Publicado el 04 de agosto, 2020
Elites políticas y desafíos de cinco esquinas
En Chile, la cuestión del liderazgo político depende en estos momentos, precisamente, de cómo evolucione la configuración de las elites, su competencia y circulación, o la sustitución forzada de la actual por otra distinta.
“Ahora, ese barrio se había degradado y sus calles eran peligrosas”.
Mario Vargas Llosa, Cinco Esquinas, 2016.
I
A propósito de la debilidad, incluso vacío, de liderazgo político que experimenta nuestra sociedad, surgen insistentemente dos preguntas. Primero, cuál es la explicación para ese déficit de liderazgo político. Segundo, qué perspectivas hay de superarlo.
Estas interrogantes volvieron a aparecer recientemente a propósito de, por un lado, la cuenta pública del Presidente Piñera, donde buscó retomar la conducción de la agenda y, por el otro, la insistencia de las fuerzas opositoras por ofrecer un liderazgo alternativo.
Sin embargo, de un lado al otro del espectro ideológico hay conciencia de que dicha debilidad o vacío de liderazgo existe. De hecho, diferentes actores políticos compiten por ofrecer la mejor vía para superarlo: unidad frente a los estragos de la pandemia, plan de reactivación de la economía, itinerario constitucional, fortalecimiento del orden y la seguridad, incremento del gasto social de emergencia. Y así por delante.
II
Por el momento ninguna de esas ofertas funciona pues la agenda de asuntos se mueve y gira al ritmo de unos factores que los agentes políticos no controlan. Efectivamente, estamos ante un escenario complicado donde confluyen varias crisis y problemas graves.
En primer lugar, los vaivenes del contagio y las muertes causados por el Covid 19. La sociedad y la economía están administradas por estadísticas y predicciones de orden sanitario. Vivimos dentro de algo así como un prolongado paréntesis, con las rutinas de la normalidad suspendidas, en un orden artificial que responde a los dictados de la peste. En estas condiciones, construir liderazgos se torna más y más difícil.
En segundo lugar, la crisis de la economía, con un crecimiento paralizado y en progresivo deterioro, pérdida de los ingresos familiares, desempleo masivo y gente consumiendo sus ahorros. No solo será éste un año perdido para el crecimiento —y una vuelta atrás en el nivel de vida de los hogares—, sino, más grave, expondrá con mayor dramatismo las brechas que nos separan, el férreo lazo que existe entre orígenes y destinos, y la muy desigual distribución de las oportunidades de vida (y muerte). La política como ejercicio de gobierno adquiere así una especial gravitación y seriedad.
Tercero, la violencia que retorna a las calles pone en tensión a la población, a la vez que genera la imagen de una policía desbordada. Su recrudecimiento en la Araucanía, descrito en otra columna de este medio por José Antonio Viera-Gallo —descarrilamientos de trenes de carga, atentado contra la torre de control del aeropuerto, corte de caminos, quema reiterada de camiones y maquinaria agrícola y forestal, intento de volar el viaducto del Malleco y ocupación simultánea de varios municipios— amenaza con estallar de la peor forma, haciendo presagiar que el tema de la violencia podría escalar aún más dentro de la agenda de las próximas semanas o meses. Es un desafío particularmente agudo para el nuevo gabinete y sus ministros encargados de la coordinación política que, en adelante, tendrá que lidiar probablemente con una multiplicación de focos violentos.
Cuarto, la desintegración social que viene provocada por la suma de las anteriores dinámicas —el reinado de la peste, el coma inducido de la economía, la violencia que resurge como hogueras en la noche— genera fenómenos psicosociales y culturales tales como un extendido malestar, resentimiento, anomia, pérdida de cohesión nacional, alienación, exceso de estrés, conductas antisociales, delitos, desestructuración de los planes vitales de individuos y familias, deterioro (¡todavía más!) de la confianza interpersonal y en los dispositivos de autoridad, abatimiento, incertidumbre o desesperación, frustración de expectativas, deterioro del bienestar personal y colectivo. Este es sin duda un clima explosivo y de muy difícil manejo, con el cual deberá medirse cualquier futuro liderazgo.
Quinto, el entrampamiento político-institucional provocado por la mezcla de desconfianza generalizada en las funciones de autoridad, la baja capacidad de entendimiento entre gobierno y oposición, y el cuadro de intensa competencia y confrontación política que se avecina, abre una etapa de alto riesgo y extendida incertidumbre. En efecto, corresponde emprender —en medio de las serias turbulencias que afectan a la sociedad— una suerte de refundación nacional: recambio completo de reglas del juego político y nueva institucionalidad del Estado (momento constitucional); reconfiguración del poder Ejecutivo con una nueva administración de gobierno; conformación de las próximas mayorías y minorías en el Congreso; elección de los gobiernos a nivel regional y municipal, y, como consecuencia de todo lo anterior, una significativa rotación del personal directivo (elite política) que deberá hacerse cargo de conducir la navegación para el tiempo que viene a partir del próximo año.
