Resiliencia como ideal educador
“Los tiempos que vienen, sujetos a varias crisis convergentes, requerirán un ideal educador diferente al que antes primó en muchas partes de Occidente. La resiliencia aparece como un intento por recuperar el significado de antiguas virtudes, inscribiéndolas en una moderna ética de responsabilidad“.
¿Es resiliencia un término apropiado para el ideal educador llamado a orientar nuestra educación a lo largo del siglo 21? En su clásico estudio sobre la paideia, el arte de la educación en la antigua Grecia, Werner Jaeger señala que “la educación no es posible sin que se ofrezca al espíritu una imagen del hombre tal como debe ser”.
Efectivamente, cada civilización, época, sociedad o nación imagina un tipo humano ideal que la educación debe formar. Por ejemplo, la areté (virtud) espartana era el valor del guerrero. Como escribió el poeta de esa comunidad: bueno es para la ciudad y para el pueblo “que el hombre se mantenga en pie ante los luchadores y ahuyente de su cabeza toda idea de fuga”.
Distinta es la virtud cívica invocada por Sócrates, emparentada con la pacífica vida en común dentro de la polis. Platón, por su lado, exalta el ideal de un Estado jerárquico donde las virtudes por excelencia son mandar y obedecer. Desde entonces aparece como la utopía del ideal autoritario.
En la sociedad medieval, las virtudes grecolatinas pasan a ser parte de una cultura íntegramente religiosa, cristianizándose. En adelante, prudencia, fortaleza, templanza y justicia quedan sujetas a la moralidad definida por la Iglesia. Y a ellas se agregan las virtudes paulinas: fe, esperanza y caridad.
En el siglo XVII, el monje moravo Juan Amós Comenio enuncia un ideal educativo casi moderno. Proclama que las escuelas deben enseñar todo a todos, de modo que las personas estén en este mundo “no solo como espectadores, sino también como actores”.
El racionalismo moderno trajo consigo diversos, sucesivos, ideales educadores: la idea alemana de una Bildung (autocultivo en la tradición del humanismo), el positivismo cientificista, el modelo cultural del gentleman cristiano del cardenal Newman, el profesional especialista, el individuo autónomo dotado de derechos.
Los tiempos que vienen, sujetos a múltiples crisis convergentes —ecológica, pandémica, política, de pobreza, del orden global, de inseguridad y de refugiados e inmigrantes—requerirán un ideal educador diferente a aquel que primó previamente en muchas partes de Occidente. En efecto, ese ideal pretérito respondió a la figura del constructor que domina y transforma su entorno entregándose en cuerpo y alma a la producción y organización del mundo. Esta visión —y las narrativas que la acompañan, trátese de la modernidad, el capitalismo schumpeteriano, los socialismos reales o las revoluciones industriales— dejó una huella de desigualdades y escombros, pero produjo un extraordinario desarrollo de las fuerzas productivas.
Sin embargo, la educación del futuro requiere nuevas virtudes. Ya no basta con el mito de Prometeo, del progreso infinito o del inagotable poder del capital. Pero ¿es la resiliencia frente a la adversidad, los riesgos y la incertidumbre una respuesta adecuada?
En lenguaje cotidiano, resiliencia es la capacidad de sobreponerse a situaciones perturbadoras mediante el aprendizaje de nuevas habilidades. Por lo mismo, nada tiene que ver con conformarse meramente a situaciones adversas o aceptar las injusticias circundantes. No es resignarse al peor de los mundos posibles.
Al contrario, trata de la fortaleza o perseverancia (antigua virtud aristotélica), ahora rebautizada en inglés como grit, disposición compuesta por fuerza de voluntad y determinación en la prosecución de un objetivo (A. Duckworth). ¿Significa esto que la resiliencia es un valor o un rasgo del carácter orientado esencialmente a soportar shocks, tensiones y estrés, y a aceptar la incertidumbre y falta de sentido? En otras palabras, ¿propone un abatimiento y un acomodo frente a la adversidad?
No es así. No sugiere renunciar al mundo ni escapar del mismo; más bien, predispone a enfrentarlo con voluntad y determinación, sin discursos grandiosos, sabiendo que la etapa histórica que viene no será una belle époque ni exaltará la cultura burguesa. Significa, por lo mismo, abandonar la ideología del éxito y los exitosos para enfrentar con sobriedad los rigores de la época.
Como ocurre con otros ideales educadores, también la apropiación y ejercicio de la resiliencia tienen una base desigual en la sociedad, tanto en términos de capitales familiares —económico, social y cultural— como de estratificación de las formas de vida. Por eso, más que de un rasgo fijo del carácter o de un mérito individual, conviene concebirla como un hábito; una capacidad aprendida a lo largo de una trayectoria educacional.
También va más allá de un desempeño cognitivo y del ámbito escolar únicamente. En efecto, se refiere a una orientación general de la sociedad y del sistema educacional que, gradualmente, debería generar una cultura de la resiliencia, así como antes se creó una cultura de altas expectativas, abierta a la carrera del éxito individual y basada en la idea de derechos personales infinitamente expansivos, sin contrapartida en una ética de deberes igualmente amplia y compartida.
En suma, la resiliencia no es, ni debería ser, aceptar resignadamente las limitaciones de los ciclos negativos del bienestar y las crisis convergentes que probablemente sobrevendrán después del lento retiro del covid-19. Tampoco puede ser una coartada para preservar las estructuras que generan desigualdades y abusos en la sociedad.
Al contrario, es un intento por recuperar el significado de las antiguas virtudes inscribiéndolas en una moderna ética de la responsabilidad, basada en el realismo del análisis, la fortaleza frente a la adversidad y la prudencia para gestionar crisis y riesgos extraordinarios que serán parte de nuestro turbulento siglo 21.
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