Los límites de la internacionalización
Junio 4, 2025

Es hora de entender los límites de la internacionalización

El reciente ataque político a la matrícula de estudiantes internacionales en la Universidad de Harvard —enmarcado bajo la bandera de la soberanía nacional y alimentado por argumentos centrales de la agenda trumpista, como la defensa de los intereses nacionales, el control migratorio y la sospecha de influencia extranjera— ha reavivado un debate familiar en la educación superior sobre la autonomía de la universidad.

También ha cuestionado la legitimidad de las prácticas y actores de internacionalización más consolidados.

Para muchos, la decisión de Donald Trump se presenta como una clara afrenta a la libertad de las instituciones académicas para definir sus prioridades, cultivar redes globales, contratar y atraer talento extranjero y mantenerse al margen de la interferencia política.

No es sorprendente que en momentos como estos surjan palabras con una hermosa resonancia: libertad, autonomía, globalización y universalidad.

Pero estas reacciones, por muy normativamente cargadas que estén, pueden oscurecer una realidad estructural más profunda. Lo que se pone a prueba hoy no es la autonomía en sí misma, sino una noción particular de autonomía que ya no es plausible en las condiciones actuales de los sistemas globales de educación superior.

Esto no significa que la intromisión política sea irrelevante. Por el contrario, es precisamente porque los sistemas políticos pueden ahora limitar con tanta eficacia las operaciones de la universidad —y probablemente lo harán con mayor frecuencia en el futuro, con la ayuda de las nuevas tecnologías de vigilancia y los marcos regulatorios— que debemos preguntarnos qué tipo de autonomía está realmente en juego.

La teoría de sistemas sociales ofrece una perspectiva conceptual productiva. La sociedad moderna se diferencia funcionalmente en sistemas —como la política, la economía, el derecho y la educación—, cada uno operando según su propio código binario y lógica interna.

Estos sistemas son operativamente cerrados: se observan y se reproducen a través de sus propias comunicaciones. Y, sin embargo, permanecen estructuralmente acoplados entre sí. Esta conexión no implica armonía ni fusión; se describe mejor como irritación mutua.

La universidad es una organización integrada en múltiples sistemas y dependiente de ellos: educación, ciencia, política y economía, entre otros.

Procesa conocimiento, pero también negocia financiación, gestiona restricciones legales y responde a las señales ideológicas de otros sectores de la sociedad, así como de sus territorios, ya sean locales, nacionales o regionales. Por lo tanto, su existencia depende de la gestión eficaz de estas conexiones.

La internacionalización ha sido históricamente un mecanismo clave para que las universidades expandieran sus vínculos externos.

Ha permitido a las instituciones obtener financiación pública y privada, elevar su prestigio mediante clasificaciones globales, atraer talento internacional, promover la colaboración académica y posicionar estratégicamente a los investigadores y sus agendas en redes científicas transnacionales.

Al hacerlo, la internacionalización se volvió central no solo para la misión académica y de investigación de las universidades, sino también para su sostenibilidad institucional y relevancia global.

Sin embargo, esta apertura global nunca fue autofundamental. Dependió de infraestructuras legales, regímenes migratorios, políticas de visas y narrativas públicas sobre el valor de la ciencia, la diversidad y la igualdad y, sobre todo, la voluntad política para sostener los flujos internacionales. Aquí es precisamente donde la idea de autonomía encuentra sus límites estructurales.

La necesidad de justicia cognitiva

Como se ve en la confrontación entre el proyecto político de Trump y la agenda institucional de Harvard, la universidad puede determinar internamente que la internacionalización es deseable, incluso esencial, pero tal decisión tiene poca fuerza operativa si no está reforzada por el entorno legal y político más amplio.

Cuando se retiran los permisos o los marcos externos se vuelven hostiles, el acoplamiento colapsa. La autonomía no se revoca dramáticamente; más bien, se erosiona gradualmente, revelando su frágil dependencia de las condiciones externas para la acción interna.

Al mismo tiempo, con estas acciones, la internacionalización misma se hace dolorosamente consciente de sus límites internos. Los modelos dominantes a menudo pasan por alto la conciencia intercultural, sin cuestionar las jerarquías epistémicas y descuidando la pluriversalidad del conocimiento.

Sin un compromiso deliberado con la inclusividad y la justicia cognitiva —ambas lejos de ser universalmente aceptadas—, la internacionalización corre el riesgo de reforzar prácticas excluyentes que favorecen a un grupo reducido de actores e instituciones.

En este contexto, las amenazas emergentes no son solo legales o políticas, sino también epistemológicas y culturales, lo que pone en tela de juicio la legitimidad general de la internacionalización.

Resulta tentador responder a estos desafíos invocando el vocabulario clásico de la libertad académica, la autonomía institucional y el bien público. Sin embargo, si bien estas nociones tienen un inmenso peso normativo, pueden resultar inadecuadas desde el punto de vista descriptivo.

Sugieren una forma de soberanía que las universidades y sus actores (académicos, estudiantes y personal) nunca poseyeron plenamente. Lo que poseen, en cambio, es la capacidad de gestionar la interdependencia y estabilizar sus relaciones con otros sistemas.

Las universidades nunca han sido entidades autónomas que existan en ámbitos protegidos; son nodos organizativos que cada vez deben operar en lógicas sistémicas contradictorias. Y esto no es solo una expectativa, sino que se está convirtiendo en una condición previa para su legitimidad.

Justicia epistémica.

La crisis de la internacionalización, por lo tanto, no es simplemente la expresión de una creciente hostilidad política. También señala una transformación más profunda en la arquitectura relacional, en particular en cómo el prestigio académico, la colaboración en investigación y la interconexión global se vinculan con cuestiones de justicia epistémica y legitimidad.

Cuando la internacionalización se percibe como una desventaja en lugar de un activo estratégico, esto no representa el colapso de la autonomía, sino una reconfiguración de los vínculos sistémicos que sustentan el rol de la universidad en el orden global del conocimiento.

A nivel global, lo que la universidad debe enfrentar ahora no es un único líder autoritario ni una ola populista, sino un régimen cambiante de legitimidad, uno en el que los guiones tradicionales se están redefiniendo, recalibrando políticamente y condicionándolos.

Lo que Harvard revela no es el fin de la internacionalización ni el fin de la universidad global. Tampoco es la lección, como podría esperar el equipo de Trump, de sumisión.

Más bien, marca el fin de una ilusión particular: que la autonomía era autosuficiente o que la integración global garantizaba la libertad institucional, el bien común, la integración y la colaboración equitativa.

En realidad, la autonomía siempre fue una alineación temporal entre sistemas: un momento de compatibilidad entre marcos legales, permisos políticos y aspiraciones académicas. Esa alineación se ha fracturado y, aún más importante, sus límites se han hecho visibles.

El desafío ahora es desarrollar una nueva gramática de la internacionalización, una que no sea nostálgica por la soberanía, sino atenta a las condiciones complejas, contingentes y diferenciadas bajo las cuales las universidades y sus actores internos y externos deben sobrevivir hoy.

Julio Labraña es director de calidad institucional y profesor del departamento de educación de la Universidad de Tarapacá en Chile. Paulina Latorre es una académica practicante en la internacionalización de la educación superior. Ha trabajado por más de 11 años en esta área en varias universidades chilenas. Actualmente se desempeña como directora de relaciones internacionales en la Universidad Católica del Norte, Chile.

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