Entre la universalidad y pluralismos políticos
Es difícil que el Estado vuelva con el esplendor simbólico y real de otros tiempos
Una de las características del derecho moderno fue su pretensión de universalidad. Las normas debían valer para todos en todo tiempo y lugar. Querían superarse los tiempos en que a colectivos particulares correspondían normas propias. Los monarcas, la aristocracia, los sacerdotes, los militares, los comerciantes, los oficios o los indios, tenían regulaciones propias, tribunales y procesos específicos y sanciones diferenciadas. No había relaciones ni confusiones. A distintos sujetos correspondían predicados propios, enunciados como fueros. La Ilustración nos supuso iguales, y el pensamiento jurídico buscó equipararnos. Relevante era ser ciudadano, comprador o vendedor, delincuente o trabajador, y que las normas previeran tratos iguales, juicios en los mismos tribunales y sanciones con las mismas penas.
El ideal ilustrado nunca fue completamente aplicado, pero sí orientó la producción y aplicación normativas. La ideología universal fue tan bien establecida que Anatole France ironizaba sobre la posibilidad de que tanto ricos como pobres murieran de hambre bajo los puentes. El ideal fue ampliamente acogido. Quienes querían la transformación social, como horizonte igualitario; quienes se resistían a ella, como justificación del statu quo. La inercia llevó a suponer que más allá de desigualdades materiales, la fuerza igualadora de las formas jurídicas generaba de por sí la armónica convivencia social, o poco menos.
En las últimas décadas la universalidad del derecho ha sido cuestionada. Las normas dejaron de construirse para ser aplicadas a todos pero, más aun, su aplicación es crecientemente diferenciada. Hay un derecho penal del enemigo, se prevén excepciones regulatorias para empresas de ciertos tipos, hay previsiones específicas para colectivos particulares. De a poco, se han reconstituido los sujetos y sus correspondientes predicados. En muchos casos, las conductas no agotan sin más las condiciones de aplicación de la ley, siendo el sujeto quien las determina.
La aplicación de las normas está aún más diversificada. ¿A quiénes se aplica hoy el derecho nacional? A los delincuentes organizados no, pues el Estado no puede lograrlo; a los lavadores de dinero tampoco, pues no son visibles; a los grupos sociales organizados menos, pues o son clientelas o se teme su poder desestabilizador; a las grandes empresas tampoco, pues se les considera muy grandes para caer. La universalidad de la aplicación está tan rota, que se limita a quienes no caben en ninguno de los numerosos conjuntos de excepción que crecientemente invalidan lo que sigue asumiéndose como regla.
La pérdida de universalidad proviene de muchos factores, entre ellos, la carencia de legitimidad estatal para regularlo todo, acompañada de la incapacidad fáctica y competencial para efectivamente hacerlo; la aparición de competidores en la imposición de reglas de conducta, o la colocación en situaciones en las que ni la regulación ni la coacción estatal llegan. ¿Quién puede ordenar aquello que no alcanza a ver o que, si lo ve, no alcanza a comprender o que, si lo comprende, no puede sancionar al no ser capaz de imponer un acto de fuerza territorial o personal?
Hay quienes piensan que la universalidad puede regresar y que su vuelta gloriosa es cuestión de tiempo. Tengo mis dudas. Para que ello fuera así, el Estado tendría que volver con el esplendor real y simbólico de otros tiempos. Ello es difícil. Los discursos que lo han socavado durante años, mantienen presencia; sus herramientas de corte nacional, no son suficientes en la globalidad; sus actores están tan demeritados, que a pocos esfuerzos creíbles pueden convocar; los diagnósticos tienen como horizonte volver a una época dorada de diferenciación entre lo público y lo privado que la sociedad y sus redes borraron hace años.
No es que todo esté perdido, sino que como todo ni va a ser recuperable ni va a alcanzar las formas históricas ya conocidas. Lo paradójico de nuestro tiempo es que el derecho y las condiciones estatales que lo sustenten, tendrán que encontrar un equilibrio entre la universalidad y la pluralidad, entre lo que debe sernos común a todos y lo que cada cual, individual o colectivamente, puede tener como propio. Curiosamente, tanto los sueños de universalidad como de pluralismo se basan en los derechos humanos. Los hemos sobrecargado de expectativas sin que hayan alcanzado a ser herramientas de verdadera transformación social. Su banalización puede hacernos perder un punto de encuentro entre universalidad y pluralismos. Ello sería un grave error histórico y la vuelta a una situación pre-ilustrada, donde cada cual tendría para sí el derecho que pudiera conquistar y mantener.
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