Bienes inestimables, males inevitables
Una cuestión interesante en medio de la actual crisis de nuestras élites -política, económica, eclesial y de la alta cultura- tiene que ver con el rol de los medios de comunicación, la opinión pública y la élite mediática. Algo de esto adelantamos en una columna anterior al recordar, según advertía Tocqueville, que en los pueblos democráticos el público (la opinión pública) ejerce un poder singular: “No persuade con sus creencias; las impone y las hace penetrar en los ánimos, como por una suerte de presión inmensa del espíritu de todos, sobre la inteligencia de cada uno”.
El público, la mayoría, la opinión común aparecen en la percepción de este intelectual aristócrata francés como una amenaza inseparable de las democracias igualitarias. La mayoría, escribe, se encarga de suministrar a los individuos muchas opiniones ya formadas. “En tanto que la mayoría es dudosa, se habla; pero, desde que se ha pronunciado irrevocablemente, cada uno se calla, y amigos y enemigos parecen entonces unirse de acuerdo al mismo carro”. Es la omnipotencia toquevilliana de las mayorías; la blanda tiranía del conformismo. Observador sutil, nuestro autor concluye que “en los tiempos de igualdad, los hombres no tienen ninguna fe los unos en los otros a causa de su semejanza; pero esta misma semejanza les hace confiar de un modo casi ilimitado en el juicio del público, porque no pueden concebir que, teniendo todos luces iguales, no se encuentre la verdad al lado del mayor número”.
Tampoco escapaba al autor de esas frases que la opinión pública -a la cual él temía- era un fruto de la libertad de prensa; es decir, de los diarios, panfletos y otros medios de comunicación de la época, cuyo poder se dejaba sentir no solamente “sobre la opinión política, sino también sobre todas las opiniones de los hombres”.
Esa libertad, por intermedio de la opinión común que contribuía a crear, modificaba no sólo las leyes sino también las costumbres. De esta forma coadyuvaba a establecer aquella omnipotencia política de la mayoría, aunque simultáneamente servía para defender a los individuos frente a los poderes que buscaban anularlos. “Confieso”, escribió el vizconde de Tocqueville, “que no profeso a la libertad de prensa ese amor completo e instantáneo que se otorga a las cosas soberanamente buenas por su naturaleza. La quiero por consideración a los males que impide, más que a los bienes que realiza”.
Entre el momento de la publicación de La Democracia en América, el libro de Tocqueville que venimos citando, y el momento presente han transcurrido casi dos siglos. Durante ese tiempo la aparición de los modernos mass media (radio, cine y TV) y las nuevas tecnologías de información y comunicación (dispositivos móviles, revolución digital, redes sociales e Internet) ha sido un factor desencadenante de los cambios ocurridos en la conformación de las sociedades, la organización de la política y la circulación de la cultura.
Estos cambios suelen sintetizarse bajo el rótulo de la emergencia de una sociedad del espectáculo. Se trata de algo más preciso, sin embargo. De unas nuevas formas de escenificar la política y producir la realidad en el plano simbólico. Como bien indica Helder Prior, “En la actualidad, la producción de emociones, la conversión de hechos en narrativas, la construcción de personajes mediáticos y de entretenidas historias, son características de la máquina narrativa de los medios de comunicación”. Se crea así el mundo fantasmático de los mass media; nuestro mundo. Dramático, conmovedor, crispado en estos días. Un mundo shakespeariano de tragedias y comedias, con negocios y traiciones, poderosos destronados, laberintos invisibles por donde circulan y se intercambian recursos por influencias, escándalos, dinero dulce, empresas sometidas a los fiscales, fiscales estrella, políticos investigados, formalizados, imputados.
Los políticos sometidos a los media bajo la implacable lógica narrativa de los escándalos.
Efectivamente, por un instante la élite periodística -periodistas y comentaristas de la política que gozan de alta visibilidad e impacto mediático- armada con su poderoso instrumental de comunicación masiva, parece haber doblado la mano a la élite política, a la cual llama a presentarse ante el tribunal de la transparencia y someterse a un rito de inquisición moral. Es un cuadro patético. Representantes del pueblo, funcionarios de la soberanía, debiendo rendir cuenta ante la opinión pública, ese poder omnipotente de la mayoría, como hubiese dicho Tocqueville. En estas horas de debilidad y derrota de la política vale más representar a esa opinión pública omnipresente que el periodismo se arroga, que el hecho de ser representante elegido por el pueblo al Congreso Nacional o directivo público designado por la Presidenta de la República para ocupar un cargo gubernamental. Es el theatrum politicum.
