Manuel Gila Antón, Colegio de México, 18/07/2015
En memoria de don Anselmo, profesor de vida en la Flacso.
La locomotora no solo arrancó: ya lleva vuelo el tren. Dejó la estación de los proyectos y arrastra los vagones en el campo, amplio a ratos, estrecho y empinado más allá, tan diverso, de la orografía educativa mexicana. Decenas de miles han participado en las evaluaciones: enviaron cartas de sus superiores y muestras del trabajo que realizan; respondieron exámenes, escribieron propuestas para planear clases y mejorar su perfil académico. Los instrumentos aplicados, formas de calificar y los “calificadores expertos”, cuentan con la certificación del Instituto Nacional para la Evaluación Educativa, INEE. Unos distinguirán a los capaces de los no aptos para ingresar a, o permanecer en, la docencia; otros medirán la capacidad para llevar a cabo funciones de dirección, coordinación y asesoría pedagógica. Son, a juicio de los expertos que eligió el Senado, suficientes, confiables y válidos para verificar que el corazón pedagógico tenga ritmo y potencia propios del cambio: presión arterial formativa. Lo han dicho en todos los tonos: la evaluación docente —la valoración de cada individuo— es el corazón de la reforma educativa en curso. Habrá que recordarlo. No olvidemos lo dicho.
Pronto sabremos cuántos y quiénes son declarados aptos para ser (o continuar siendo) docentes, y los adecuados para dirigir, supervisar y asesorar a sus colegas. Serán calificados por 900 maestros —¿quién los habrá elegido y cómo?— llegados de toda la República que, en varias sedes en la capital, les evaluarán (dos por caso, salvo discrepancia en cuyo caso entra un tercero) con base en las guías que les faciliten. Cada uno tendrá asignados, en promedio, a más de un centenar de docentes. Los que no alcancen el nivel idóneo, serán incluidos en programas que les permitan salir, ojalá y pronto, o al menos a tiempo, del atolladero.
Aceptando, sin conceder, que la evaluación docente insufla vida a la reforma educativa por ser su corazón, importa averiguar lo que de ella se espera. Como no es un fin en sí misma, sino un medio para algo, habrá que valorar si la sangre que impulse consigue resolver, o mejorar al menos, el problema educativo en el país: la capacidad de aprender.
El fruto de la reforma se verá a largo plazo, es cierto, pero el INEE puede diseñar un seguimiento del aprendizaje que consiguen suscitar los idóneos en comparación con los no aptos que sigan trabajando en el próximo ciclo escolar o en los siguientes. Si la diferencia es notable, y a favor de los primeros en todos los niveles, con circunstancias y condiciones sociales distintas, habrá evidencia empírica que la causa de todos los problemas, y la solución, pasa, si no exclusiva, sí fundamentalmente por los docentes. Ante resultados distintos, si lo idóneo no es garantía de avance, habrá que realizar dos tareas con urgencia: revisar la pertinencia de la evaluación, e indagar si no habrá factores más o tan importantes como las y los profesores que inciden en el aprendizaje: la desigualdad social; infraestructura y ambientes escolares segmentados; programas de estudio más largos que este sexenio, o el proyecto formativo en las Normales, por ejemplo. Y que lo crucial es la relación indispensable entre estos aspectos.
La prueba de fuego de la actual reforma administrativa de los procesos de ingreso y permanencia del personal docente, en su pretensión educativa, se juega en que los profesores bien calificados generen, por sí solos, avances sustantivos antes impensables. Si no ocurre así, la simplificación mostrará su alcance: páramo. Entonces habrá que recordar lo que se dijo hasta el cansancio sobre el corazón, e insistir que una reforma educativa se finca en la variación bien orientada y fina de un sistema de relaciones o no lo es. Será tiempo de la memoria. Quizá del tiempo perdido. Ya veremos.
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