Navegar y sortear esta situación —donde se reúnen cinco esquinas por donde confluyen esas crisis, problemas y asuntos extraordinariamente intrincados— supone la existencia de un personal directivo en condiciones de llevar el timón y conducir (gobernar) la nave. Metafóricamente, equivale a no quedar atrapado dentro de una zona degradada que se vuelve peligrosa, parafraseando el epígrafe tomado de Vargas Llosa. Como explica él mismo, eligió el nombre de su esta novela pues “tiene una cierta connotación simbólica que de alguna manera ha seguido esos vaivenes, esos contrastes tan profundos de los que está hecha la historia del Perú. Períodos de apogeo, de decadencia, de sosiego, de encono y de violencia». Cinco esquinas simboliza aquí igual numero de situaciones que, combinadamente, podrían atrapar a nuestro país y ponerlo en riesgo de joderse.
III
Pues bien, ¿tenemos el personal directivo capaz de ejercer ese liderazgo eficaz que el país requiere?
Una respuesta a esta pregunta necesitaría más de una columna y de una sola cabeza; al menos un par para cada esquina de las cinco. Con todo, puede aventurarse desde ya que en la actual constelación chilena no resulta facil identificar liderazgos en condiciones de llevar adelante tan difícil navegación.
Lo cierto es que toda sociedad necesita, para asegurar su gobernanza, ese personal y liderazgos efectivos; elites, en una palabra, término que la sociología de tradición weberiana emplea para el análisis del poder, aunque hoy se lo tilde de políticamente incorrecto.
En efecto, ¿existe acaso alguna sociedad histórica o contemporánea que haya funcionado sin un personal directivo que ejerce las funciones de mando, independiente de si ese mando se halla legitimado en base a una tradición o religión, al derecho y las reglas estatuidas, al carisma del jefe, o a otras creencias? Las revoluciones que echan abajo a un gobierno y alteran de raíz un régimen de poder, sepultando a las elites del antiguo orden, ¿no instituyen acaso de inmediato a una nueva elite, sea la vanguardia del partido revolucionario, o el comando armado de la rebelión, o una nueva oligarquía triunfante? Y los golpes de Estado exitosos, ¿no crean acaso su propia elite militar y civil, cómo conocimos de cerca en Chile?
Últimamente está en boga oponer pueblo y elite, como si fuesen dos términos antagónicos o excluyentes; ésta una minoría obscenamente privilegiada y acumuladora de capitales de todo tipo y aquel un espacio mayoritario y diverso de los desposeídos y abusados. Mas, ¿no ha ocurrido siempre —y sucede también hoy— que los movimientos populistas enfilados contra la elite dominante terminan también generando su propia minoría gobernante, como es tradicional en América Latina, desde Perón hasta Chávez/Maduro, desde Fujimori en Perú a Ortega en Nicaragua?
Al contrario, las sociedades democráticas se caracterizan por poseer elites políticas que compiten por el voto ciudadano, deben legitimarse representativamente y gobiernan bajo el escrutinio público y la crítica. Según señala Schumpeter, “el método democrático es aquel sistema institucional de gestación de las decisiones políticas que realiza el bien común, dejando al pueblo decidir por sí mismo las cuestiones en litigio mediante la elección de los individuos que han de congregarse para llevar a cabo su voluntad”.
Por lo mismo, la ventaja de la democracia, en comparación con cualquier otro sistema y método de conformación de elites, es que éstas se hallan sujetas a la opinión y deliberación pública, deben luchar por legitimarse y rendir cuentas, y, sobre todo, deben circular, renovarse internamente o dar paso a elites contendientes que, idealmente, se alternan desplazándose unas a otras.
IV
En Chile, la cuestión del liderazgo político depende en estos momentos, precisamente, de cómo evolucione la configuración de las elites, su competencia y circulación, o la sustitución forzada de la actual por otra distinta.
Por lo pronto, la elite gobernante, agrupada en torno a la alianza de los partidos de derecha (RN, UDI y Evopoli) y alimentada desde diversas fuentes por personal, redes e ideas —think tanks, centros universitarios, gremios empresariales, piñerismo como red de seguidores, círculos de iglesia católica, grupos herederos del pinochetismo, etc.— aparece inestable, cruzada por tensiones internas, con escasa coherencia ideológica y, sin embargo, favorecida por la administración del gobierno y el respaldo de gran parte del empresariado, los medios de prensa y la elite social tradicional. Con todo, no ha logrado —como prometía la reelección de Piñera a la presidencia de la República— estabilizar un patrón de gobernanza en condiciones de proyectarse y competir exitosamente con las izquierdas por el electorado de centro.
