Columna publicada ayer en el diario La República del Perú, por Manuel Burga, ex Rector de la Universidad de San Marcos, Lima, sobre un libro del ex Rector de la Universidad Nacional de Colombia, Víctor Manuel Moncayo.
La universidad colombiana
Jue, 28/05/2009 – 20:35
Por Manuel Burga
El 22 de setiembre de 2002, cuando fui invitado a la celebración del aniversario de la Universidad Nacional de Colombia, conocí muy rápidamente, en medio de diversas actividades, a su rector, el abogado, intelectual progresista, Víctor Manuel Moncayo.
Ahora, muchos años después, ha llegado a mis manos su libro, Universidad Nacional. Espacio crítico. Reflexiones acerca de una gestión rectoral, Bogotá, 2005, 217 pp., que me permite comprender mejor –como nos sucede a menudo– los gestos y palabras de alguien que conocimos superficialmente. También recuerdo a Juan Ramón de la Fuente de la UNAM, Luis Riveros de la U. de Chile, y a Jacques Marcovitch de la USP de Sao Paulo, a quien fundamentalmente leí después. Todos ellos rectores comprometidos en un esfuerzo común: la defensa de la universidad pública.
La noche de ese día nos reunimos en el gran auditorio Paul de Kruiff, donde presencié una inolvidable velada musical, “Al encuentro con la ciudad”, en la cual premiaron a los mejores compositores de música popular colombiana. Recuerdo que premiaron al maestro Rafael Escalona, lamentando que no se encontrara Carlos Vives para interpretar alguna de sus canciones, pero esta ausencia pasó desapercibida luego que la Orquesta de Cámara de Bogotá interpretara magistralmente una de sus composiciones más conocidas. Se premiaron a ocho compositores y me pareció que se trataba más bien de un interesante encuentro con el país.
Pero no quiero hablar de recuerdos, sino de su libro que he mencionado, que me confirman sus gestos y sus palabras, que transmite una memoria algo dolida, en un discurso que habla de la historia de la Universidad Nacional de Colombia, de su frágil autonomía, de los desafíos nacionales e internacionales, pero también de sus fortalezas. Me llamó la atención, aquella vez, los discursos de un rector que no tenía dificultad en citar a Derrida, Foucault, Althusser y a clásicos como Marx. No me sorprende ahora que ese mismo año haya entregado el doctor honoris causa a Juan Ramón de la Fuente por su defensa de la universidad pública y a Noam Chomsky por su crítica a una globalización que podría potenciar la pobreza y la desigualdad entre los países.
Me llamó sí la atención el énfasis que ponen los colombianos en su universidad como una institución republicana, fundada por el general Santander en 1826, junto a la de Quito y Caracas, y refundada en 1867, año que muchos consideran el de su real fundación. Es un modelo que no existe en nuestro país, el de una universidad central con sedes en Medellín, Manizales, Palmira, Arauca, San Andrés y Leticia; con 43, 000 estudiantes, 26 mil en la sede central de Bogotá y el resto en las sedes regionales.
La UNC es presentada como una institución pública, estatal, comprometida con el país, como un espacio de investigación, formación profesional, creación humanística y reflexión intelectual, con espíritu crítico. Un espíritu que proviene del liberalismo del siglo XIX y de los movimientos reformistas del siglo XX, que la han convertido en un espacio de autonomía que se reflejaba, cuando la visité, en los graffiti que de alguna manera adornaban su “Ciudad Blanca”, como suelen llamar a su ciudad universitaria de 141 has. Ese espíritu, según Moncayo, se vuelve realidad en la promoción de sus institutos de investigación en las regiones de frontera para entender el cambio climático y la diversidad cultural. Igualmente en la crítica al autoritarismo neoliberal y en la defensa del derecho a la salud, la educación y la seguridad de las mayorías colombianas.
La universidad pública colombiana me ha dejado la impresión de una cierta fortaleza, de instituciones modernas, con estudiantes de diversos sectores sociales, que siempre traté de averiguar cómo se había logrado. Algunos me aseguraron que la respuesta la podría encontrar en la Ley 32 de 1992, una compleja ley universitaria que nació después de una larga discusión pública, que el gobierno siempre ha tratado de ignorar por la dificultad de cumplir con las asignaciones presupuestales que establece. Sin embargo, Víctor Manuel Moncayo no puede ocultar su consternación por la difícil situación que atraviesa la educación superior pública colombiana, donde no existe la universidad que él imaginó, sino una universidad real, posible.
Sin embargo considero que se trata de una universidad pública a salvo, a pesar de todo, gracias a su historia republicana, su ley universitaria y a la activa defensa que hacen los universitarios de sus instituciones. No vivimos una situación similar en nuestro país, donde una clase política diferente, congregada en un Congreso sin eficiencia, ni imaginación, concentrado en la coyuntura, que no legisla para el futuro, ha dejado de lado la elaboración de una ley universitaria condenando a la universidad pública a vivir con una norma de 1983, correspondiente a otro tiempo y otra realidad.
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