Solo que allí la audiencia manda bajo la forma -ya lo dijimos- de opinión pública mayoritaria. Lejos de la deliberación democrática, se trata aquí de la opinión pública encuestada, surgida de los sondeos, que crea una nueva cadena de poder. Dominique Wolton, analista francés de la comunicación política, concibe a ésta precisamente como “el espacio en que se intercambian los discursos contradictorios de los tres actores que legítimamente se expresan en público sobre la política y que son los políticos, los periodistas y la opinión pública a través de los sondeos”. Esto último es lo que interesa aquí.
La opinión pública transformada en actor discursivo a través de los sondeos que son, por así decir, una nueva fuente de legitimidad para los mass media. Legitimidad proveniente de una consulta popular; un hombre un voto se transforma así en una encuesta, una mayoría. Como escribe G. Sartori, el famoso politólogo italiano, hasta la llegada de los instrumentos de comunicación de masas los ‘grandes números’ estaban dispersos y por eso eran irrelevantes. Por el contrario, dice, “las comunicaciones de masas crean un mundo movible en el que los ‘dispersos’ se encuentran y pueden ‘reunir’, y de este modo hacer masa y adquirir fuerza”.
Tal es la fuerza que como un torrente de lodo ha venido a cubrir la acrópolis y el ágora de nuestra polis. No solo están sufriendo las ciudades del norte hundidas bajo toneladas de fango y detritus, sino también las instituciones republicanas (¡tan invocadas estos días!), incapaces de juntar a sus élites en un programa de recuperación nacional.
Al contrario. Nuestras élites han descendido desde sus posiciones en la jerarquía para medir fuerzas y de paso atraer la atención y los favores de esa nueva divinidad, calificativo con el cual Tocqueville, creo recordar, invoca alguna vez a la opinión pública.
Por el momento, quienes como el ministro del Interior tratan de detener la calamidad que se cierne sobre las élites y buscan trabajosamente convergencias o acuerdos, o apenas prevenir los riesgos de una caza de brujas, son acallados por el partido político-periodístico de la pureza que, en nombre de la opinión pública, administran el pánico moral.
¿De qué se trata?
Según expuso como hipótesis el sociólogo británico Stanley Cohen a comienzos de la década de 1970, “De vez en cuando, las sociedades parecen estar sujetas a períodos de pánico moral. Ello supone que una condición, episodio, persona o grupo de personas emergen y son definidos como una amenaza para los valores e intereses sociales. Su naturaleza es presentada por los medios de comunicación de una forma estilizada y estereotipada, y las ‘barricadas morales’ son tripuladas por editores mediáticos, obispos, políticos o incluso expertos sociales, todos ellos acreditados por la comunidad para pronunciar sus diagnósticos, soluciones y formas de afrontar el problema
En este punto nos encontramos. En medio del vendaval que produce el repentino ataque de pánico moral que afecta a nuestra élites, sin que surja aún un remedio para la confusión o siquiera la lucidez suficiente para pensar las soluciones que necesitaremos aplicar en el futuro. El mismo Cohen escribió esto: “En algunas ocasiones el pánico sobrevuela y se olvida -excepto en el folklore y la memoria colectiva- pero en otras tiene repercusiones más graves, es de larga duración y podría producir cambios en el nivel político, jurídico y social, o incluso, en la forma en que una sociedad se concibe”.
Para regresar al hilo central de nuestro argumento en torno a la trilogía del poder victoriosa en esta ronda -medios de comunicación, periodistas y opinión pública encuestada- y rendir al mismo tiempo un tributo a nuestro autor de cabecera en esta columna, de nombre completo Alexis Henri Charles de Clérel, vizconde de Tocqueville (1805-1859), cito su sabia ponderación de los ideales e intereses en juego: “Para recoger los bienes inestimables que asegura la libertad de prensa, es preciso saber someterse a los males inevitables que provoca. Querer obtener unos, escapándose de los otros es entregarse a una de esas ilusiones que acarician de ordinario las naciones enfermas, cuando fatigadas de la lucha y agotadas por el esfuerzo, buscan los medios de hacer coexistir a la vez, en el mismo suelo, opiniones enemigas y principios contrarios”.
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