Ha resultado ser una elite impermeable a —o poco atractiva para— otras fuerzas o grupos originados fuera de los terrenos de la derecha. Además, su configuración ideológica ha seguido una deriva curiosa, desperfilándose cada vez más en su intento por absorber postulados sociales, al tiempo que empieza a abandonar —por imposición de las circunstancias globales y nacionales— su identidad neoliberal y su trasfondo cultural conservador. En breve, ella no aparece ni se proyecta como una elite robusta ni con algún potencial hegemónico, en sentido gramsciano. Más bien, carece de relato y transmite la rara impresión de estar “fuera de lugar”, a ratos sin sensibilidad para comprender y asumir un desafío de cinco esquinas.
Al frente, del lado contendiente, el amplio arco político-ideológico que va del centro hasta las izquierdas de diverso tipo, carece actualmente de una elite que le dé expresión y lo proyecte en el campo político. El gradual deshilachamiento de la elite concertacionista, que por veinte años dominó dicho campo, gobernando la transición a la democracia y la modernización de la sociedad chilena en todos los aspectos —y con todas las tensiones que tal proceso significó— creó un vacío que aún no se llena. En su lugar reina una confusión de ideas, ideologías, proyectos e identidades.
Dentro de dicho amplio arco se prefiguran gruesamente dos núcleos de elites en competencia. Uno en torno al Frente Amplio —con su abanico de partidos, grupos, colectivos y líderes y sus centros de pensamiento, redes de comunicación y movimientos sociales de protesta— y, el otro, que agrupa sueltamente los restos de la alianza electoral de la ex-Nueva Mayoría (NM), incluyendo una serie de partidos históricos semi-renovados, capas tecnocráticas y redes de experiencia gobernante. Al medio de ambos núcleos, en una posición crecientemente de bisagra, el PC, con una sensibilidad ideológica más afín al FA y una dosis de pragmatismo y tradición que lo mantiene conectado al núcleo histórico de la ex NM.
Ambos núcleos poseen códigos ideológicos distintos —populismo de ruptura democrática el FA, socialdemocratismo reformista la ex NM— y sus planteamientos estratégicos difieren, pues ambos aspiran a convertirse en elite dominante, capaz de reemplazar y subordinar a la elite de derechas durante un tiempo largo. Los proyectos de sociedad y modelos de desarrollo de ambos nucleos parecen diferir menos, aunque todavía no decantan ni adquieren un perfil suficientemente definido como para admitir comparación. Por fin, entre ambos núcleos existen también vasos comunicantes y empieza a haber mayor fluidez intergeneracional.
El periodo de los próximos 18 meses, con su secuencia de elecciones de diverso tipo y un plebiscito constitucional ad portas, intensificará la competencia entre ambos núcleos pero creará también oportunidades para una mayor cercanía, estimulada por intereses electorales convergentes y la posibilidad de llegar a la conformación de una elite política de izquierdas que facilite arreglos pragmáticos de repartición del poder.
V
Por último, podría ocurrir, también, que la situación de cinco esquinas —con crisis entrecruzadas y problemas combinados de alta complejidad— se prolongue dentro de un cuadro con liderazgos débiles y sin elites sólidamente establecidas para hacerle frente, lo que augura alta volatilidad, relativa inestabilidad, crecientes tensiones y una gobernanza sin base socio-política que sustente liderazgos a la altura de los asuntos que enfrentamos.
En el peor de los escenarios posibles, este tipo de constelación de factores —v. gr., ausencia de elites políticas y de liderazgos efectivos legitimados, junto con prolongación y/o agravamiento de las crisis y problemas de cinco esquinas— puede llevar a salidas aparentemente anti-elitarias, de sustitución forzada del personal directivo, recurriendo (habitualmente) al carisma encarnado por un jefe. Éste llena el vacío de liderazgo en virtud de sus propias características personales que el pueblo reconoce como salvadoras o reparadoras, al punto de otorgarle la autoridad para redefinir las reglas del juego por sí solo o bajo su control. Asimismo, un líder de este tipo crea a su alrededor, prontamente, una nueva, propia elite, elegida a dedo, usualmente con un eje familiar y de nepotismo, y una clientela cortesana y redes cada vez más amplias de influencia, patronazgo e intercambio de beneficios hacia el resto de la sociedad.
El tiempo que viene será intensamente político y determinará el futuro de Chile para la primera mitad del presente siglo.
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