procedimientos para adquirirlos. Esta visión se acompaña usualmente con una serie de críticas a la memorización. De igual forma se objeta la reflexión metódica sobre textos fundamentales de la cultura por ser estos anacrónicos, se dice, o bien por representar perspectivas incompatibles con el desarrollo más reciente de las mentalidades y los gustos.
De igual forma, se confunde el procesamiento de información, o de los datos subyacentes, con un conocimiento razonado sobre los hechos o las interpretaciones de los mismos. El conocimiento aparece sujeto así al flujo diario de las novedades en el ambiente mediático y no a la elaboración colectiva de comunidades epistémicas que crean los esquemas básicos de comprensión del mundo físico, social e individual.
En seguida, suele creerse que la curva de duplicación de la información sobre el conocimiento acumulado equivale a la duplicación de los saberes de la humanidad o incluso, según leo en una página de internet, de la sabiduría. Sabemos que no es así; que si la humanidad duplicara su sabiduría cada día o año que pasa no estaríamos como estamos hoy. Más bien, podemos preguntarnos con los versos de T.S. Eliot: ¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información? ¿Y dónde, podemos agregar ahora, la información que perdemos en la confusión de las noticias fake?
Por último, olvidamos cuán abundantes y variados son los tipos y las formas del conocimiento. La idea de que solo vale como tal aquel generado por las poderosas disciplinas STEM (ciencia, tecnología, ingenierías y matemática) —y que, más allá, reina la especulación del pensamiento social, las artes, las humanidades y otras ideologías— se torna cada día más insostenible.
Al contrario, lo más propio de la modernidad tardía es la pluralidad de formas de conocimiento y su variable relación con la naturaleza, la cultura y las incógnitas de la vida. Como nos recuerda Max Weber en su famosa conferencia sobre la vocación de las ciencias, ni el positivismo del siglo XIX, ni el cientificismo del siglo XX, tienen respuesta frente a los grandes interrogantes humanos. Se preguntaba, ¿quién cree hoy todavía que las ciencias naturales pueden “enseñarnos algo sobre el sentido del mundo o al menos algo sobre el camino que podría descubrir ese sentido, si es que existe”?
La idea de que hay solo una forma válida de conocer deja fuera demasiados otros tipos de conocimiento y reduce la educación meramente a su función de cualificación, sin atender a sus funciones de socialización cultural y de formación de sujetos humanos singulares, cada uno orientado por sus propios valores, pasiones, voluntad, imaginaciones e intuiciones. También de esto debe hacerse cargo el enseñar a conocer.
En suma, porque vivimos en un mundo de datos, información y saberes en continua expansión y renovación que aumentará todavía más con el despliegue de la inteligencia artificial, hoy más que nunca necesitamos enseñar y aprender a conocer. Significa adquirir, al mismo tiempo, un conocimiento fundamental o de base, estructurante, disciplinado, que nos permita entender el mundo y la cultura y, a la vez, orientarnos dentro de la pluralidad de las formas de razonar, conversar, reflexionar y saber que circulan en la sociedad.
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