El caso del profesor Costadoat
No es el ethos de la universidad el que debe ceder ante los intereses de la Iglesia, sino que es la Iglesia la que debe someterse al imperativo ético que debe regir en la universidad.
Carlos Peña, El Metcurio, 28 de marzo de 2015
El despido del profesor Costadoat -no se le renovó la misión canónica y no podrá seguir enseñando teología en la Pontificia Universidad Católica- pone a prueba la disposición de los universitarios para defender la libertad de cátedra.
Es verdad que Ezzati tiene facultades jurídicas para adoptar la decisión que adoptó; pero tener facultades para decidir algo no es lo mismo que contar con buenas razones para hacerlo.
Y ese es justamente el caso de Ezzati: tiene la facultad para despedir a Costadoat; pero no tiene ninguna buena razón para hacerlo.
La libertad de cátedra es un derecho que asiste a los miembros de la universidad, sea pública o privada, estatal o no, grande o pequeña, docente o compleja, católica o laica, para reflexionar críticamente, investigar y enseñar, sin que el contenido de su reflexión, investigación o enseñanza, sea motivo de sanción alguna. En otras palabras, la libertad de cátedra es una inmunidad de que gozan los universitarios para ejercitar públicamente la razón. Por eso las conclusiones que los académicos alcanzan en su quehacer, las opiniones que emiten o que enseñan, nunca pueden ser un motivo para excluirlos de la universidad.
Como les ocurre a casi todas las libertades, la libertad de cátedra es propia de la modernidad. Antes de ella, la curiositas , la simple curiosidad o la avidez de saber, que es el combustible del investigador moderno, se estimaba inferior a la studiositas , al cultivo de la verdad que la Iglesia decía atesorar. De ahí que León XIII repite más tarde que “es contrario a la razón que la verdad y el error tengan los mismos derechos” (“Libertas praestantissimum”). Pero la universidad moderna reposa justamente sobre el principio opuesto: que existe plena libertad, incluso de errar.
¿Incluso en una Facultad de Teología?
Si se trata de una facultad universitaria sí, sin ninguna duda.
Según enseña el ejemplo clásico, el clérigo que predica desde el púlpito se debe a la autoridad y no debe hacer más que una “administración de la doctrina”; pero como teólogo o docto que habla “al gran público de lectores” debe gozar de una libertad ilimitada para servirse de su sola razón.
La universidad se erige sobre ese principio: ella es la única institución que hace de la reflexión sobre su entorno y sobre sí misma, su vocación y su deber fundamental. Si se consiente que los miembros de la universidad teman dar sus opiniones, manifestar sus puntos de vista o llevar la razón, como enseñó Jorge Millas, “hasta el límite de sus posibilidades”, la idea de universidad y el lugar que le cabe en la sociedad estará en peligro.
Ricardo Ezzati, al no fundar su decisión en razones admisibles para la comunidad universitaria, se puso en contradicción con la índole misma de la universidad y dio la razón a todos quienes piensan que una universidad católica es (como a propósito de un asunto cercano alguna vez dijo Heidegger) “hierro de madera”, un oxímoron, una contradicción en sí misma que no merece el financiamiento público.
El caso Costadoat no es entonces un problema de los católicos, sino de los universitarios.
Nadie discute el derecho de la Iglesia a cultivar el rito, propagar su credo y contar con universidades católicas; pero esto último debe ser a condición que se respete la índole de la universidad. No es el ethos de la universidad el que debe ceder ante los intereses de la Iglesia, sino que es la Iglesia la que debe someterse al imperativo ético que debe regir en la universidad. Si se consiente que el argumento de simple autoridad impere en la universidad, ella habrá perdido casi todo lo que la hace digna y sus académicos se habrán convertido en meros funcionarios.
Después de eso, ¿qué razón podrá esgrimirse contra quienes anhelaran instrumentalizar la universidad, cualquier otra universidad, esgrimiendo una ideología en particular o de un puñado de intereses? Si se acepta lo que acaba de ocurrir, si los miembros de la universidad, por temores alimenticios o de otra índole, callan ahora, ¿qué dirán cuando otro grupo ideológico o religioso intente instrumentalizar la universidad o maltratar a sus miembros a pretexto que los estatutos le confieren la autoridad final?
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