¿Uniformar las universidades?
Carlos Peña: “Por supuesto, es urgente regular el sistema: tratar mejor a las universidades estatales; espantar a las instituciones que al lucrar transgreden la ley; remover las barreras económicas de acceso a los más desaventajados; asegurar que en las universidades no existan relaciones de simple propiedad…”
Los redactores del proyecto están conscientes de que las condiciones materiales de la existencia determinan casi todo lo demás, y de ahí entonces que sea el financiamiento el aspecto central en el que el borrador se detiene.
En síntesis, el proyecto prevé un sistema de financiamiento público al que, de pleno derecho, quedarían adscritas las universidades estatales y al que voluntariamente podrían sumarse las universidades privadas. Así, todas ellas podrían conferir gratuidad a una parte de sus estudiantes. Al hacerlo quedarían sujetas a un régimen de aranceles regulados y el volumen de su matrícula decidido por la futura Subsecretaría de Educación Superior. Las universidades privadas que no adscribieran podrían, en cambio, fijar libremente sus aranceles y el número de matrículas disponibles.
Un sistema como ese debe ser evaluado desde el punto de vista cultural.
Ocurre que las universidades no son simples organizaciones en las que se forma capital humano (este prejuicio fue expandido durante mucho tiempo por la ideología neoliberal, cuya influencia al parecer también caló en los redactores del borrador), sino que se trata de proyectos culturales que aspiran a influir en la esfera pública, formar competitivamente las élites, disputar su presencia en ellas y promover determinados puntos de vista acerca del mundo en que vivimos. Si las universidades fueran simples factorías para enseñar destrezas para el trabajo o instituciones que transmitieran formas de vida uniformes (como ocurrió en la época de formación del Estado nacional) o simple conocimiento técnico (como lo creyó el positivismo) por supuesto podrían someterse sin desmedro alguno a un control centralizado y tecnocrático que determinara qué programas son socialmente útiles, en qué número y cuántos recursos requieren. Pero cuando las universidades se conciben como instituciones de cultura, como proyectos que se esfuerzan por promover formas de vida, cuando tratan de permear a las élites con ellos y contribuir así a hacer más diversa la esfera pública y más dinámica la comunidad política, ellas no pueden, sin padecer perjuicio, aceptar sin más el control centralizado.
Un buen ejemplo de lo anterior -alojado en el mismo origen del sistema universitario chileno- se encuentra en la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Se trata de una universidad para la cual no es indiferente carecer de la posibilidad de fijar el volumen de sus vacantes, el número de sus programas o los recursos de que dispondrá. Como su esfera de influencia cultural e intelectual es función de los recursos de que dispone, los programas con que cuenta y el número de estudiantes que forma, privarla del control de ellos para entregarlos a una decisión tecnocrática (todo lo cual se produciría en el futuro sistema de financiamiento público si un proyecto como el del borrador se aprueba) es impedir o dificultar que lleve adelante el propósito cultural que la inspira desde mediados del siglo XIX.
Lo que vale para la Pontificia Universidad Católica (que en Chile ayudó a conformar una parte de la esfera pública) vale también para algunos otros proyectos universitarios, algunos también católicos y otros laicos y liberales, que se conciben a sí mismos no como meros transmisores de destrezas profesionales, sino como proyectos culturales que aspiran a influir a las élites y moldear la opinión pública.
Decidir que el Estado determine las condiciones materiales de la existencia de esas instituciones arriesgará la diversidad y la competencia de ideas que enriquecen la vida colectiva y hacen más dinámica la cultura democrática. No es cierto que un conjunto de instituciones uniformemente reguladas en base a criterios tecnocráticos (o lo que sería peor, políticos) mejorará la educación superior chilena. Sin algún grado de competencia entre ellas, sin autonomía para fijar su tamaño o establecer aranceles diferenciados, sin la posibilidad de expandirse para promover puntos de vista en sectores sociales cada vez más amplios, las élites que se forman en ellas no serán más diversas ni mejores de lo que son hoy.
Por supuesto, es urgente regular el sistema: tratar mejor a las universidades estatales; espantar a las instituciones que al lucrar transgreden la ley; remover las barreras económicas de acceso a los más desaventajados; asegurar que en las universidades no existan relaciones de simple propiedad; impedir que el sistema en su conjunto se rija por el sistema de precios; garantizar la autonomía intelectual de sus miembros, y promover la deliberación a la hora de gobernarlas.
Pero una política pública que pone a las instituciones en el dilema de o aceptar condiciones que inevitablemente las uniformarán o resignarse a ser instituciones que atienden solo a quienes pueden pagar por ellas no cumplirá bien ninguno de esos objetivos.
Y es que someter a las universidades a la mera técnica de la administración estatal no contribuirá a que se curen de los indudables defectos que en ellas introdujo el mercado.
Carlos Peña
Rector UDP
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