El deterioro de la Universidad
Los campus no pueden ser una expendeduría de títulos orquestada desde el mercado
Que la universidad española necesita reformas es indiscutible, como también que es necesario analizar cuidadosamente hacia dónde se debe reformar, no sea cosa que se deteriore en vez de mejorarla; por eso es una buena noticia que se haya abierto un vivo debate sobre ella en el espacio público. De entre la gran cantidad de temas que precisan reflexión, es urgente el que se refiere a la duración de las carreras, por razones obvias.
El Real Decreto, aprobado el 2 de febrero pasado, propone flexibilizar la oferta universitaria, con carreras más cortas y, por tanto, más baratas, para que los alumnos puedan entrar antes a ese mercado de trabajo que les está esperando como al agua de mayo. Todo ello se resume en esa fórmula, difundida desde los comienzos del Plan Bolonia, que no puede ser más falaz y que, sin embargo, la sociedad ha asumido sin más.
Las fórmulas “3+2” y “4+1” inducen a pensar que las carreras siguen durando 5 años, como antes, pero que desde el Plan Bolonia 4 de esos años se dedican al grado y 1 al postgrado, y que el decreto permite dedicar 3 al grado y 2 al postgrado. Pero no es así. Ahora las carreras duran 4 años y con el decreto podrán quedar en 3. Con esos tres años se obtendría el grado y, por tanto, la facultad de ejercer la profesión. La facultad, que no el ejercicio, porque para ejercerla es preciso encontrar un puesto de trabajo.
Los másteres, sean de uno o dos años, no forman parte de la carrera ni son necesarios para ejercer la profesión sino en muy pocos casos. Por ejemplo, en el caso del célebre “Máster de Secundaria”, que debe cursar cualquier graduado que desee dedicarse a la docencia en ese nivel, sea de Humanidades, de Sociales o de “Naturalidades”, por decirlo con Ortega. Se trata del antiguo Curso de Aptitud Pedagógica (CAP), que no complementa los contenidos de ninguna de las carreras, sino que tiene naturaleza pedagógica.
¿Ventajas de la nueva propuesta? Se dice que la nueva modalidad del grado resultaría más barata, lo cual es obvio, siempre que no suban las tasas, y todavía sería más económica si se redujera a dos años, a uno o a ninguno. Sólo que semejantes ahorros no redundan nunca en la calidad en un asunto tan serio como éste, que no puede quedar al cálculo monetario, porque no necesitamos mano de obra barata, sino profesionales bien formados, que se sepan a la vez ciudadanos de una sociedad de la que viven y para la que han de adquirir su saber.
Desde que en los siglos XII y XIII naciera la institución universitaria en ciudades como Salerno, Bolonia, París, Oxford o Salamanca ha ido proponiéndose unas metas que necesitan tiempo, estudio y debate sereno. La primera fue la formación de los profesionales indispensables para las necesidades de la época. Éste era el sentido de obtener una licenciatura, una licentia para ejercer la profesión, habiendo adquirido la facultas exigida para hacerlo. Ni la Academia de Platón ni el Liceo aristotélico, ni siquiera las Escuelas Palatinas creadas por Carlomagno, tuvieron el poder de decidir quién estaba facultado para ejercer la profesión. Un poder que ni puede ni debe ser político, ni puede ni debe ser económico. Las universidades son de la sociedad y están a su servicio, por eso necesitan ser autónomas y ejercer esta autonomía con responsabilidad y rendición de cuentas.
Con el tiempo a esta meta se sumaron otras. Las universidades han de transmitir conocimientos, espolear el afán investigador, cultivar la preocupación por descubrir qué es lo verdadero y lo justo a través del debate abierto, intentando con ello superar el fundamentalismo de quien se niega a argumentar. Han de esforzarse por formar ciudadanos responsables de su sociedad.
Ciertamente, desde fines del siglo pasado se ha producido una revolución en las universidades que, junto con otras variables, introduce la necesaria atención al mercado productivo. Pero “junto con” no significa “reducirse a”. La universidad no puede ser una expendeduría de títulos orquestada desde el mercado, porque lleva en su ADN esas otras metas que está obligada a perseguir. Para hacerlo necesita tiempo y sosiego.
No es casualidad que carreras como la de Medicina no se vean afectadas por el decreto, además de prolongarse en ese excelente programa MIR, que todas la profesiones deberían imitar. Afortunadamente, aquellos a los que corresponde se percatan de que poner la salud en manos de graduados de tres años es suicida para una sociedad, y ojalá no se les ocurra cambiar de idea. Pero tan suicida es reducir a tres años la preparación de otros profesionales.
Se dirá que al fin y al cabo el decreto no hace sino una propuesta, pero lo cierto es que el final es fácil de adivinar. Las universidades con posibilidades acortarán el grado a tres años y propondrán másteres costosos y competitivos, financiados privadamente o por medio de su comunidad autónoma; las que no tengan esa posibilidad habrán de reducir el grado a tres años y apenas ofertarán másteres. Crecerá la desigualdad y el deterioro de la universidad será inevitable.
Adela Cortina es Catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y directora de la Fundación ÉTNOR.
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