Desconfianza en las instituciones
Marzo 20, 2024

La pérdida de confianza en las instituciones ha sido la cuestión central del debate público en los últimos días. Esto a propósito de la formalización del jefe de la Policía, mientras sigue pendiente similar resolución en relación con el director general de Carabineros. El fenómeno es global, aunque más virulento en algunas partes, Chile entre ellas.

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Estudios recientes muestran una tendencia a la baja constante de la confianza pública en el mundo. Según un autor, hemos dejado de confiar en los políticos, los periodistas y los economistas al menos desde 2008, al revelarse incapaces de predecir o gestionar las crisis de nuestro tiempo. En 2017, un editorial de New Scientist se preguntaba dónde había ido a parar la confianza en las instituciones tradicionales; mientras que, en 2018, el Secretario General de la ONU, António Guterres, declaró que “el mundo sufre un grave trastorno por déficit de confianza”.

Un reciente informe del PNUD constata que, durante un período considerable, América Latina ha venido lidiando con una significativa y progresiva disminución de la confianza en los gobiernos, alcanzando niveles cercanos al 20%. Es decir, sólo una de cada cinco personas expresa confianza en sus gobiernos, el más grande complejo de instituciones públicas con que cuentan las sociedades contemporáneas.

Pero el radio de la desconfianza se extiende mucho más allá de los gobiernos. Así, se dice que mientras por un lado la confianza se ha visto minada por la decepción ante la pericia de los expertos, la difusión de Internet y de las redes sociales, por otro lado, la pérdida de confianza de la gente en los media genera una crisis de la verdad y el ingreso a una nueva fase de posverdad.

Un voluminoso estudio del BID (2022) concluye lo siguiente, que debería prender todas las alarmas en la región: “Nueve de cada diez personas en América Latina y el Caribe no creen que se puede confiar en los otros. Sólo tres de cada diez confían en su gobierno y son incluso menos las que confían en las instituciones, fundamentales para la transparencia del gobierno, el Congreso y los partidos políticos. En comparación con otras partes del mundo, un porcentaje mayor de ciudadanos de la región se muestra reacio a aceptar las obligaciones cívicas esenciales para construir sociedades equitativas y de rápido crecimiento. Su disposición a pagar impuestos y a cumplir las leyes y regulaciones establecidas por sus gobiernos es de las más bajas del mundo”.

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La situación de desconfianza generalizada que ha ido instalándose en Chile durante los últimos años, en particular después del estallido social de 2018 y la Pandemia por Covid 19, no es pues una excepción.

Las grandes protestas que acompañaron al estallido violento de 2018 pusieron al descubierto esa brecha de desconfianza generalizada: de las masas en las calles frente a la clase política, los poderes del Estado, el gobierno en particular, la Constitución y las leyes, las élites en todos los ámbitos de la sociedad, las iglesias, la educación, la salud, los fondos de pensiones, el transporte; en breve, “el sistema”.

Por su parte, los sectores dirigentes, gremios empresariales, grandes medios de comunicación, expertos y profesionales, figuras de la academia y la intelligentsia nacional, firmas de publicidad y estratos de altos ingresos y consumo conspicuo, vieron -al menos por un instante- abrirse las puertas del infierno y sintieron temblar el piso bajo sus pies, confesando no haber previsto, ni entender, la magnitud de la desconfianza generalizada (y agresiva) contra el orden establecido.

La pandemia puso fin a la revuelta, pero, a la vez, creó nuevas brechas y profundizó aquellas existentes entre los de arriba y los de abajo, los mejor situados para resistir la peste y aquellos condenados a soportarla casi al desnudo, entre conectados y desconectados, protegidos y desprotegidos.

Las diferencias de “capitales” -económico, social, cultural, familiar, de vecindario y comuna, de seguridad y esperanza- se volvió dramáticamente más evidente y, aun sin contar con “mediciones” de sus efectos, podemos conjeturar que contribuyeron a extender y ahondar el radio de las desconfianzas.

El largo e intenso “momento constitucional” que siguió a aquellas dos catástrofes sociales iniciales, con su irrupción sucesiva de fuerzas políticas extremas a ambos lados del espectro ideológico, hizo aparecer, con renovados bríos, la polarización política, la desconfianza excluyente entre grupos adversarios, la radical negación de unos hacia otros y la brecha entre el oficialismo y la oposición.

