Estatuto constitucional de la educación
“¿Cómo quedó incorporada la educación al texto constitucional? En suma, la educación se incorpora con una florida retórica de fines, principios y características completamente incongruentes con las limitaciones de nuestra educación realmente existente”.
¿Cómo quedó incorporada la educación al texto constitucional? Ante todo, como un derecho, asociado a un amplio conjunto de fines, principios y características que otorgan a ese derecho un aura literaria y jurídica.
Así, son fines de la educación, entre otros, la conciencia ecológica, la prevención de la violencia, la justicia social, la convivencia democrática y el desarrollo integral de las personas. Curiosamente, no se incluye allí la formación ciudadana, hoy un tema mundialmente debatido y una urgente necesidad en nuestra sociedad.
Los principios que deberán conducir a la educación son igualmente abundantes: cooperación, no discriminación, inclusión, justicia, participación, solidaridad, interculturalidad, enfoque de género y pluralismo. Además, ella tendrá carácter no sexista; se desarrollará de forma contextualizada, considerando la pertinencia territorial, cultural y lingüística. Pero hay más todavía: la Constitución garantiza, adicionalmente, educación sexual integral, educación ambiental, digital, basada en la empatía y el respeto hacia los animales, para el consumo responsable, cívica a nivel municipal y educación sobre el patrimonio.
Por último, ella deberá orientarse hacia la calidad. Esta se entiende como “el cumplimiento de los fines y principios establecidos de la educación”. O sea, supone el cumplimiento de todo lo anterior. ¿Cómo se verificará esto? ¿Quién evaluará si el cumplimiento es suficiente? ¿Habrá un modelo único de interpretación de esos fines y principios?
Dotada de tal cantidad de atributos, la educación resulta una utopía inalcanzable. Y el derecho a ella escapa de la realidad, incluso, al reino de lo posible. Sobre todo, si comparamos tan oceánicas aspiraciones con las precarias —a veces paupérrimas— condiciones de aprendizaje que ofrece nuestro sistema escolar. La brecha entre lo proclamado y lo disponible se vuelve abismante.
¿Cómo pretende el constituyente reducir o superar esa brecha?
Según el texto propuesto, la solución consistiría en la existencia de un Sistema Nacional de Educación integrado por establecimientos creados o reconocidos por el Estado, el que los coordinará, regulará, mejorará y supervigilará bajo un régimen común fijado por la ley. Dicho en breve, un sistema similar al que tenemos en la actualidad, que la ley denomina mixto.
Mas no es así; la similitud es solo aparente. Pues para avanzar hacia la utopía prometida, el constituyente declara que “el Estado deberá articular, gestionar y financiar un Sistema de Educación Pública, de carácter laico y gratuito, compuesto por establecimientos e instituciones estatales de todos los niveles y modalidades educativas”. Agrega luego que el Estado financiará esta educación “de forma permanente, directa, pertinente y suficiente, a través de fondos basales”. Este sistema será el “eje estratégico” de la nueva arquitectura y su ampliación y fortalecimiento —se dice— será un deber primordial del Estado.
De modo que Chile contaría, entonces, con un sistema nacional compuesto por dos subsistemas. Uno estatal, gratuito, estratégico, que debe crecer y fortalecerse y dispone para ello de financiamiento fiscal suficiente y asegurado. Y otro subsistema, en la práctica no estatal, sin financiamiento asegurado, ni trato igualitario, supeditado a la cambiante voluntad del legislador. En vez de un sistema mixto, por tanto, dos subsistemas, uno estratégico y el otro táctico, parece ser. Es decir, un arreglo de lo inmediato para el corto plazo mientras avanza la estrategia larga hacia la meta final.
De aquí derivan dos consecuencias importantes.
Por un lado, se abandona y deshace lo avanzado con las leyes de 2009 y 2018 en relación con la existencia de un régimen mixto de provisión educacional en los niveles escolar y superior, respectivamente. Ambas leyes consagraron explícitamente dicho régimen, buscando acercarlo a una igualdad de trato entre proveedores, independiente de su carácter jurídico. Al contrario, como vimos, el texto constitucional crea una dualidad de sistemas, generando un trato desigual entre estudiantes. La igualdad de oportunidades desaparece del horizonte constitucional que, en vez, crea una educación estamentalmente dividida en dos clases de alumnos.
Por otro lado, quedan en suspenso los parámetros que regulan a los establecimientos públicos no estatales; esto es, colegios privados subvencionados e instituciones privadas de educación superior con gratuidad. No solo se hallan excluidos del “eje estratégico”, sino que además pierden su estatus de pilar del régimen mixto y su financiamiento público se torna incierto.
Adicionalmente, el texto constitucional rechazó incluir en la libertad de enseñanza la prerrogativa que permite crear nuevos establecimientos no estatales. En efecto, ese derecho —ampliamente reconocido en la doctrina internacional y en la tradición de nuestro ordenamiento jurídico— no aparece en el texto constitucional aprobado por la Convención. Lo mismo ocurre con la garantía de la autonomía universitaria, que también se encuentra ausente. Ambas son piezas decisivas de sociedades democráticas, diversas y plurales.
En suma, la educación se incorpora a la Constitución con una florida retórica de fines, principios y características completamente incongruentes con las limitaciones de nuestra educación realmente existente. Enseguida, se la somete a un ambiguo régimen dual que la llevaría, inexorablemente, a un trato desigual de los estudiantes, según si asisten a instituciones estatales o no estatales. Por lo tanto, no se garantiza, ni siquiera formalmente, la igualdad de oportunidades educacionales para todos. A esto se suma una libertad de enseñanza truncada, que no incluye el derecho a organizar colegios públicos no estatales ni reconoce la autonomía de las universidades como una garantía constitucional.
Dotada de tal cantidad de atributos, la educación resulta una utopía inalcanzable. Y el derecho a ella escapa de la realidad, incluso, al reino de lo posible.
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