Por Alfredo Gaete, director académico del Campus Villarrica UC; psicólogo y doctor en Filosofía
Muchos brotes de violencia suelen surgir como reacción de sus perpetradores a situaciones de violencia a las que ellos han estado expuestos con anterioridad. Esto, creo, es (parte de) lo que puede explicar la ola de violencia escolar tras el regreso a la presencialidad postpandemia.
Durante los casi dos años de confinamiento, que para la mayoría de la gente fueron años de “encierro” y “restricciones”, para muchos escolares fueron en realidad meses de libertad relativa. Antes de la pandemia, cuando asistían regularmente a clases en sus establecimientos, sus grados de libertad eran escasos: se levantaban a la hora que otro establecía, se vestían al modo en que otro establecía y se dirigían a un establecimiento en el que, durante buena parte del día, otros les iban a decir qué hacer y cómo hacerlo, sobre qué asuntos pensar, dónde y con quién hacerlo y de qué hora a qué hora. Los arquitectos que diseñan escuelas a veces hablan del edificio “tipo cárcel” para referirse al tipo de edificio que se les pide construir en las licitaciones, porque se trata de un espacio pensado principalmente para vigilar y controlar (a veces, cuando hago clase a docentes del sistema escolar, les muestro fotografías de espacios internos de prisiones y escuelas, y nunca son capaces de decir con certeza cuáles son cuáles. Se parecen demasiado.) Dentro de estos espacios, un “inspector” u otra figura similar chequea que cada estudiante venga vestido de la manera “correcta”, como si el derecho a la educación pudiese condicionarse a la vestimenta; o, peor, como si la escuela tuviera derecho a legislar sobre el cuerpo de sus estudiantes. La educación inclusiva viene poniendo de relieve hace décadas que prácticas como estas rayan en la inmoralidad, y sin embargo siguen siendo comunes en buena parte de nuestro sistema escolar, incluso en muchas instituciones que se describen ellas mismas como “inclusivas” (cada uno se puede describir como quiera, pero eso no significa que así sea.)
En estos espacios de alto control y vigilancia, cuya violencia “simbólica” (y no simbólica también) ha sido bien documentada por la teoría y la investigación educacional (reciente y antigua), el estudiantado tiene muy pocas instancias en las que puede ejercer su libertad, a tal punto que incluso antes de la pandemia muchos niños, niñas y jóvenes se veían lo suficientemente agobiados como para requerir apoyo psicológico por parte de profesionales de la salud. A mí, por ejemplo, me tocó atender varios casos como estos, en psicoterapia y en las escuelas mismas cuando trabajaba como psicólogo escolar. Para estos estudiantes, y quizá aún más para quienes no han tenido la posibilidad de recibir este tipo de apoyos, la alternativa de una contrarespuesta violenta puede volverse tentadora. Pero esto se hace especialmente cierto, creo, con el regreso a las clases presenciales después de casi dos años en los que, de manera excepcional, muchos escolares tuvieron una experiencia de libertad relativa, lejos de los espacios de control y vigilancia habituales. Ahora, expuestos nuevamente a las restricciones impuestas por la escuela, limitados otra vez sus movimientos al pequeño reducto de su “puesto” en la sala y obligados otra vez a pasar por un desfile de clases frontales cuya didáctica parece ignorar casi completamente que durante los últimos dos años han pasado cosas en el mundo –que esos dos años no son un paréntesis que se puede doblar y guardar en el bolsillo–, las y los estudiantes enfrentan un quiebre, un paso demasiado abrupto desde la libertad a la violencia simbólica de una institución opresiva que, como decía un conocido educador, parece haber sido diseñada para otra época. Y ya sabemos muy bien lo que puede pasar cuando personas que durante mucho tiempo se han sentido violentadas sistemáticamente, pierden la compostura. O espero que a esta altura lo hayamos aprendido. La violencia no viene solo de quienes destruyen los espacios públicos, sino también –y con anterioridad– de las instituciones públicas y privadas que han violentado sistemáticamente los derechos fundamentales de estas personas.
Hoy necesitamos más que nunca revisar la violencia de nuestras prácticas supuestamente “educativas”. El desafío, a mi juicio, es transformar esos espacios de control y vigilancia en espacios democráticos de diálogo y participación ciudadana. Una escuela en la que el estudiantado tiene escasos grado de libertad es un espacio violento que llama a la violencia. Para salirnos de este círculo de violencia, necesitamos aumentar y enriquecer los espacios de participación democrática en las escuelas; y eso implica dar a los niños, niñas y jóvenes la posibilidad real de tomar decisiones sobre sí mismos: sobre sus cuerpos y sobre sus actos. En una escuela inclusiva de verdad, parte importante de lo que ocurre se debe a los intereses y la acción de su estudiantado. Si no entendemos esto, la violencia escolar no cesará. Y esa violencia es lo primero que tenemos que erradicar para vivir en una sociedad pacífica y respetuosa, porque la escuela es uno de los dispositivos fundamentales a través de los cuales se construye una sociedad. Abramos, pues, espacios escolares flexibles, creativos y amistosos. Nuestros niños, niñas y jóvenes no quieren volver a la cárcel
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