Sobre todo, generó un descrédito aún mayor de la esfera política de la sociedad en su conjunto. Las élites del poder -político, económico, mediático y técnico-constitucional-quedaron expuestas como ineptas, incapaces de generar acuerdos, incompetentes en sus respectivos oficios y experticias; en suma, inhábiles para dotar de gobernabilidad al país.

Simultáneamente, la sensación -aunque no siempre justa o correcta- de que la sociedad y sus estructuras de mando son incapaces de enfrentar y resolver los problemas más acuciantes de la gente (repetidos ad nauseam en decenas, centenares, de sondeos de opinión y en miles de “noticias” transmitidas por los medios y las redes), crea un ambiente de desconfianza y pesimismo respecto a las potencialidades y el dinamismo del país. La percepción de que no hay progreso, salvo para una minoría, y que el país está estancado, destruye confianza y debilita la voluntad de futuro en la sociedad civil.

Entre todos los problemas, el de la inseguridad personal y colectiva frente al avance del crimen organizado -pero también de la anomia, el descuido de las ciudades, la falta de respeto cívico, la elusión de responsabilidades, todo eso- es el que genera el mayor impacto sobre la difusión de una desconfianza generalizada. Efectivamente, hoy vivimos bajo el imperio de la inseguridad, por ende, del temor, por ende, de la desconfianza hobbesiana. 

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De allí justamente la importancia del hecho que las respectivas jefaturas de los dos principales organismos encargados de la seguridad de los ciudadanos -Carabineros y la Policía de Investigaciones- hoy se encuentren sujetas a escrutinio judicial. Son causas que impactan sobre las ya debilitadas confianzas cívicas y políticas. Sobre todo, a nivel de la opinión pública encuestada que, como se sabe, venía manifestando una positiva evaluación de dichos organismos.

La crisis actual en este frente estratégico del Estado -sobre todo en la actual coyuntura- envuelve a otra serie de instancias, críticas también para la marcha de la nación.

Desde ya vuelve a ponerse en entredicho la coherencia de la acción gubernamental que, una vez más, resulta confusa comunicacionalmente, políticamente inconsistente y negativa para cuatro personeros claves: el Presidente Boric que aparece indeciso, la ministra Tohá por su ausencia, el ministro Cordero que sustituye a la vocera del gobierno y esta última que aparece a la zaga del anterior. Resultado: en un asunto clave para la sociedad y de alta prioridad para el gobierno, este transmite una imagen improvisada, desorientada y sin alineamiento de gobernabilidad.

A su turno, la oposición vuelve emerger como oportunistamente reactiva, sin un criterio claramente conformado frente a la situación de las dos jefaturas cuestionadas, operando igual que el gobierno con estándares variables, sin capacidad de ofrecer cursos de acción alternativos; en suma -como ha ocurrido habitualmente durante los últimos meses- a la manera de una oposición empecinada y de corto alcance.

Los medios de comunicación, su vez, juegan un rol en extremo ambiguo en estas situaciones, dándoles el estatuto de escándalos políticos que, como enseña la sociología de este tipo de fenómenos, “se convierten en una prueba de credibilidad para la confianza política y puesto que las cuestiones de reputación y prestigio se mezclan cada vez más en las luchas partidarias, los sucesos escandalosos tienden a tener un efecto acumulativo: el escándalo alimenta al escándalo, precisamente porque cada escándalo además concentra su foco sobre la credibilidad y fiabilidad de los líderes. El efecto acumulativo del escándalo se incorpora al ciclo electoral, en la medida en que los partidos y los futuros líderes utilizan los fracasos anteriores de credibilidad como base para construir sus propias campañas electorales” (Thompson, 2001).

Como estamos al comienzo de un ciclo electoral que durará dos años, la producción mediática de “escándalos” -hechos considerados inmorales o condenables y que causan indignación y gran impacto públicos (RAE)- adquiere una importancia suprema, pues intensifica la desconfianza en personas, grupos, organizaciones, partidos, alianzas, candidatos e incumbentes adversarios. Al mismo tiempo, se lesiona, y puede llegar a dañarse irreparablemente, la legitimidad de las figuras afectados, incluyendo instituciones esenciales de la democracia.

Es una paradoja de las sociedades democráticas que, llegado cierto momento crítico comienzan a destruir confianza (un valor público) más rápido de lo que la sociedad y su esfera política puede crearla. Es precisamente lo que está ocurriendo en Chile, como hemos podido observar aquí.

Si no logramos revertir a tiempo ese imbalance nos dirigimos directamente al barranco.

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