Educación en los programas presidenciales
“Las medidas propuestas carecen de eje y prioridad. En general, no se sabe cuánto tiempo demorarían en diseñarse, aprobarse y aplicarse, ni tampoco se conoce el gasto involucrado. En fin, el cuadro general que emerge es poco alentador”.
Los candidatos presidenciales que hoy compiten por atraer el voto popular dedican una sección de sus respectivos programas a la educación. Allí combinan, habitualmente, elementos de diagnóstico, principios rectores y medidas de política.
Los diagnósticos son, sin excepción, débiles. No ofrecen propiamente un estado de la situación. Carecen de foco y rigor. No mencionan que los resultados del aprendizaje escolar están estancados y que estamos ante una crisis de personal docente. Tampoco reconocen que Chile posee hoy —entre los países de la OCDE— el segundo mayor gasto en educación, después de Noruega, expresado como porcentaje del PIB. El espacio para incrementar el gasto es mínimo.
Por último, pasan por alto que la educación superior se desenvuelve en un entorno legislativo contradictorio, su dinamismo se detuvo y los recursos destinados a las ciencias y humanidades son absurdamente bajos.
Por el contrario, proliferan en los programas presidenciales los principios rectores; la retórica abstracta. Se caracterizan, en su mayoría, por usar un lenguaje educacional a la moda; hablan de educación integral, inclusiva, socioemocional, territorializada, humanista, pública-gratuita-de calidad, no-discriminatoria y consagrada como un derecho universal bajo tutela de un Estado garante. Desde ya, muchos de estos conceptos —u otros similares— están incorporados en nuestra legislación.
Solo los candidatos extremos, a uno y otro lado, se apartan de este patrón discursivo.
El programa de Artés proclama que “el gremio de profesores será actor principal en la formulación de los principios generales de la educación del país”. Contempla un Plan Nacional de Educación, como parte integrante del Sistema Nacional de Planificación Quinquenal (todo con las correspondientes mayúsculas). Y considera “la expropiación de las edificaciones suntuarias” para habilitar nuevos establecimientos escolares e internados.
En el otro extremo, Kast anuncia que eliminará (sic) la reforma educacional actual, derogará “la mal llamada ley de inclusión” y reintroducirá el copago en los colegios. También pondrá fin a la gratuidad de la enseñanza superior. Y, junto con prometer “cursos formativos para adquisición de valores”, al mismo tiempo da noticia que “los programas y contenidos del currículum que constituyan propaganda o apoyo al aborto (sic) y las ideologías de género (sic) serán eliminados”.
En breve, los enunciados rectores —a la moda o en los extremos— nos ponen frente a las retóricas previsibles, pero entregan escasa claridad sobre la real orientación de las políticas que cada candidato desea impulsar. Debemos, por lo mismo, revisar las medidas contenidas en los programas presidenciales.
Suman más de cien, sobre diversos asuntos, dirigidas a la educación temprana, preescolar, básica, media y superior. La variedad de tópicos es caleidoscópica: régimen jurídico de los jardines infantiles, gobierno de las instituciones, su financiamiento, docentes (su preparación inicial, estatus, remuneración, carrera, capacitación y evaluación), estudiantes y su bienestar, currículo, población vulnerable, deuda (de estudiantes y con los docentes), gestión, educación cívica y del inglés, alumnos inmigrantes, familias, educación sexual, jornada escolar, digitalización, etc.
Dentro de cada programa, las medidas propuestas carecen de eje y prioridad. En general, no se sabe cuánto tiempo demorarían en diseñarse, aprobarse y aplicarse, ni tampoco se conoce el gasto involucrado. Muchas parecen improvisadas. Y hay silencio respecto de cuestiones fundamentales: por ejemplo, las leyes marco vigentes —ley general de educación, ley de educación superior, leyes que crearon las agencias de calidad y superintendencias— ¿serán mantenidas, modificadas o sustituidas? Se espera aumentar el presupuesto educacional, ¿cuánto, cómo y en favor de qué nivel?
En fin, el cuadro general que emerge es poco alentador. Hay demasiadas medidas sin base diagnóstica y sin principios robustos que las orienten. Por el contrario, falta un pronunciamiento claro sobre cómo superar el estancamiento actual de los aprendizajes, su desigualdad y los efectos de la pandemia sobre ellos.
Hay gran confianza en el Estado, que es invocado como palanca de solución para casi cualquier problema que afecta a la educación. Nada se adelanta, sin embargo, sobre qué se hará para superar las flaquezas, fallas y frustrante desempeño del Estado —durante la última década— en el sector educacional. ¿Asistiremos a más de lo mismo? ¿Soluciones burocráticas, intervenciones mal diseñadas, implementaciones tardías e incoherentes, idealismo de los fines e ineptitud en el manejo de los medios?
La educación se ha convertido, en el mundo entero, en un laboratorio o campo experimental donde se ponen a prueba las innovaciones no solo tecnológicas, sino también sociales, políticas y culturales que crearán los escenarios del futuro. Formar a las generaciones que nacen hoy y prepararlas para conducir una buena vida durante el transcurso del presente siglo no es una tarea imposible, pero sí sumamente difícil. Equivale a diseñar la educación como puentes que llevan a un territorio que debemos imaginar, pero que no conocemos.
Las propuestas presidenciales están lejos de tener ese sentido de futuro, así como carecen también de prioridades. Esto obligará a los candidatos que ingresen al balotaje, y a las fuerzas que los respalden, a definir planes de gobierno en términos más precisos y con mayor sensibilidad frente a los desafíos que tenemos por delante. Sacar a la educación del estancamiento en que se encuentra, dotarla de una similar calidad en todos los establecimientos y darle un giro hacia la innovación será el mayor reto para las políticas en este sector.
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